El sonido intermitente de las gotas de agua al caer eran la única medida del tiempo allí y la única forma de entenderlo para él. Por ejemplo, podía contener la respiración fácilmente 15 gotas de agua, pero habitualmente respiraba dos veces en cada gota. En realidad, tampoco tenía demasiada importancia en este momento, pues el Cazador llevaba esperando éste muchas gotas de agua.
Llevaba un rato sin moverse ni lo más mínimo, a saber, un puñado de gotas. Un puñado grande. Permanecía en tensión, en la misma postura incómoda aguardando el momento exacto y preciso. El Cazador sabía aguardar. El Cazador sabía reconocer el momento adecuado.
Cayó otra gota de agua y se estremeció de parte a parte. Su presa estaba ya muy cerca, había mordido el cebo que había puesto e iba a caer de lleno en su trampa. El Cazador sabía. Sabía que su presa estaba en el lugar más peligroso... en el filo de la navaja.
Solo saber que estaba apunto de conseguirlo le hizo relamerse, aun sabiendo que eso rompía su vigilancia inmóvil.
Only Vips Allowed
Llegó el momento. El momento preciso. El momento exacto. La presa estaba solitaria, aislada e indefensa. La presa estaba muerta, solo que aún no lo sabía...
La tosta de avena, dura como un guijarro por el inclemente paso del tiempo, cayó con violencia inusitada, como el martillo de un dios inclemente, como el último intento de un moribundo. Se oyó un ligero crujido, solo eso. Un crujido de una levedad tal que, lejos de hacerlo tranquilizador, lo hizo terrible e inhumano: el chasquido de los pequeños huesos del ratón al quebrarse en el golpe.
El Cazador sonrió. La suya no era una sonrisa normal. Era un brillo febril, una mueca demente. Pero no expresaba crueldad, solo satisfacción. Una satisfacción no mesurable, la satisfacción infinita de aquel que lleva planificando algo demasiado tiempo y, tras haber perdido la fe y la esperanza y haberse sustentado solo de obsesión, logra finalmente su objetivo primigenio...
... pero el Cazador no tenía tiempo para pensar cosas tan abstractas. Se abalanzo sobre su presa, ahora inerte, con la voracidad de una jauría de perros de presa. Hoy comería carne. Lo agarró por la cola y lo contempló con ojos chisporroteantes como una antorcha, tan brillantes que casi podían suplir a una. El pequeño y difunto roedor osciló como un péndulo bajo la atenta mirada del Cazador, que se lo introdujo entre los dientes con una lentitud gozosa.
Sono otro crujido, esta vez húmedo, y los dientes del Cazador se tornaron rojizos...
... y el Dios Negro habló y su palabra era la muerte. La madera se astilló con su mera presencia. Las paredes se derrumbaron cuando las señaló. Las plantas se marchitaron a su paso. Los animales exhalaron su último aliento entre estertores de dolor. Y comprendió entonces que no había nada que pudiera protegerle de él. Le encontraría en la más profunda de las cuevas. Le seguiría a la más remota de las islas. No habría nada que pudiera detenerle: ni piedra, ni acero, ni adamantium. No habría arma que pudiera destruirle.
Y supo que estaba allí con él, los dos solos. Sintió su presencia inmunda y le oyó acercarse. Quiso huir en un futil intento. El último. Pero Él ya estaba allí. Le agarró con mano de hierro. Le obligó a mirarle a los ojos. Y allí vió promesas de dolor. Solo dolor... un dolor infinito...
El chirrido de una puerta podrida por la humedad le despertó, le sacó de ese sueño horrible, de esa locura. Suspiró aliviado al tiempo que un haz de luz insuficiente se colaba a través de la puerta entreabierta y le iluminaba los rasgos. Puso la mano en el suelo dispuesto a incorporarse... —¿Por qué el suelo?— y notó la humedad. Agua estancada... y de fondo, ese goteo infernal e inacabable.
Levantó la cabeza, aún sin incorporarse, pero no miró a la puerta. Temía qué podía encontrar. Oyó una respiración lenta y profunda, demasiado profunda. Una expiración tranquila que pareció extenderse minutos enteros. Olfateó, como haría el Cazador. Cualquier cosa antes que mirar —¿Qué temes?—. Pero ya no había Cazador. No entendió, se sentió perdido un instante. Olía a putrefacción, a hacinamiento. Un destello de agonía le cruzó la mente, una punzada de recuerdo. —¿Quién eres?—. No sabía.
Una pisada poderosa le sacó de su ensimismamiento. Huyó a ningún sitio. Mentalmente, ya que físicamente no podía. Algo tiró de él y le retuvo en el sitio. Cadenas —¿Dónde estás?—. No quería recordar. No era real. Tan solo un sueño, un mal sueño. —El Dios Negro castiga a quienes no recuerdan—. Recordó. Se arrepintió de inmediato.
Supo dónde estaba. Supo por qué. Supo qué temía... pero no supo quién era... sólo quien estaba con él.
Alzó la vista y le vió de nuevo, como si nada hubiera cambiado. Una enorme sombra. El Dios Negro. El Emperador Negro. Se acercó, llevaba algo con él. —No quieres ver que es—. Le obligó a mirar. Se lo enseñó con premeditada lentitud, con inusitada crueldad.
Supo lo que era de inmediato —Un excruciador—Le susurró un recuerdo remoto. —Una promesa—.
Una promesa de dolor... Dolor infinito...
Excruciador: "Una espeluznante diversidad de cuchillas, agujas neurales, productos químicos, drogas, tenazas térmicas..." y otros dispositivos de gran utilidad en tareas de exquisito gusto.