La idea de no tener que pasar por aquello sola era estupenda. Estaba embarazada y no iba a tener que hacer un viaje secreto al extranjero para solucionarlo; en vez de eso llamó a su madre para contárselo, ella se alegró y Verónica estuvo un rato al teléfono mientras su madre lloraba y escuchaba de fondo a su padre preguntar qué pasaba, enfermo de preocupación.
Podía hincharse a gusto, dejarse mimar y quejarse de tobillos hinchados. Se convirtió en una mamá de peto vaquero y ella sola pagó la educación superior de los hijos de la dueña de una tienda premamá. Ni siquiera se paró a considerar qué le parecía a Horacio todo aquello, de tan entusiasmada que estaba con su segunda oportunidad. Parecía ocupado cada vez que había alguna visita al médico y no hacía esas cosas de hablarle a la barriga, pero una Verónica pre-hormonal habría pensado también que era una cursilería. De algún modo, cada vez que le daban las buenas nuevas a alguien Verónica empezaba a emitir luz como una lámpara de mesa y Horacio parecía apartarse un poco para dejarle sitio a su brillo. Y por qué no, pensaba ella. Cuando sea su útero, se llevará él el protagonismo.
No todos los momentos del embarazo fueron bonitos ni divertidos, precisamente. Ni a nivel fisiológico ni cuando le sugirieron que practicase con los hijos de Horacio. El parto en especial fue como una representación de Riverdance en sus bajos, pero el pequeño Fernando valió todo aquel sufrimiento una vez que estuvo limpio y perfumado.
Verónica volvió a casa con un bebé en brazos y un subidón de oxitocina. Sin enfermeras que se encargasen de Fernando cuando había que cambiarle o lloraba toda la noche ya no le parecía tan adorable, pero interpretó el papel de madre abnegada lo mejor que supo. Lo de derrumbarse nunca había sido lo suyo.
Verónica era una madre entusiasta, el pequeño Fernando era por lo que vivía, era su vida. Ella misma no se creía que pudiera querer tanto a un pequeño ser que por ahora, siendo objetivos, no había hecho mucho más que comer y llorar. Pero aquel ser provenía de ella y verlo crecer y conocer el mundo era una experiencia única.
Habían planeado pasar las primeras navidades del pequeño en casa de los padres de ella. La relación con ellos había mejorado mucho desde el nacimiento del bebé. Habían tenido pequeños roces con respecto a la relación con Horacio pero todo aquello cambió cuando se convirtieron en “abuelos”. Se morían de ganas de estar con su nieto durante las fiestas y Verónica decidió llegarse un par de días antes con sus padres para arreglar todo y preparar todo lo preparable. Todos esperaban la llegada de Horacio con el pequeño Fernando. Pero estos nunca llegaron.
Verónica no se acordaría de que estaba haciendo cuando le dieron la noticia. Llamaban del hospital…Horacio había tenido un accidente…un coche había cruzado por donde no debía y los había arrollado. Horacio tenía contusiones por todo el cuerpo, varios huesos rotos y un traumatismo en la cabeza bastante feo, pero sobreviviría, no así el pequeño Fernando.
El anterior post te ha salido muy inspirado
Nunca pudo recordar exactamente qué estaba haciendo cuando sonó el teléfono, y por algún motivo nunca llegó a preguntárselo a su familia. Estaba bastante segura de que estaba discutiendo con su madre, y había reducido las opciones del tema de la discusión al modo en que habían amueblado Horacio y ella el dormitorio y a la decoración navideña, porque con su madre casi siempre discutía acerca de muebles o decoración navideña. Pero lo cierto es que era incapaz de acordarse; cualquier ejercicio de memoria que pretendiese recrear aquel momento traía consigo, como un torrente, los recuerdos de todo lo que vino después. Y ya era imposible acordarse de qué estaba haciendo entonces, en el presente o hasta de qué día era.
Sí que recordaba la cara de preocupación de Sofía hija al avisarla de que la llamaban por teléfono, o tal vez sólo pensara recordarla, de tantas veces que la vio con esa misma cara al mirarla en los meses que siguieron. Recordaba que la voz del otro lado era amable, aunque no lo que dijo exactamente, y sabía que había dicho algo en voz alta porque su padre se había acercado, salido de quién sabe dónde, preguntándole que qué accidente, que si estaban todos bien.
Luego carretera, con una parada en la cuneta para vomitar, y el hospital. Otra cosa que Verónica no recordaría nunca (aunque podría suponer con poco temor a fallar) es el hospital al que llevaron a Horacio y al pequeño Fernando; ni el nombre, ni los pasillos, ni la fachada, ni los médicos. Su madre tomó el control y habló con los médicos. Al fin terminó de formarse la idea en su cabeza: su hijo estaba muerto. Entonces preguntó estúpidamente qué había pasado con el coche, y aún hoy algunos días que no puede dormir es por el arrepentimiento porque esas fueran las primeras palabras que dijo después de que le dieran la noticia.
Después, otra laguna, y resultaba que la pared que llevaba un rato mirando era la del dormitorio de casa de sus padres. Hubo un entierro con un ataúd pequeño y un padre escayolado, un par de días después. En el cementerio del nicho. No le había dicho más que tres frases a Horacio, y éste no había puesto ninguna pega a los preparativos del entierro, de los que se habían encargado los padres de su mujer. Verónica tuvo el primer ataque de pánico de su vida cuando metieron el féretro en el nicho, y creyó que se le iba la vida en el cuarto de baño del cementerio hasta que una prima suya la encontró.
No preguntó quién conducía el otro coche. Se tomó muy en serio su luto: su vida se limitaba, en aquel entonces, en no hacer nada cuando estaba bien y llorar hasta que le dolía la cara cuando no. Con el tiempo logró funcionar de nuevo. Poco a poco, claro.
Cuando pudo levantar la cabeza y mirar a Horacio, él ya se estaba alejando. También había perdido un hijo, pero no tenía una gran familia que lo consolase, sólo el título no oficial de culpable de la muerte de Fernando. Y aunque Verónica lo negaba, y se refugiaba en su pecho, al mismo tiempo pensaba que ella habría sabido dominar el volante y deseaba apartarle. Así que cuando su matrimonio terminó lo aceptó sin rechistar; tampoco habría tenido fuerzas para salvarlo. Y aunque no se divorciaron están a una firma de dejar de existir ante los ojos de la ley como marido y mujer.
Carlota la ayudó. Carlota, la psicóloga. En otro tiempo se habría mostrado escéptica, pero el escepticismo era para mujeres sin hijos o madres con ellos. A ella, en ese momento, sólo le quedaba tristeza y vacío, y por debajo, la esperanza de una vida después de la muerte. De la única muerte que había pensado que importaba.
Vaya, gracias.
Ugh, tochopost otra vez. Lo creas o no, no me gusta extenderme tanto.
Después de un tiempo la vida de Verónica volvió a ser algo “normal”. Volvió a ir al gimnasio y ya empezó a relacionarse de nuevo con el común de los mortales. Hasta entonces no había estado para nadie. De hecho la persona que mejor la conocía y con quien más había hablado era con Carlota, la psicóloga. Como toda buena psicóloga le había recomendado que volviera a hacer vida normal.
La cuestión es que en la actualidad su vida parecía mejorar y normalizarse. Un día se dirigía hasta el trabajo, aun era temprano pero las calles ya disfrutaban de un tráfico de gente considerable que iba al trabajo, cuando alguien se interpuso en su camino. Era un vagabundo. Uno conocido por la zona, solía pedir por ahí cerca y siempre estaba risueño a pesar de su situación. Era inofensivo.
En cambio ahora su expresión era seria y miraba a Verónica con fijeza.
Buenas. Vuelvo a estar por aqui terminados examenes y demás, ya puedes postear en la escena común, te daré acceso ahora.