Escena privada de trasfondo, Francisca Díaz de la Vega.
Capítulo I: Fantasmas del pasado
Despertó, sobresaltada.
El sudor recorría su piel bajo el ancho camisón, multiplicado por el calor tropical. La habitación estaba tranquila, silenciosa, y solo los tenues razos de la luz de la luna iluminaban la estancia. Miró a su lado, comprobando que él no estaba. Hacía semanas que no tenía noticias del hombre al podría considerarse como su "amante".
Caminó hasta la ventana, mirando la luna, y el paisaje cultivado de la hacienda, oscuro en la noche. Sus ojos se detuvieron en el camino hacia Santiago de Cuba, donde sabía que a esas horas, sus hermanas seguirían deshonrando el nombre de su familia.
Recordó el olor de la sal del mar, y el vaivén del barco. El rostro de su madre, enferma, que le hizo prometer entre grandes fiebres y debilidad (murió de esa dolencia que los marineros llaman "escorbuto") que cuidaría de sus hermanas... y de su hermano.
Fernando dormía, o eso podía oirle, en su habitación. Incapaz de seguir durmiendo, contempló desde su ventana el alba de un nuevo día.
La noche quedó atrás y los primeros rayos del sol llegaron acompañados del trinar de los pájaros. No era la primera vez que despertaba en mitad de la noche con esa sensación de angustia en el pecho y la cosa empeoraba a medida que los días seguían sucediéndose unos a otros, inexorables.
No era normal que él se mantuviera tanto tiempo sin dar señales de vida. Siempre se había hecho el tiempo de escribirle por lo menos una vez por semana, cuando mucho lo hacía cada dos y, sin embargo, ya contabilizaba seis.
Se conocieron al poco de llegar. Él, alférez y superior del entonces soldado Díaz de la Vega, cultivó amistad con Fernando y ella, a su vez, la forjó con Juana, la joven esposa de éste que, en ese entonces, presentaba un embarazo de término.
Francisca, dadas sus habilidades, comenzó a visitar asiduamente la hacienda de los Nuñez de Oviedo, ocupándose de la salud de doña Juana. El embarazo se malogró y los Nuñez de Oviedo perdieron al que sería su primogénito. El tiempo pasó y Fernando, con nuevas amistades y apoyado por el ahora capitán Javier Nuñez de Oviedo, obtuvo una hacienda y fue nombrado alférez.
Juana estaba nuevamente encinta, y Francisca se hizo cargo de sus cuidados desde un comienzo. El embarazo transcurrió normal, la madre se veía fuerte, lozana y por como el nonato se movía y pateaba su vientre, todo hacía suponer que también estaba bien.
El embarazo llegó a término y todos esperaban que, esta vez, las cosas salieran bien, pero no quiso Dios, Nuestro Señor, que así fuera y, durante el parto, poco después de nacer el infante y a pesar de todos los cuidados de Francisca, ambos murieron.
El capitán, devastado por la pérdida, buscó refugio en quienes, para él, eran su familia.
Francisca continuó visitando la hacienda vecina con relativa frecuencia haciéndose cargo, no sin dificultades, del manejo de ella. Para su suerte las personas que servían en la hacienda del capitán la veían con buenos ojos, no sólo porque sabían que los hermanos Díaz de la Vega eran cercanos a su patrón sino también porque ella las había hecho de comadrona con algunas mujeres y había tratado las heridas de otros. Los hermanos De la Vega habían conseguido destacar y ser respetados cada uno en lo suyo.
El tiempo hizo que las cosas fuesen decantando y los lazos afectivos entre Javier y Francisca se hicieron más estrechos. Se convirtieron en amantes, a escondidas de Fernando, ninguno creía que él vería con buenos ojos esa relación.
-Hoy me han preguntado por mi esposo -le dijo Francisca, divertida-. Algunos siguen creyendo que Fernando y yo somos un matimonio y es gracioso ver sus caras cuando les hago ver su error.
-Tengo que hablar con Fernando, ya estoy cansado de verte a escondidas y no poder tomar tu mano, abrazarte o simplemente salir a pasear contigo sin temor a ser descubiertos.
-Pero ya sabes cómo es mi hermano de celoso conmigo. Sólo nos tenemos el uno al otro...
-¿Y tus hermanas?
-Ellas no cuentan, hace mucho que él dejó de saber de ellas...
-Pero tú sí sabes, continúas en contacto con ellas.
-Sí, pero eso no cuenta. Fernando nunca les va a perdonar que se dedicaran a esa vida, porque han mancillado nuestro apellido y enlodado el nombre de nuestros padres.
Conversaciones como esa las hubo muchas y meses fueron los que mantuvieron su relación a escondidas, hasta que, irremediablemente, los rumores llegaron a oídos del alférez.
Aquél día fue terrible y aún temblaba al recordarlo. Fernando regresó antes de uno de sus viajes y los sorprendió en casa, solos y a medio vestir. Traía los ojos inyectados en sangre y lo mínimo que dijo a Javier fue que era un malnacido.
Tuvo que hacer esfuerzos enormes para evitar que se trenzaran a golpes. Fernando se había excedido en copas y Javier, atendiendo las súplicas de Francisca, aceptó marcharse. Lo que vino después, los reclamos de Fernando, sus gritos, en fin, todo, era algo que no gustaba recordar. Su hermano, molesto como estaba y con los ánimos aún mucho más exacerbados a causa del alcohol, la abofeteó, cosa que nunca antes había hecho, y fue con tal fuerza que le rompió el labio.
Francisca cayó al suelo, las lágrimas, incontenibles, le inundaron los ojos y se llevó la mano a la boca... sangraba.