Partida Rol por web

Pel camín de Mieres

De usos, de costumbres, de rasgos, de mores que marcan el devenir cotidiano

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13/06/2018, 12:14
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La Jerarquía Social


 

LA ÉLITE… Y LOS DEMÁS.

   Como bien dijo el sabio Adalberón, santo obispo de Laón a principios del siglo XI: “La casa de Dios, aparentemente una, está dividida en tres: los unos rezan, los otros combaten, los otros trabajan (…); es así como la ley ha podido triunfar y el mundo gozar de paz”. Tres pues son los grupos en los que están dispuestos los hijos de Adán: nobles, clérigos y plebeyos. Los primeros son los defensores, los guerreros. Los segundos, los intermediarios de Dios para asegurarse Su Divina Gracia. Los terceros…, los que alimentan a los otros dos y sobreviven con las sobras. Gran controversia hay entre los primeros y los segundos sobre cuál debe erigirse sobre el otro, pues si los nobles argumentan que el mayor de todos ellos es el rey, y al rey lo elige Dios, los segundos lo rebaten diciendo que más poderoso que los reyes y los reyes de reyes (es decir, los emperadores) está el Santo Papa de Roma, el único de los mortales en comunión directa con Dios, ya que en torno a él gira la creación toda: el Sol y las estrellas dan vueltas en torno a la Tierra, que se encuentra en el centro del universo.
En el centro de la Tierra está Roma y, en el centro de Roma, el Papa. Y Nuestro Señor tiene los ojos fijos en él. Reyes y nobles argumentan que pese a dicha comunión sagrada no sería, desgraciadamente, el primer Papa o clérigo de menor rango el que se muere por culpa del filo de una espada poco creída o vilmente envenenado o de un mal de barriga mal curado. Y si todas estas cosas pasan, sin duda, es porque Dios lo quiere.

   Mientras nobleza y clero discuten sobre la superioridad terrenal de los rezos sobre las armas, el resto, la chusma, la inmensa mayoría de la población, trabaja para ellos. Y ya dijeron los paganos (y refrendaron los primeros cristianos) que no hay nada que vuelva más vil al hombre que trabajar con las manos. No pueden, los plebeyos, lucir ricas pieles, ni brocados púrpuras, sino portar telas y tejido basto sin teñir: de tonos crudos (aún hoy en día, está prohibido vestir de marrón en las recepciones de las Casas Reales…, y es que hay cosas que nunca cambian). El plebeyo villano no puede comer carne de caza, puesta por Dios para alimento de la nobleza guerrera, que necesita bien alimentarse para mantener su labor de defensa. Por el contrario, los privilegiados deben abstenerse, aun en caso de gran necesidad, de comer comidas groseras, como puerros, ajos, cebollas y otras “viscosidades” semejantes (tal como indica la regla 17 de la orden de los Caballeros de la Banda).

   Pero no todo es tan sencillo, que si discrepancias hay, como se ha dicho, entre la élite de elegidos, también las hay entre los plebeyos, que los hay en este nuestro siglo que se han enriquecido y se comportan con más orgullo del que debieran, pese a haber mal ganado sus dineros con el vil y enjuino oficio del comercio. Veamos cada uno por separado.

 

NOBLEZA.

   Se conoce a la alta nobleza como los “señores de la alta justicia”, ya que tienen la obligación de velar por la seguridad de las gentes de su feudo y, para mejor cumplir tal función, se les otorga poder sobre la vida y la muerte de sus vasallos, debido al famoso Ius maltractandi. Para representar esto, y que todo el mundo se dé por enterado, suele estar bien visible, en el centro de su dominio, un cadalso donde ahorcar, como si de fruta madura se tratara, a los que la ley no respetan. Lo que mayormente hay, en la Península, son condes, vizcondes y barones, que duques y marqueses escasean y no poco.

   Si lo primero es escaso, lo segundo, lo bajuno, la baja nobleza, hay en demasía. Muchos hijosdalgo, infanzones que apenas tienen donde caerse muertos, que del apellido no se come. Demasiado caballero haciendo gallardos méritos en las justas o en combate, para conseguir el preciado honor de ser nombrado señor de un castillo o de un pequeño feudo. Pero por cada uno que consigue ese honor, cien acaban muertos en el campo de batalla o, lo que es peor, viejos y tullidos recogidos en un convento de piedras demasiado frías para sus doloridos huesos. Los señores (así como la mayoría de los barones) suelen ser señores “de baja justicia”. Pueden imponer su ley, basada en su capricho o en la costumbre, pero no pueden juzgar delitos de sangre. Tienen en lugar bien visible un cepo en lugar de una horca y el bandido o asesino sabe que, de ser capturado en su tierra, será trasladado a la ciudad o ante un señor feudal superior para dar cuenta de su crimen y que se le aplique la sentencia adecuada. No hay esperanzas falsas ni demasiados refinamientos.

   Ni que decir tiene que señores y caballeros son vasallos de un noble superior, auténtico dueño del castillo en el que residen y del feudo que regentan. Y lo que con una mano se da, con otra que se quita, así que andan prestos como lebreles cuando su amo los llama para que hagan éste o aquel servicio, que es, las más de las veces, irse a buscarle las cosquillas al moro u otro reino cristiano con el que se está en guerra o incluso a algún señor feudal vecino, que las reyertas, en una época en la que el honor lo es todo, son fáciles de avivar y difíciles de apaciguar.

 

CLERO.

   Para Dios todos los que rezan son iguales, desde el digno arzobispo hasta el más humilde fraile. Pero el Señor está arriba y los hombres, abajo, y la copia no es siempre igual al original. Aunque muchas muestras de humildad hagan de puertas para afuera, en el fondo, la mayoría de las altas figuras del clero consideran su cargo como un título feudal más y muchos arzobispos y obispos hay que nunca han pisado su diócesis, han sido ordenados de niños y llevan una vida muy poco casta. Las apariencias se guardan un poco más con los abades de los monasterios, aunque luego pasa lo que pasa, que empiezan a decir que los capones, esos pollos castrados y bien cebados, de carne tierna y mantecosa, no son carne, así como tampoco lo es el cerdo si se arroja del río, pues de él se pesca y pescado ha de llamarse. Y con tales picardías hurtan ayunos y cuaresmas, y sus redondas y bien cebadas panzas dan buena fe de lo tumbaollas que son.

   En el otro lado, los sacerdotes o frailes mendicantes de pies duros como el cuero de tanto ir descalzos por los caminos y que pasan hambre cuando sus feligreses también la pasan, aunque tampoco en demasía, que la religión cristiana reserva a los sacerdotes el derecho de absolución y, si se juzga que el pecado es demasiado grave, bien puede el santo varón exigir dineros o propiedades para pagar misas que alivien la estancia en el Purgatorio del sujeto, quedando la iglesia que él administra bien apuntalada y la familia del pecador, en la ruina, que ve escaparse de entre sus dedos la herencia, mucha o poca, que del moribundo se esperaba recibir. Y tampoco hay que olvidar que los sacerdotes hacen voto de celibato, que no de castidad, por lo que pueden tener manceba más o menos discretamente, pero nunca casarse con ella, que muchos “sobrinos de cura” hay en nuestros lares.

 

BURGUESES Y VILLANOS.

   Hasta entre los plebeyos hay clases, que no es lo mismo un comerciante, maestro gremial o cambista que el artesano humilde aprendiz de su oficio o el que, careciendo de éste, los hace todos y mal, viviendo día a día por un plato de comida, se consiga de donde se consiga (y si se consigue, que cuando el hambre llega, las más de las veces la honradez se va). Aunque todos viven en poblado, a los primeros se les llama habitantes de burgo, es decir, de la zona que rodea al castillo, para demostrar que, si no por cuna, sí por sus méritos o por sus dineros (que en su caso los dos son uno) están cerca de la nobleza. Y burgueses hay que la han alcanzado, pues han casado a sus hijas con miembros empobrecidos de la aristocracia, que cuando la dote es lo bastante cuantiosa, puede saltarse hasta las leyes que Dios ha hecho para los hombres. Los otros, los villanos, son considerados apenas mejores que los campesinos, ya que aunque al menos son hombres libres (cosa que no se puede decir de todos los rústicos) también son ciertas, la mayoría de las veces, sus hambres. Forman la mano de obra que bombea el corazón de la ciudad, como si de su sangre se tratara, que sin sus manos nada se haría. Pero también están entre ellos, como ya se ha insinuado, los parásitos, la hez de la sociedad: los ladrones, las prostitutas y los mendigos. Mala gente de la que ya se hablará cuando el momento llegue.

 

CAMPESINOS.

   Los más pudientes entre ellos, los colonos, son los que han aceptado la oferta del rey de irse a tierras recién conquistadas por los musulmanes. No es negocio baladí: por un lado, la amenaza de las algaras de los infieles; a cambio, ser dueño de su propia tierra y no depender de los caprichos de un señor feudal. Y si la cosa sale bien y la frontera se desplaza al sur, sus hijos tendrán una vida más holgada, aunque con el tiempo siempre tengan que acabar pagando algún que otro diezmo a ésta o aquella orden militar. Los que deciden no arriesgarse y se quedan en el norte han de jurar vasallaje a un señor feudal, y entregarle tributo, tanto en especie (una parte de la cosecha) como en trabajo, que cuarenta son los días que puede exigir el señor para que trabaje gratis para él su vasallo.

   Peor lo tienen los siervos de la gleba (pagesos de remença en Cataluña, pecheros en Vizcaya, que los nombres varían aunque todos sean lo mismo) que forman parte de la propiedad del señor feudal y son comprados y vendidos junto con la tierra en la que trabajan, aunque técnicamente son hombres libres, pues un cristiano no puede tener a otro como esclavo. Delicado eufemismo, cuando, si un siervo trata de huir de su tierra y del férreo dominio del señor feudal durante mil días, no es delito matarle, lo haga quien lo haga. Que ya lo dicen los sabios doctores de la Iglesia: “A los que no conviene la libertad, Dios misericordioso los destina a la servidumbre”. A lo que los campesinos, siempre descreídos y bastante paganos (que no olvidemos que la palabra viene del latín pagus, es decir, campesino) contestan entre dientes y por lo bajito: “Mientras Adán araba y Eva hilaba… ¿Dónde estaba el noble?”. Respuesta hay para eso (que la Santa Madre Iglesia las tiene para todo) y de ello luego se hablará

 

ESCLAVOS.

   Los esclavos, musulmanes o negros, son en cambio objeto de lujo. Se les enseña un oficio o a servir como criados y son muy cuidados y apreciados. No hay esclavos judíos, ya que todos los judíos son, técnicamente, propiedad del rey. Un esclavo puede acceder a su libertad si declara querer hacerse cristiano. Pero como ello depende de su buena fe, y si la tiene buena o mala depende de lo que diga su amo, sumando además que como esclavo vive mejor que como hombre libre, pocas son en verdad las conversiones que se logran. Alguno hay que intenta huirse hasta su tierra, más allá de la frontera cristiana y, muchas veces, lo ayudan las comunidades mudéjares (es decir, musulmanes que viven en territorio cristiano). Peor lo tienen los de piel negra, que se distinguen como una mosca en un plato de leche. Poca piedad se puede esperar por parte de los amos si los esclavos son capturados, que lo menos que se les hace es desollarles las espaldas a latigazos o cortarles una oreja, para que todo el mundo sepa que es esclavo poco sumiso y nada de fiar.

 

LA SOCIEDAD MUSULMANA.

   También dividida por estamentos como la cristiana, tiene como principales diferencias que la clase alta suele estar formada por grandes funcionarios, es decir, por la gente que lleva el reino, aunque las más de las veces los cargos les sean concedidos por su familia y contactos que no por sus méritos y pericia. Con todo, suelen ser más cultos que sus homónimos cristianos. En la otra punta de la cadena, los esclavos son mano de obra barata y, por lo tanto, muy utilizada, aunque pueden llegar a alcanzar grandes cargos al servicio de los poderosos (en tal caso se les suele castrar, para asegurarse su fidelidad al no poder engendrar descendencia).

 

LA SOCIEDAD JUDÍA.

   Propiedad de los reyes (que sus buenos dineros les cuesta), encerrados en juderías que son su cárcel y su protección, sin derecho a poseer tierra (atrás quedaron los años de las pueblas judías, pequeñas villas formadas exclusivamente por enjuinos ), los hebreos son por obligación urbanitas. Los hay ricos y poderosos, que prestan dinero (con usura, cosa prohibida por la religión cristiana, que sólo acepta el dejar dinero sin interés, de amigo a amigo) o que tienen grandes negocios, a menudo comerciales con el moro, que al ser ambos enemigos de Cristo, bien que se entienden. Y los hay que trabajan para ellos, gentes más humildes. Pero el roce hace el cariño y el escaso espacio que dejan los muros de la judería hace que, al menos de puertas para afuera, todos vivan en más o menos armonía. Algún judío especialmente pudiente puede que tenga un esclavo moro, como criado de lujo o incluso guardaespaldas, pero son casos relativamente raros.

 

 

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15/06/2018, 18:58
Director

NUBERU.

 

   En Asturias también lo llaman ñuberu, renubeiru, escoleres o negrumante. Pariente del renubero leonés, el nubero cántabro o el tronante gallego, tiene el aspecto de un hombrón grande, feo y muy barbudo, vestido de pieles de carnero, cejijunto y calado siempre con un gran sombrero negro. Tiene muchos dientes, muy apretados el uno junto al otro, y sus ojos son rojos, y brillan como brasas en el fondo de unas cuencas tan hondas que parecen agujeros. Cabalgan sobre las nubes, haciéndolas chocar unas con otras y provocando así las tormentas, y nada les gusta más que soltar una buena granizada para fastidiar las cosechas. Son amigos de las llavanderas, y al igual que éstas odian el fuego, y siempre que pueden tratan de apagarlo con una oportuna tormenta. No es raro ver trabajar conjuntamente, si el incendio es muy grande, a una llavandera y a un nubero.

   A diferencia de otros parientes suyos, gustan de bajar a tierra de tanto en tanto, aprovechando las nubes bajas, para estirar las piernas y charlar con los amigos. Pues no son tan malvados como en otras regiones, y hasta pueden llegar a hacer amistad con algún humano al que su feo aspecto no le espante. Tienen como rey a un tal Juan Cabritu, el más poderoso entre ellos, del que ya hablaremos mejor en otra ocasión.