Habían transcurrido unas horas desde el extrañísimo episodio acaecido en la cueva. Tras susurrarle al resto de los compañeros lo poco que sabíais que había sucedido en la cueva, se prosiguió la marcha en silencio. Cada vez se aproximaba más el momento en que habríais de encarar al Papa de Peñíscola, y cuanto más próximo se veía, más miedo surgía en vuestro interior ante la posible reacción del Papa.
Por fin vislumbrasteis la imponente fortaleza de Pedro Luna, el Papa Benedicto XIII. Unos cuantos guardias bien pertrechados os dan el alto.
-¿Quién vive?- pregunta uno de ellos a viva voz.
- Richard MacCormac, Barón de Amposta y súbdito del Papa Luna. Solicito audiencia con su ilustrísimo Papa Benedicto XIII.
No era la primera vez que el Barón peregrinaba a Peñíscola a visitar a su otrora amado Papa, así que uno de los guardias lo reconoció al momento de presentarse. Las puertas del castillo se abrieron para él. Un guardia salió por la puerta armado con una especie de lanza bien lustrosa y afilada, y se aproximó al grupo, que aguardaba pacientemente.
-Ya sabéis las normas de Su Ilustre Papa. Las armas han de quedar aquí, a la puerta, bajo nuestra custodia.
Se hizo a un lado e indicó una pequeña sala a la entrada, lugar en el que os indicó que debíais dejar vuestras armas.
Si alguno pretende ocultar un arma entre sus ropas, habrá de hacer una tirada de Ocultar (y sacar menos que lo que saque yo en una opuesta de Buscar por parte de los guardias).
Si no ocultáis nada, os paso directamente ante Benedicto XIII.
Desato la cinta de mi espada y la dejo, sin sacarla de la funda, en el lugar indicado por los guardias. Durante estos últimos meses me he sentido algo dependiente de mi arma, pero pienso en que las posibilidades de necesitar de ella en el interior de este recinto son muy bajas.
Deposito mi arma en la puerta sin decir nada. Se por experiencia que tampoco me serviria de mucho dada mi poca experiencia con ella. Confiando en el poder de las palabras espero que el baron y el papa se entiendan sin llegar a las armas.
Espero a que los demás especifiquen si esconden el arma o lo dejan en la puerta. Si no se lleva arma, que se diga para no esperar por nada.
- Lo que ordenen vuesas mercedes.- Dijo el mendigo sumisamente. Apoyó el nudoso cayado contra el muro y entregó el cuchillo que guardaba en el zurrón.
Con paso canso debido al largo viaje a caballo me acerco hasta donde esta el guardia apoyandome en el cayado se que esto en otras manos podría considerarse un arma le digo amablemente dando un leve golpe con el cayado en el suelo pero como verá apenas soy capaz de andar, como para alzar este cayado como arma. Además estamos en casa del máximo enviado del señor en la tierra, ¿acaso se le negará aquí su apoyo a un pobre anciano?
Se que no viene a cuento, pero no he podido evitar hacer la referencia al señor de los anillos xDDD
Durante las horas de camino hacia Peñíscola, Gonzalo había deseado preguntarle a su noble señor lo ocurrido en la cueva. No era curiosidad lo que movía al muchacho, si no esclarecer y poner fin al temor que habñia nacido en su interior al experimentar la desaparición de McCormac y su regreso bajo aquella apariencia envejecida.
Pero el rostro ausente que mostraba su señor, no le animaba demasiado a recuperar el recuerdo de lo sucedido en aquella cueva...
Llegaron a la majestuosa construcción del Papa de Peñíscola y, si bien Gonzalo ya se había deslumbrado al entrar en la fortaleza de su señor tiempo atrás, tener la posibilidad de adentrarse entro los muros de aquella fortaleza, provocaba el el antiguo ladronzuelo una hormigueo en el estómago.
La guardia del lugar obligó a la comitiva a dejar sus armas en la garita de guardia de la entrada. El "Rata" estuvo tentado de esconder su cuchillo en una de sus botas... No sabía qué podía suceder en aquel lugar, y después de su visita a Barcelona, nada era de suponer que fuera a ser tranquilo.
Pero la mirada dura e inquisidora de aquellos guardias, desanimó a Gonzalo a tentar la suerte. Sería mejor no jugar con el azar y dejar todas sus armas en la garita.
Dos guardias armados con sendas alabardas os conducen a presencia del Papa Luna. La sala es puro fausto y lujo: grandes y pesados cortinajes cubriendo los luminosos ventanales, exquisitas alfombras ricamente elaboradas, y unos cuantos y pesados muebles de bien trabajada madera. Sobre una mesa reposan deliciosas viandas cuidadosamente preparadas para el deleite de un goloso Benedicto XIII y sus no menos tragones hombres de confianza.
La sala en que se halla recibe el nombre de "Salón del Cónclave". Sentado en su pesado trono se halla el Papa Luna. A cada lado del prohombre se encuentran sus hombres de confianza: Julián de Coba, Jimeno Dahe, Domingo de Bonnefoi y Jean Carrier). Y ligeramente escondido tras el trono, como queriendo no mostrarse demasiado visible ante vuestra presencia, se halla el "bienamado" Charles de Lupo, vivo, libre y orgulloso de su logro... Aunque acobardado ante la más que probable ira de sus antiguos compañeros de viaje.
A cada lado de la estancia hay una innumerable cantidad de ballesteros de rostro ceñudo y mano en la empuñadura del arma. Dejar las armas fuera no había supuesto ninguna diferencia. Con o sin ellas, no era el momento para tonterías o heroicidades, bajo la amenaza de acabar más agujereado que el alfiletero de un sastre.
Veis al Papa de Peñíscola bastante menos desmejorado de lo que os imaginabais. Para tener 95 años se nota que ha llevado una buena vida. Poca gente llegaba a aquella edad, y menos tan saludable como aquel vejestorio tan bien conservado que teníais delante.
El Barón no le deja ni saludar. En cuanto entra por la puerta, clama por explicaciones.
-Me habéis engañado, mi señor. No me puedo creer que hayáis abusado de la confianza del más fiel de vuestros defensores. ¡Me siento ultrajado, utilizado! ¡A fe mía que se hacen necesarias explicaciones! ¿Cómo habéis podido utilizarme de forma tan rastrera y miserable después de tan buenos y fieles servicios que os presté en el pasado?
Parece ser que la innumerable cantidad de ballesteros presentes no han acobardado ni un ápice al Barón Ricardo. Tenía que decir algo, venía a por explicaciones, y no aguardó un instante para hacer patente su búsqueda de éstas. Su voz apremiante rugió como un trueno en la estancia, y no hubo persona en la sala que no se volviese a mirarlo.
Sin embargo, el Papa no pareció encogerse un ápice ante el rugido de su ultrajado servidor. Ufano, se arrellanó en su trono, posó sus dos manos en torno a su prominente barriga, y comenzó a hablar con toda calma y pasividad. Incluso se atrevió a esbozar una ligera sonrisa un tanto desdeñosa. Parecía divertirse con todo aquello.
-Mi buen Barón Ricardo, parece que has olvidado quién soy yo. Como máximo representante de Dios en la Tierra, ¿desde cuándo he de rendirle cuentas a nadie? Y menos, creo yo, a un simple hombre que ya hace tiempo ha dejado de servir a su Dios como bien se merece.
95 años. Casi un siglo habían vuelto a Benedicto XIII más intransigente que nunca. Sin embargo, su aguda inteligencia y su punzante y elaborada dialéctica aún seguían intactas.
El barón lanza un sonoro suspiro de pesar. Por unos instantes baja la cabeza, triste, para alzarla después con firmeza y seguridad. Orgulloso, el gigantón pelirrojo toma la determinación de pronunciar las palabras de ritual de rotura de vasallaje. Dichas palabras habían sido catalogadas como tal por Alfonso X el Sabio. El barón las pronunció sin titubear:
-Señor Don Pedro de Luna, yo, Ricardo, ricohombre, besoos la mano, y de ahora en adelante ya no me llaméis vuestro vasallo.
Veis al Papa palidecer ostensiblemente, mientras los ojos se le salen de las órbitas. Sus hombres de confianza, a cada lado del trono, se agitan inquietos. Los soldados se aferran a sus armas... Y vosotros tragáis saliva. De sobra conocéis, sobre todo Hernán de Gamboa, que no hay insulto mayor que se le pueda hacer a un noble, ya que es considerarlo indigno de los servicios que se le prestan.
Habíais oído alguna vez sobre sucesos de este calibre. Cuentan las malas lenguas que la forma tradicional de anunciar una rotura de vasallaje es hacerlo por delegación, ya que aquel que rompe su vasallaje no está protegido por el derecho de embajada, y a aquel que pronuncie la cortés fórmula de descortesía no es extraño que se le vea acabar el día con dos manos y dos pies de menos, eso entre otras cosas...
Sin embargo el Barón se muestra como el paradigma de la tranquilidad. Ante los momentos de estupor más que patentes, se gira hacia vosotros y pronuncia a voz en grito unas soprendentes palabras:
-¡Lo siento, pero me juró que quería vuestra VIDA, no vuestra MUERTE!
Un momento de silencio. Toma aire, y eleva la voz por encima de los murmullos:
--¡SARIEL! ¡CUMPLE LO PACTADO!
Y el gigantón pelirrojo desaparece, como si jamás hubiese estado allí, dejando tras de sí un leve olor a humo, como de leña mojada...
Los guardias se lanzan sobre vosotros al grito del Papa de "¡Cogedlos vivos!". Su desgarrador grito, desesperado, hiela el alma de todos los presentes. Jamás se había sentido más humillado que en aquel instante. Su ira es evidente. Su ira...
Antes de que podáis hacer nada, antes siquiera de que sus esbirros puedan rodearos, se lo piensa mejor. Con su báculo, el báculo de San Pedro, golpea el suelo tres veces con furia desgarradora. Él es el enviado de Dios sobre la Tierra, y grande es su Fe... Los golpes resuenan contra el suelo como si se tratase de mazazos contra un suelo de bronce... Y es lo último que recordáis antes de caer al suelo, inconscientes.
Y así es como termina este capítulo de las andanzas de los siervos del Barón Ricardo. Cae el telón por ahora, pero esto no es ni mucho menos el final de esta historia. Más bien es el comienzo...
FIN