Al salir fuera, el poeta vió a tres hombres armados, uno de ellos provisto de una ballesta montada con un mortífero cuadrillo por virote, que malencarados y silenciosos le escoltaron en la negrura de la noche hacia el muelle, donde le encerraron en un cobertizo. Uno de ellos se quedó allí de guardia.
-Mañana tendrás tu juicio, como todos los demás -dijo el cabo.
Iba a retirarse, cuando se vieron doblando la esquina un ejambre de antorchas en la noche.
Los conjurados estaban armados hasta los dientes, y recorrían las callejas de la villa prendiendo a los velasquistas más notables como Dios llevó los primogénitos egipcios con las doce plagas: casa por casa.
El punto de confluencia una vez cumplidos los primeros objetivos era el muelle, donde los oficiales y jefes de cuadrilla dieron parte a Alvarado de su buen suceso. En total, catorce prendidos. El capitán mantuvo una corta charla con el cabo Aguayo.
-¿Ha sido hallado ya el alférez de la Vega?
-No, señor. Debería haber estado en la reunión de la casa de Juan Flores, pero al llegar nosotros ya se había ido.
-Entonces estará en su casa. Vosotros rodeadla por atrás, y yo iré por delante. No se nos debe escapaz el cabecilla.
-Si, mi capitán.
Volvieron a sonar pasos, con sonido a hierro.
Escuchó a su hermana, con el corazón progresivamente más acelerado. La certeza de que le iban a prender y colgar al día siguiente le dió alas. En mangas de camisa, sin detenerse más, y conforme su hermana terminaba de hablar, corrió hacia la puerta de atrás, que daba al cobertizo, y antes de cruzarla la miró.
-Volveré... cuando se amansen las aguas.
Echó a correr en la noche, buscando una salida poco honrosa de la ciudad, a nado por uno de los extremos del muelle.
La noche cerrada cayó sobre Cempoala cuando el sacerdote mayor anunció, con el toque de la caracola, el final del día. Huitzilopotchli debería luchar con los demonios del inframundo y salir vencedor, para que ellos pudieran tener un nuevo día. Un hombre fue sacrificado en el altar, un joven que durante semanas había disfrutado de los placeres de la vida, y cuyo corazón fue ofrecido a la divinidad.
Dentro del palacio, cada cual se fue a su jergón, acompañado o no, y pasó la noche como mejor pudo. El catalán y el cartagenero, bien arrechos de ayuntarse, comer y beber, durmieron a pierna suelta. Sin embargo, el sargento tuvo problemas para conciliar el sueño: eran demasiadas preocupaciones.
El alba les sorprendió a todos dormidos, y un indio de los porteadores tuvo que despertar al sargento, que se vistió a toda prisa para acudir a la hora. Los españoles esperaron de pie casi una hora, hasta que el cacique Tendile y su séquito estuvieron a punto para iniciar la marcha.
Y la fila se fundió entre el verdor de los bosques y las praderas sembradas de maíz y fríjol.
La noche terminó con una batida general en los campos aledaños, donde se capturó a Fernando de la Vega, cabecilla de los velasquistas. Todo fue dispuesto al día siguiente, muy por la mañana, en una ceremonia de investidura de don Hernán Cortés como capitán general y justicia mayor de la Nueva España, escenificando de ese modo su separación con Veláquez. Curiosamente, ese mismo día fue coronado como emperador el rey don Carlos, en la lejana Frankfurt-ab-Main.
Acto seguido, y como primera medida, el nuevo capitán general mandó al barrichel de la expedición, a la sazón el contador Godoy, que leyera las causas de los que en el patíbulo se hallaban: traición al rey, al mandato de las capitulaciones de la expedición y a la legítima autoridad del capitán general. La sentencia para todos ellos, era la horca, que fue sin embargo conmutada por un juramento de lealtad. Los amotinados juraron no volver a alzarse contra la autoridad de Cortés, so pena de vida, y solo fueron colgados un sargento y otro soldado raso que no quisieron hacer el juramento. Fueron discretamente enterrados en una zona limítrofe a la ciudad, recibiendo cristiana sepultura y misa de muertos in situ por mediación del padre Aguilar.
Llegó luego el cacique Tendile con los embajadores pochtecas del emperador Moctezuma, y hubo diálogo acerca de la amistad del emperador para con los españoles. Cortés propuso marchar a su capital, como embajador, a lo que los comerciantes pusieron muchas pegas, por ser el camino muy largo y el terreno fragoso. Sin embargo, no se amilanó el extremeño, y al final consiguió algunos datos interesantes. Ese día, jinetes, arcabuceros y ballesteros demostraron para gran espanto de los diplomáticos el poder de las armas europeas, mientras espías a sueldo del emperador dibujaban, sin ser molestados, cada detalle de aquello.
Pasaron los días, y se hizo una visita general a Cempoala, donde confluyeron unos recaudadores aztecas pidiendo a los totonacas el impuesto. Por la altivez con la que miraban a los españoles, Cortés supo pronto de su importancia, y urdió una jugarreta. Ordenó a Tendile que apresara con sus hombres a aquellos recaudadores, que aquella misma noche "rescató" con sus españoles, embarcándolos en Villa Rica y desembarcándolos fuera de territorio totonaca con regalos y palabras de amistad. El ardid surtió efecto, y llegó a oidos de Cortés que Moctezuma accedía a la entrevista en su ciudad capital.
Por eso, a la vuelta a Veracruz, solo restaba algo por hacer. Un episodio que la historia recordaría en los sucesivo. Amaneciendo, los españoles se congregaron con gran alboroto en los muelles, viendo como todas las naves, menos dos, ardían violentamente contra la luz del alba, levantando enormes lenguas de fuego y negro humo al cielo.
Cortés se encaramó a unos fardos apilados en el muelle, vestido con su mejor armadura y ante las miradas atónitas de sus hombres. Todos ellos, incluso las mujeres que estaban allí, sabían que ya no había marcha atrás. No podían volver todos a casa, al menos no todos a la vez... Mientras los indios podrían acabar con ellos. Alzó las manos, reclamando silencio.
-Muy magníficos señores e hijos míos, soldados de esta hueste -comenzó a decir, mirando sus ojos- Yo os presento un gran premio, pero es necesario ganarlo con incesante esfuerzo. Las grandes cosas solo se consiguen con grandes sacrificios.
Se llevó la mano al corazón.
-He sacrificado mi hacienda y mis bienes por alcanzar la gloria del renombre y la fama, que es lo más preciado que puede adquirir un hidalgo en la nobleza de su corazón. Pero si vosotros, sed francos conmigo, queréis riquezas, decidlo, pues al punto haré que sobre vuestras manos se derrame el oro de estas ricas tierras. Grandes hazañas nos esperan, incesantes peligros y largos senderos de sufrimiento para alcanzar fama, gloria y riquezas. Pero no vaciléis cuando os rodeen nubes de enemigos, y parezca que todo está perdido, pues Dios nunca ha desamparado a español alguno cuando lucha contra los infieles.
Señaló hacia atrás, a las naves que ardían.
-Allí Cuba, y su pobreza.
Y luego al extremo opuesto.
-Allí México, y su riqueza.
Hubo un gran silencio, un silencio muy reflexivo.
-¿Quien está conmigo?
Una voz solitaria fue la primera en responder. Le siguió un clamor de manos alzadas. Aquellos hombres, vomitados por una tierra ingrata, habían huído de los páramos de Castilla donde les aguardaba el hambre y el servilismo más absoluto a la iglesia y el señor, la desnudez, la enfermedad... Habían huído, como tantos otros, hacia adelante, persiguiendo el dorado sueño de las Indias, que era preciso conquistar a golpe de espada. Gritaron vivas a Cortés, a su nuevo jefe, con el corazón enfervecido por el sueño que se dibujaba en el horizonte, ebrios en sus ansias de riqueza y gloria.
La gente de Cortés iba a Tenochtitlán.
Comienza la Conquista de México...
Sin dudarlo y viendo que en la baraja pintaban espadas, el catalán emprendió los vivas y los hurras en favor de Cortéz. La verdad que en su tierra solo le esperaba el embarcarse en cualquier cascarón de Nuez y a pelear contra el Francés o el Turco, con la posibilidad de acabar con una mojada de tres cuartas en el vientre. Aqui por lo menos, se podía conseguir tierras y oro y por supuesto empezar de nuevo. La corazonada que tuvo en el palacio, supo que era cierta y que estos indios, no iban a reconocer a su católica e hisspánica majestad, salvo por la fuerza de las armas, y por los muy honrados fidalgos que allí estaban. Y allí, el pensaba prestar batalla y servicio a su rey, por la gloria de España y la Gracia de Dios