Cuando entró en la casa con Genovese y sus hombres, el rostro ensangrentado de Luigi espantó a Sal. -Es que nadie va a atenderle? -exclamó con tono de súplica. -Estás bien, Luigi? Tranquilo, todo irá bien...
Hizo caso omiso a Caranta, vio que el coloso Carisi estaba en razonable buen estado y Filippo también. Se ofreció a conducir si era necesario.
Filippo se incorporó y miró a Caranta.
-Hola...La has liado buena ¿eh?
En realidad comprendía a su amigo mejor de lo que quería dar a entender. Sonrio. Caranta probablemente era el mejor de todos ellos. Pero Filippo hacía tiempo que había comprendido que este mundo no era para tipos buenos. A los buenos se los comen los tiburones.
A pesar de que Filippo sentía un dolor horrible en la tripa y que a Bacoli le sangraba media cabeza, eran los que más enteros estaban. De los hombres de Genovese había un par que probablemente no lograrían ver el amanecer y otro que estaba también bastante jodido. Por lo que esos tres ocuparon el coche de los heridos mientras los cuatro amigos debían encargarse de Caranta. A Filippo le habían. vendado el estómago y la hemorragia se había detenido, y Bacoli tenía tantas vendas en la cabeza que parecía un boxeador después de una mala noche. A Carisi le habían colocado un par de compresas en los lugares donde había recibido los balazos aunque el gigante parecía tan pancho.
Sal conducía el coche con Caranta en el maletero amordazado e inconsciente. No se merecía estar en uno de los asientos, pero lo de llevarlo allí atrás era por si se topaban con policías y por un casual lo reconocían. El camino a través del bosque y de las carreteras de las afueras era monótono y aburrido, pronto reinó el silencio en el grupo y uno a uno fueron tomando consciencia de la situación mientras las irregulares luces de la carretera iluminaban el habitáculo de un coche en el que el silencio desgarrador era el gran protagonista. El plan había funcionado, y eso sólo significaba una cosa, en menos de lo que se podría agotar un puro Caranta desaparecería para siempre de sus vidas, incluso de sus recuerdos de infancia, condenándolo al olvido y la humillación de los traidores. En esos momentos de silencio y agotamiento recordaron aquellos no tan lejanos años, que sin embargo parecían haber sucedido hacía siglos, en lo que jugaban juntos al beisbol en las calles del barrio. Caranta era tan malo que nunca le daba a la pelota y cuando le daba ni siquiera la mandaba demasiado lejos, pero era uno más de la pandilla. Y cuando los chicos del otro bloque se metían con él le defendían, daban la cara por él, alguno de ellos todavía conservaba pequeñas cicatrices que daban fe de aquellos enfrentamientos. La quietud del viaje solo se rompió cuando empezaron a escucharse los primeros indicios de que Caranta, el enclenque y siempre atento Caranta, estaba despertando en el maletero. Sus sollozos y pataleos les acompañaron durante el resto del viaje.
Dos tipos esperaban en la puerta de la propiedad del Jefe. Cuando vieron llegar el vehículo les indicaron ue pasaran y cerraron la puerta tras ellos. Ante la mansión se contaban seis coches y un tipo que les hacia gestos para que se detuvieran en el lugar que les indicaba. Al parar y salir del coche, el matón Romeo, un viejo conocido, aquel gigante que siempre custodiaba la puerta del despacho de Luciano en el Scarpato's y que podría partirse los morros con Carisi e igualar las apuestas, les indicó que el Don les esperaba dentro. Al rodear el coche y abrir el maletero los recibió la mirada suplicante y aterrorizada de Caranta.
—¡No! ¡Por favor! —suplicó a duras penas con lo poco que le dejaba vocalizar la mordaza— ¡Por favor, no!
Luigi bajó del coche y fue a sacar a Caranta del maletero. Tenía la intención de ser él quien lo entregara al Don, pues Genovese le dio la responsabilidad a él de liderar a su grupo... Solo si Luciano, o el propio Massería , le ordenaban que no se moviera, eso haría. A los demás los miraria con cierto desdén y les diría:
"Luciano puso al mando a Genovese, Genovese me puso a mi, de este grupo... La orden clara de entregar a Caranta al Don, y eso pienso hacer, te agrade o no..."
Ciertamente era dar un paso adelante, a un precio alto, pues estaba seguro de que iba a perder a uno de sus colegas...
Si veía la oportunidad pensaba decirle en voz baja...
"Deja de lloriquear mastuerzo. Si se tiene que morir hazlo con coraje por una vez en tu insignificante vida. Que al menos tenga sentido lo que has intentado, sin pensar mucho en a quien ibas a joder y a quien a ayudar, que ya te digo yo, que a la "señora" de Roberto con esto no la ayudabas en nada. Guarda la compostura porqué puede estar viéndote desde cualquier ventana.
Por qué todo esto ha sido por ella no?"
Vamos chicos, nos han encargado entregar a Caranta al Don, y nadie va ponerle una mano encima hasta que el lo ordene.
Sal condujo en silencio, con Luigi al lado (insospechadamente callado, para variar) y Amadeo y Filippo en el asiento trasero; Marrone los veía de vez en cuando por el retrovisor, el grandullón y el pequeño formaban una curiosa pareja. Nadie dijo nada cuando se empezaron a escuchar los gimoteos y pataleos de Caranta, procedentes del maletero.
El jugador siguió callado cuando llegaron a la mansión de Masseria. Se limitó a aparcar donde le ordenaron y se encendió un cigarrillo mientras sacaban al bueno de Caranta. Tampoco entonces lo miró, dirigiendo los ojos a sus propios zapatos. Se recolocó maquinalmente la corbata y el cabello y fue el último en seguir al resto al interior de la casa.
Amadeo cargó a Caranta sobre su espalda como si fuese un saco de patatas. Su sonrisa lobuna había sido suficiente para que el traidor entendiese lo que podía llegar a pasar si intentaba resistirse. Las órdenes eran claras y no quería perder el tiempo, especialmente porque alguno de sus compañeros no estaba en su mejor momento y necesitaba atención como es debido para tratar sus heridas. La guerra había terminado y solo había que entregar el paquete, nada serio. Un trámite y ya podrían descansar.
—Aunque me gustaría, solo le pondré la mano encima para hacer la entrega. Pero si se me resiste, no puedo asegurar que no llegue con alguna costilla rota.
Lo cierto es que a Filippo no le gustaba nada tener que meter a Caranta en el maletero. Parecía ser el único del grupo que sintiese algo de empatía hacia él. Pero en todo caso, era consciente de dónde se había metido y que con sus actos se había ganado el desprecio de mucha gente, así que se mantuvo inusualmente callado.
Tan solo asintió cuando su primo dijo de llevarlo hasta el Don intacto. Así debía de ser y él haría su parte.
Se dirigieron con Caranta hacia el interior de la casa. Amadeo llevaba al cautivo como si se tratara de un fardo, y lanzó una amenaza que no pareciera que fuera necesario cumplir, pues Caranta no tenía ni fuerzas ni ánimos para intentar algo a la desesperada. Su cuerpo estaba tan atenazado de la tensión que lo único que podía hacer era temblar como un cachorro helado. Menos mal que Amadeo lo había tomado en brazos porque aquel pobre hombre no iba a poder dar ni medio paso sin derrumbarse.
Entraron en la casa y una vez en el recibidor se encontraron con Luciano y Costello charlando en susurros. Cuando los vieron aparecer, guardaron silencio y se limitaron a abrirles la puerta del salón para que pasaran dentro. Allí se encontraba, sentado en una butaca, Giuseppe Masseria, el Boss, con su sobrino Roberto sentado al lado, acompañándole en solemne silencio. El Boss se levantó, observando a Filippo Caranta casi con compasión mientras éste le devolvía la mirada con una expresión lívida de terror, incapaz de hacer el más mínimo ruido o movimiento. Tras exhalar un profundo suspiro, Masseria se giró acercándose a Roberto mientras miraba a Amadeo, Luigi, Filippo Benedetti y Salvatore. Su voz sonó serena y grave, paternal incluso.
—Llegaste a nosotros sin ser nadie ni tener nada. Recuerdo cuando mi hijo te trajo a mi casa por vez primera. Una buena persona... o eso parecías entonces. Te acogimos. Te enseñamos. Te protegimos. Creciste amigo de mi hijo y como tal te aceptamos. Te admitimos en la Familia.
Aquella última palabra fue pronunciada despacio, haciendo hincapié en cada sílaba, en cada letra, mientras miraba a los presentes uno a uno, hasta que sus ojos se detuvieron en Caranta, al cual observó durante unos segundos en silencio. La reacción de Caranta no se hizo mucho esperar. El pobre muchacho se derrumbó, incapaz de mantener más tiempo el peso de su propio cuerpo, comenzando a sollozar en silencio mientras una mancha oscura apareció lentamente en sus pantalones. Masseria volvió a mirar a los presentes, esta ve dándole la espalda a Filippo.
—A veces todos debemos tomar decisiones, a veces son duras, a veces dolorosas. Pero un hombre, un verdadero hombre, sólo escoge aquel camino que es mejor para los suyos porque un hombre siempre respeta la familia —Giuseppe Masseria guardó unos segundos de silencio que aprovechó para mirarles a cada uno de ellos a los ojos, en su mirada se observaba la expresión de un padre decepcionado por los pecados de su hijo, pero esperanzado por el futuro del resto de sus vástagos. Cuando volvió a hablar, lo hizo con asco, casi con rabia, mientras miraba a Caranta, el cual no podía hacer nada más que bajar la cabeza avergonzado y humillado—. Y así nos devuelves todo el afecto y la confianza que depositamos en ti. Vendiéndonos a esa escoria de Maranzano, haciendo incluso que apalearan a alguien de mi propia familia. ¡A Roberto! Que te trajo a nosotros hace años, ¡que te llamaba su amigo, su hermano!. Y no satisfecho con eso, decides vendernos a los federales. Has traicionado su confianza, la mía, ¡la confianza de toda la familia! Y eso es algo que no puedo pasar por alto.
Caranta alzó la vista y su mirada suplicante pasó de Masseria a Roberto y luego a sus viejos amigos de infancia, incluso a Amadeo. Ninguna palabra escapó de su boca, tan solo sollozos y gimoteos. Sin decir tampoco ninguna palabra, Joe Masseria sacó una mano de su batín haciendo un ademán desdeñoso tras el cual Roberto se acercó a Caranta, revolver en mano, y le descerrajó un tiro entre ceja y ceja. El escuálido Caranta cayó al suelo como un saco y un gélido silencio inundó la habitación cuando el eco del disparo cesó.
Cuando, tras unos instantes terroríficos, el grupo apartó la vista del cadáver de Caranta, repararon en que el Boss les observaba, impávido, silencioso, severo, atento a cada uno de ellos, analizando sus reacciones. Durante unos instantes que parecieron horas, nadie se movió, nadie pronunció palabra, nadie vivió. Hasta que Masseria rompió el silencio con un tono natural, sobrecogedoramente natural.
—Roberto, hijo mío, vamos. Vosotros —les dijo al grupo señalando el cadáver todavía caliente de su viejo amigo—, encargaos de eso antes de que manche la alfombra.
Y dicho lo cual, el Jefe comenzó a andar hacia la puerta mientras Roberto, Luciano y Costello le seguían a una distancia prudente, dejando al grupo solo en la habitación con el cuerpo inerte de un amigo de la infancia al que ya nunca volverían a escuchar reír.
Vamos muchachos, acabemos con esto lo antes posible, o quizás alguno de nosotros acabe haciéndole compañía eterna a Caranta.
Luigi se apresuró a levantar la alfombra de una de las esquinas y la apartó delicadamente de las cercanías del cuerpo de su camarada. Sacó un pañuelo y le taponó el orificio para que goteara menos sangre.
Andiamo.
Habían ocurrido dos cosas que no pasaron desapercibidas para Bacoli. La primera, no se le dio la oportunidad a Caranta de que se explicara... Hubiera sido un detalle hacerlo, aunque eso podría significar que el necio de Caranta, aun hiciera más el ridículo.
La segunda cosa, la aseveración del Don, de culpar a Caranta de venderlos al enemigo. A Maranzano... Quizás en el fondo no todo fuera por culpa de un amor perdido y de una chica con preciosas curvas exuberantes...
Ahora ya no podrían averiguarlo nunca...
Al menos ha sido un final rápido y sin torturas...Que la Santa Madonna rece por su alma.
—A veces todos debemos tomar decisiones, a veces son duras, a veces dolorosas. Pero un hombre, un verdadero hombre, sólo escoge aquel camino que es mejor para los suyos porque un hombre siempre respeta la familia
El entorno era intimidante, la escena opresiva, pero fueron aquellas palabras del boss Masseria, que se grabaron a fuego en la mente de Salvatore Marrone, lo que recordaría de aquel momento para siempre. Un hombre escoge el mejor camino para los suyos. Un hombre siempre respeta la familia. Un verdadero hombre...
No se atrevió a formular una palabra hasta que los jefes desaparecieron. Y después tampoco le quedaban demasiadas ganas. Solo respondió distraído a las palabras de Luigi. -Todos acabaremos haciéndole compañía por toda la eternidad... -farfulló.
Una sencilla mirada intercambiada con el mecánico fue suficiente para comprender que ambos habían pensado lo mismo. La conexión con Maranzano... Nada sabían de eso. La relación de todo aquello con la esposa de Roberto... ídem de lienzo. La intervención de los federales, si todo aquello estaba conectado con la mujer fatal de aquel politicastro o con los sindicalistas irlandeses del puerto, nada parecía tener mucho sentido...
Sal ayudó como mejor pudo a colocar el cuerpo de Caranta, a envolverlo en una manta y trasladarlo al coche para convertirlo en comida para los peces (pobre Filippo). Todo sin decir ni una palabra. La locuacidad no era una cualidad muy valorada en la familia. Ni la curiosidad. Marrone sabía que no era el momento de andar haciendo preguntas ni husmeando por los rincones. Pero también sabía dos cosas más: que había algo raro e inquietante en todo aquello; y que nada de todo aquello era en realidad asunto suyo.
Amadeo había aprendido dos cosas en el ejército. La primera era que un buen soldado no cuestiona las órdenes de un superior, simplemente dispara y punto. Desobedecer es de traidores y cobardes, y ambos terminaban muriendo como perros. Esta primera lección había sido muy útil en la familia. Un bulldozer que machacaba los huesos de cualquier infeliz sin hacer preguntas era algo muy valioso para los Genovese.
Golpea duro y no pienses demasiado, algo que también le repetía su entrenador. Su fuerte no era darle vueltas a las cosas a menos que se tratase del cuerpo de un adversario.
El gigantón miró la expresión acongojada de sus compañeros mientras volvía a cargar con el cuerpo sin darle demasiada importancia. También sabía que nadie más se sentía con fuerzas suficientes como para hacerlo. Con una mano libre le dio una palmada amistosa a Luigi y a Sal, sin atreverse a decir ni una palabra.
Y esa era la segunda cosa que había aprendido en el ejército: un soldado cuida de sus compañeros.
Filippo apenas pudo contener su rabia al ver como Caranta era ejecutado sin el mejor miramiento delante de sus propias narices. Pero sin duda su falta había sido la más grave que podría comentar y el castigo habría de ser parejo. La lección obviamente, no era para él, sino para quienes asistían a la ejecución. Y era consciente de que por eso estaban allí.
Sin embargo, Roberto merecía un escarmiento. Quién sabe cuándo y dónde lo recibiría y si de hecho, llegaría a recibirlo. Filippo había aprendido hace tiempo que el mundo es injusto y que por desgracia, no es cierto aquello de que cada cual tiene lo que se merece.
Una náusea subió hasta su boca dejándole un sabor amargo. La tragó sin más, junto con su orgullo y sus ganas de partirle la cara a aquel niño de papá. En su lugar, tendría que recoger los despojos del que fuese su amigo para deshacerse de ellos.
-La mirada de Caranta antes de recibir el disparo es algo que me acompañará para siempre-dijo cuando al fin Maseria y su estúpido hijo salieron de la habitación-Espero que no acabemos igual. La lección que me llevo para casa la he aprendido mejor que cualquiera de las de Don Tomasso y espero que sepamos aplicarla por la cuenta que nos trae.
Con pensamiento muy profundos y dispares, el estómago algo revuelto y el cadáver de un amigo salieron del lugar para cumplir con el último encargo que les haría don Masseria en aquella dura jornada. Ahora que la adrenalina del asalto a la casa se había pasado, que el dolor de las heridas volvía con más fuerza, y que eran más conscientes de la situación, fueron pasando el trago como cada uno de ellos pudo.
Se encargaron del cuerpo de su amigo tal y como les había indicado el Don. Lamentablemente, una de las consecuencias de aquella muerte tan deshonrosa era que ni siquiera podían darle un digno entierro. No tendría una tumba a la que ir a dejarle flores, sino que terminaría enterrado en cualquier cuneta o sería lanzado a la bahía, donde las aguas se encargarían de él. Y si la señora Caranta les veía por el barrio y les preguntaba por su buen muchacho tendrían que mentirle y decir que llevaban tiempo sin saber nada de él.
Una vez terminaran con aquella desagradable tarea, ya podrían ir a que el médico de la Familia les mirara mejor las heridas que en las precarias atenciones que les habían dado en la casa del bosque de los federales. Podrían descansar e intentar olvidar aquel asunto cuanto antes.
Cambiamos de escena: Adiós infancia... Adiós