Escena privada de trasfondo, Carlos Cabal.
Capítulo I: La decisión
El viajero detuvo sus pasos en la llanura cultivada, contemplando el famoso puente sobre el Guadalquivir. El viento meció su pelo, y notó que el aire olía a trigo y olivo.
El viaje desde Sevilla había sido lento y personal. Recorrió los grandes campos y despoblados, donde se levantaban castillos en lo alto de las lomas, enormes campos de campos de cultivo antaño disputados por la nobleza. Tierra tomada a los moros hacía ya dos siglos, era sin embargo uno de aquellos lugares donde, sumando heredades y señoríos, las grandes casas se habían hecho con el poder y la tierra, dejando al resto de cristianos viviendo como arrendados y peones de sus mejores, malviviendo bajo las cada vez más opresivas cargas fiscales de aquellos que lucían orgullosamente sus lagartos de Santiago al pecho, o llevaban impolutos hábitos y relucientes tonsuras de barbero.
Carlos Cabal, licenciado honrosamente como cabo de escuadra tras la toma de Trípoli, regresaba de nuevo al hogar. Continuó caminando, notando el nudoso tacto de su vara de caminante, que le recordaba al de la lanza, que no ha mucho empuñaba. Una espada al cinto era, de hecho, lo único que le identificaba como soldado.
Caminó sin prisas sobre el puente, pensando en sus próximos pasos, y en qué habría de ser su vida. La guerra había terminado, y su vieja madre, quizá, tuviera un puchero caliente borboteando en la lumbre, un hospitalario abrazo y una cama donde descansar.
Iglesia de Santa Marina
Sus pasos decididos no llevaron al buen Cabal a atravesar la Puerta del Puente. En principio podía haber caminado por el interior de Córdoba para llegar al barrio en que su familia residía, mas los deseos por verlos eran tantos que apremió a rodear la muralla buscando el camino presto. Ligero e ilusionado, volvía el hombre recorriendo la margen del río entre ganaderos y desocupados, y poco a poco fue percibiendo el aroma a azahares que el viento traía desde las calles de su ciudad natal.
El barrio que le aguardaba no era otro que el de Santa Marina, uno de los que mayor solera poseía en la ciudad debido a estar vinculado con algunos de los más significativos toreros y piconeros. Se tenía por uno de los mayores de Córdoba, no sólo en su extensión sino en el número de sus habitantes, entre los que hay de todas clases de la sociedad, pudiendo verse entre sus edificios no pocos palacetes dedicados a las principales casas nobles que tenían allí sus moradas. Es pues un barrio que cuenta con aristócratas, grandes mercaderes y villanos, muchos agricultores y no poco religiosos.
Para acceder al mismo desde la campiña debía entrarse por la Puerta llama del Colodro, nombre otorgado por uno de los primeros almogávares que dieron inicio a la ocupación cristiana. Ya a intramuros se reencontró el licenciado soldado con la plaza de las Lagunillas, arenal amplio muy conocido por las “lagunas” que en él se formaban cuando arreciaban las lluvias, pues es todo este paraje propio de muchos arroyos. Desde allí y dejando a un lado la pequeña ermita de los Santos Acisclo y Victoria, mártires cordobeses que vivieron aquí su niñez, llegó a la calle Mayor de Santa Marina. Por esta vía, que nace en la plaza de la iglesia, bajó hasta la casa de los Fernández de Córdoba.
Al llegar a tan noble lugar, Carlos no puede evitar el choque que le produjo el contraste entre las austeras casas africanas y la opulencia de la de sus señores. Él había recorrido aquel edificio infinidad de veces y aún así dudo por un instante. Sabía que la posición de una persona debía sostenerse especialmente con las apariencias, mas las apariencias no llegaban a definir la auténtica posición de una persona. No podía evitar una sensación extraña al encontrarse frente a la entrada principal. Tiempo ya que sabía, no había varón regente en aquella casa, su madre y hermana velaban entre otros sirvientes por el bienestar de la hija de Don Gonzalo. ¿Cómo serían las cosas ahora? ¿Qué habría cambiado? ¿Cuál sería el recibimiento que le esperaba? Una única vez golpeó la aldaba…
Un viejo criado abrió, y reconoció al joven, sonriente. Alabó su aspecto, y le dijo que pasara sin más dilación. El interior de la casona era tal y como recordaba: las mismas viejas heráldicas en las paredes, el mismo aire de austera grandeza. Recordaba a tiempos pretéritos, más sobrios y esforzados, en los que los caballeros luchaban contra los moros en la frontera, y los campesinos no tenían la humorada de matar a sus mejores empuñando un arcabuz.
El olor del puchero llegó hasta él, y le abrió el apetito. Se encaminó hacia las cocinas sin más dilación. Allí, sobre el zócalo de piedra, las mujeres de la casa preparaban la comida para la señora. Y allí estaban ellas dos, pues las reconoció enseguida. Su madre, sentada en un taburete, pelaba una zanahoria, mientras su hermana transportaba un caldero vacío que al girarse y verle, se le cayó del espanto.
-¡Carlos!
Todos miraron en dirección al soldado, que era abrazado por aquella muchacha casamentera pero que, al más viejo estilo cortesano, no desposaba aún, esperando a un caballero principal con el que unirse y dar lustre a su casa. Su vieja madre le miraba, y los ojos le brillaban.
-Ven aquí, hijo mío -dijo- Déjame verte.
Carlos besó a su hermana y con sublime delicadeza se desprendió de su abrazo para ir junto a su madre. Una vez se encontró frente a ella calló postrado de rodillas y abrazó su cintura para después colmar sus manos con besos. En su rostro se mostraba la juvenil añoranza de los brazos maternos que tanto velan por los retoños. Este fue uno de los momentos más feliz de su vida pues era la recompensa por las campañas en África.
-Mi señora, vuestro hijo vuelve victorioso tras servir al Rey.-
Alzose tras esto el soldado orgulloso que había retornado de cuantas batallas había emprendido tomando gran participación en cada una. Marchó el niño y volvió el hombre. Ojos azules y brillosos, cargados de un sentimiento puro que le empujaba a buscar mayor gloria para su apellido.
Dio un par de pasos atrás y tomó la mano de su hermana para después acercarla junto a su madre. Una vez estuvieron las dos mujeres de su vida al alcance de sus ojos les sonrió emotivamente y después las fundió en un cordial abrazo. Los demás criados presenciaron la escena emocionados y dichosos por el retorno de aquel que volvía a su casa portando hazañas y honras para su familia. En verdad un gran día.