En aquellos momentos era consciente del olor de la sangre mezclada con los orines y el sudor de los muertos y también de los supervivientes, podía sentir el sabor de la sal marina en la lengua, llevándose los restos de la pólvora que se había asentado en su boca una vez las nubes negras de cañones, pistolas y trabucos había empezado a descender y desintegrarse. También notaba sus músculos agarrotados, sus extremidades negándose a moverse más, debido al esfuerzo de su cuerpo al haber tenido que soportar la gran cantidad de magia que había usado sobre sí mismo para hacerle superar los límites de la humanidad. Sin embargo, las palabras llegaron arrastradas por el viento, cortando su calmada inquietud como las olas rompen la paz de un océano tranquilo. Sus ojos, entrecerrados a causa de que ahora le molestaba el sol, buscaron con insistente prisa al autor de tal declaración, y al fin encontraron a quien lo había dicho. Cuando sus pupilas se acostumbraron a la luz de nuevo y enfocaron casi como una broma, se apareció ante él Harold, capitán del Infierno... Y traidor.
Se obligó a reunir las últimas energías que tenía, pues pese a no estar herido estaba agotado, y caminó pesadamente hacia el patrón de aquél navío que empezaba a cobrar vida. Sus pasos atravesaron la cubierta mientras los mismos marineros a los que había protegido minutos antes perdían los últimos resquicios de la adrenalina del combate y comenzaban a moverse de manera casi autónoma para hacer su trabajo. Recorrió la distancia que le separaba del hombre que gobernaba aquél barco, haciendo crujir las maderas que pisaba, chirriar los aparejos sobre los que se apoyaba cuando daba un mal paso. Tardó casi el doble de tiempo del que habría tardado unas horas antes, antes de que la lucha comenzara descubriendo para él un nuevo mundo en el que las peleas en callejones oscuros eran juegos de niños, un mundo en el que la magia servía para matar y conseguir información, pero también para atraer y dominar bestias más propias de los cuentos de viejas y las mentiras de soldados ebrios que de su vida hasta ese momento. Pero llegó, y cuando lo hizo el ardor que se había esfumado hacía poco volvió, ardiente, explosivo.
Cogió a Harold de la pechera de su casaca con ambas manos, sin fuerza para empujarle hacia atrás pero con la suficiente como para mantener la presa, al menos unos segundos, y se le encaró con los ojos encolerizados y sin un ápice de su sonrisa habitual en su, en ese momento, iracundo gesto.
– ¿Qué significa este vil engaño, perjuro? – siseó con violencia mal contenida, con insidioso veneno escupido en cada palabra –. Teníamos un trato, infame pirata, y cobraste por él – dijo a la vez que le soltaba, daba un paso atrás, e intentaba contener sus acciones –. Si regresamos a Londhs en estas condiciones me aseguraré de que tú y tu tripulación seáis juzgados como las alimañas que demostráis ser. Tu pérfida bruja – Calypso – y tu salvaje demonio – Quinn –, serán tratados como magos huidos de la justicia al servicio personal de un corsario, y luego caerás tú. Piensa bien lo que haces, o asegúrate de que no lleve con vida a tierra, porque si desembarco en la ciudad sin el francés al que venimos persiguiendo, prometo que echaré sobre ti un destino peor que el mismo Infierno al que sirves.
Envalentonado, o tal vez simplemente enfadado como no recordaba haber estado en su vida, mantuvo la mirada de aquél hombre con las pupilas convertidas en llamas. Permaneció así durante unos segundos de tenso silencio, y aguardó respuesta.
El sargento empezó a dudar: - Ya decía yo que esto andaba demasiado bien. Maldito idiota. Harás que nos maten a todos. Con lo fácil que sería ahora degollarte y dejarte desangrar entre el mogollón de muertos que hay. El Sargento, aún con la tensión del combate, se aprestó otra vez a combatir. - Este ya era un sitio inseguro. Ahora ... estamos a punto de que nos maten por idioteces.
Las manos sobre el arma y la pistola, solo necesitaban un mal movimiento para ponerse a actuar ... otra vez.
Cuando la última de sus marionetas se arrojó al océano y la batalla hubo terminado se sentó en una caja a recargar su pistola con tranquilidad, casi con parsimonia, la guardó en su funda e hizo lo propio con su espada. Las sienes aún le latían con fuerza por la cantidad de esfuerzo realizado y se tomó su tiempo para recuperarse. No había tenido que mover prácticamente un músculo para deshacerse de sus enemigos, por lo que, a diferencia de Le Noir, se encontraba en perfecto estado físico.
Las palabras de Harold llegaron a sus oídos. Era justo lo que había estado esperando de él, aunque en su fuero interno había deseado que nunca ocurriese. Observó cómo su compañero, bullendo de ira se lanzaba contra aquel despreciable pirata y se encaminó tras él mientras le agarraba de la pechera lanzando todo tipo de improperios y amenazas. Llegó junto a él sin abrir la boca, suscribía cada palabra del Casaca, pero aquellas represalias estaban lejos de llevarse a cabo mientras estuviesen a cientos de millas de Londhs.
Miró a Leinad y en sus ojos se podía ver una petición de paciencia y comedimiento, si comenzaban una lucha intestina en aquel momento probablemente morirían todos y daría igual hacia donde se dirigiese el barco.
-Suéltale- dijo apoyando la mano en su hombro –Por favor- susurró al oído de su camarada al ver que no aflojaba su presa.
Si esperar a que su compañero reaccionase se dirigió a Harold y notó como “El Negro” había vuelto de entre los muertos y luchaba por salir a la superficie.
-Exijo una explicación de inmediato para éste cambio de rumbo… capitán- aquella última palabra sonó metálica en su boca, cargada de odio y deseo homicida.
El pecho del marino subía y bajaba con intensidad; sus pulmones trataban de abastecer a una cansada musculatura del preciado oxígeno.
De pronto, lo impensable: de la boca del Capitán salieron las palabras que apunto estuvieron de hacer estallar el polvorín.
Cuando Le Noir agarró a Harold, Abraham, como movido por un resorte, dio un paso al frente para hacerle frente. Sus ojos, sin embargo, no brillaban con la debida determinación; simplemente no terminaba de comprender qué estaba pasando.
Por suerte, la sangre no llegó al río y el agua volvió a su cauce. No obstante, los Casacas aguardaban en una tensa espera a que Harold explicase su última orden.
A Quinn jamás se le hubiese ocurrido cuestionar una orden directa, mas en en esta ocasión, también él miró al Capitán, expectante.
No lo dudaba, tenía que haber un motivo. Siempre lo había.
Harold fue y siempre sería un pirata. Eso quería decir que para él no había más ley que su propia palabra, y una vez esta había sido empeñada, nada podía romperla.
- Seguro que hay un motivo...
La bruja de ébano permaneció estirada en el suelo sin sentido durante unos largos minutos. Durante unos instantes, su cuerpo quedó tan flojo y vencido que algunos hombres temieron por su vida. Harold se acercó hasta su confidente y con gesto serio permaneció durante un largo rato a su lado.
Habría que arreglar varias cosas y llegar a acuerdos para poder proseguir el viaje con viabilidad, pero el corsario se mantenía junto a Calypso como si ésta fuera de vital importancia para cada una de sus pesquisas.
La mujer se sumía en un sueño profundo y al parecer plácido, pues mostraba una mueca sonriente como si por fin, todos los entes que la habitaban hubieran hallado la paz y el equilibrio en su interior.
Súbitamente, su cuerpo se arqueó al tiempo que aspiraba con fuerza una bocanada de aire. Era como resucitar, como volver de entre los muertos, como ese niño que sale del útero de su madre y eclosiona en un llanto cargado de vida y vitalidad.
Los ojos de la mujer recuperaron su color y brillo habitual, sonriendo por ver al hombre que amaba a su lado. Tras coger la mano de Harold, se alzó. Se encontraba bastante reconfortada a pesar del terrible esfuerzo realizado. La magia en ella era poderosa, pero además se regeneraba a una velocidad tan rápida como inquietante. Miró a los Casacas Negras y les sonrió.
Sabía que no era santo de su devoción y era normal. La temían. Estaban aterrorizados del poder que atesoraba. Pero aquello no era un don, era una remota maldición. Los espíritus que la usaban de morada, jamás permitirían que muriera, al menos hasta que encontraran otra carcasa que ocupar. Calypso lo sabía y por eso debía darse prisa en tener descendencia. La sangre y el destino eran uno para la bella mujer. Ella sólo alumbraría niñas, y éstas tendrían su don...
Disfrutó con el zoco de hombres que se originó sobre la cubierta del Infierno. El olor a muerte, no le molestaba, pues ella en ocasiones moría para volver a vivir. La sangre, el sufrimiento y el terror, desprendían un almizclado aroma dulzón que la atraían. Aquella noche copularía con el capitán y quedaría encinta.
Rió cuando el capitán del Chassour fue ajusticiado. Odiaba a aquellos oficiales emperifollados, pues le recordaban a sus días en Martinica, a los días de dolor que hombres como aquel que moría le habían ocasionado, pero cuando más disfrutó fue cuando LeNoir estalló ante la orden de cambiar de rumbo de Harold. Aquel ser turbio y sombrío, se movió pesadamente sobre el maderamen de la nao para reprender a su amado capitán.
Ofensas y amenazas. Sólo poseía fuerzas para eso. Calypso rió entre dientes. Pero aunque se acababa de jugar la vida, la muchacha sabía que no debía morir... al menos de momento.
Esta noche fiesta con el capitán... Muajajajajajajajajajajaja!!!!