Seguía atendiendo a la conversación con el mendigo. Al pasar Agustí por mi lado le lancé una mirada de reproche, pues me pareció que había sido bastante desagradable con el hombre y no nos había dado motivos para ello.
Sin embargo esbocé una pequeña sonrisa al escuchar a Gonzalo aludir al ratoncito de esa manera tan graciosa.Típico de Gonzalo.
El grupo continuó la marcha, mientras conversaban animadamente, conociéndose mejor. Si bien era cierto que la mayoría trabajaban juntos en el castillo del Barón, no todos habían hecho amistad entre ellos, por lo que el viaje iba a ayudar a limar cualquier aspereza y a aumentar ostensiblemente el grado de relación entre todos los presentes.
El nuevo miembro del grupo parecía de todo menos peligroso, y las reticencias iniciales sobre su compañía fueron desapareciendo con el curso de las horas. Simplemente, iba a Barcelona, y prefería andar el largo camino en compañía que en solitario.
Quien no se mostró en absoluto receptivo fue Charles de Lupo. Inaguantable, solamente se dirigía a los presentes para darles órdenes con altivez, permaneciendo el resto del tiempo en silencio sepulcral. Incluso dejó patente que le molestó el intento por parte de sus dos monjes de entablar conversación en el grupo, y bastó una mirada fulminante para que desistieran de dicho propósito.
Y lo peor no era su insoportable prepotencia. El Barón había dado recursos suficientes para pagar alojamientos decentes para todo el grupo, dado el cariz de la misión. Sin embargo, en las posadas, reservaba buenas habitaciones para su persona, mientras que con un desdeñoso gesto de la mano y unas palabras amargas, indicaba a los distintos posaderos con los que os encontrasteis por el camino que os hacinasen en la sala común, como si no tuvieseis derecho a nada mejor.
A más de uno se le pasó por la cabeza cortarle la prepotencia a la altura de la nuez con una espada bien afiladita, pero de entrada ninguno se atrvió a atentar contra un hombre de fe, aunque no sería por falta de ganas.
Hasta la cuarta jornada de soporífero viaje no se dignó a hablar con el grupo, y fue para soltarles un insoportable e interminable sermón sobre las virtudes y magnificencias de su señor, el Papa Luna. Tan tedioso fue el susodicho discurso que hasta a otro hombre de fe como era Hernán se le pasó por la cabeza recomendarle que si tanto le gustaba su señor, se diese la vuelta para enviarlo de una patada de vuelta con él. Pero de nuevo, el cariz de la misión amarró más de una lengua viperina deseosa de contar cuatro verdades.
Por fin, al quinto día de lento viaje, uno de los monjes que acompañaban a Charles señaló hacia el frente, y comenzó a gritar con júbilo: ¡Barcelona! ¡Barcelona a la vista!
Habíais llegado a vuestro destino.
Fin de escena :)