Los agentes imperiales, con diferentes humores, se encargaron de hacer cumplir la Voluntad del Dios ante el aterrado pueblo. Era la prueba fehaciente del gran poder de Alyon DeVincius. Un poder que no podía explicarse ni con la fuerza física ni con el poderío económico. Las gentes de Sibelburgo eran más y había demostrado que sus mineros eran una fuerza de combate a tener en cuenta. Y sin embargo, nadie se resistió a los deseos del noble imperial. Podían haberlo hecho, podían haberlo evitado. Pero nadie hizo nada. Esa era la realidad de este mundo: los deseos de un Deus Nobilis siempre se hacían realidad.
Tres horas más tarde, con el sol cayendo en el horizonte, el Terris Nobilis se ponía en marcha hacia el siguiente destino. Detrás quedaba Sibelburgo, tras experimentar una de sus mayores crisis. Quizás la más grande de toda su historia. Pero había sobrevivido y, conociendo a sus gentes harían de su pueblo un lugar más próspero.
Una etapa del viaje concluía y otra comenzaba. El Viaje del Deus Nobilis continuaba.