Los rayos de sol, ajenos a la soledad de la Sala, volvieron a brillar entre sus paredes, a iluminar cada recoveco, esquina o bajorrelieve, a informar del inicio de un nuevo día. Nadie los recibió.
Poco a poco las paredes fueron cada vez más iluminadas, mostrando en sus colores rojizos una calidez de la que carecía esa Sala, una calidez que fue contrastada con unos finos copos de nieve que empezaron a tomar el Trono, oxidándolo a una velocidad que desafiaba las leyes de la naturaleza, de los dioses y de los hombres.
Lord Varys se adentró en esa Sala por última vez en su existencia, queriendo recuperar el cuerpo del enano y del mayor de los Baratheon, sin embargo una mano carbonizada pero helada detuvo su acción.
No miró, ni siquiera de soslayo, a los ojos que hablaban por esa mano, creía saber de quién se trataba y no tenía ningún interés en confirmarlo, retiró su mano y se alejó con el enano a cuestas. No pensaba volver a pisar esas tierras.
Robert abrió los ojos, confundido por el dolor que se había instalado en su corazón, una espina que parecía dispuesta a no desaparecer jamás. Paseó sus ojos por la habitación con calma, como si no tuviese otro cometido que hacer en toda su existencia, creía haber muerto la noche anterior, recordaba la sonrisa burlona y satisfecha de Olenna en su último aliento, echados ambos al suelo combatiendo por cuál de los dos descansaría primero. Finalmente sus ojos se toparon con unas huellas heladas de unos pies excesivamente alargados, siguió ese rastro hasta que lo perdió detrás de sí: “no ha acabado” juzgó, y tan pronto lo hizo unos ojos azules iluminados como estrellas, dentro de unas cuencas fibrosas y pálidas, se clavaron en los suyos y supo, por la pasividad de su sangre ante esa visión, que, ahora él era uno más de ellos.
En esas tierras tenían un nombre para ellos, “los otros”.
Robert se levantó estudiando sus manos y brazos, el extraño calor que el frío de su cuerpo le proporcionaba, sonrió a su hermano y saludo a su viejo amigo.
Fuera lo que fuesen ahora, debían seguir su camino, abrir mundo al hielo y derribar a todos los reyes, castillos y hombres. El mundo era suyo.