La mujer se presigna mientras espera que el torno de la puerta del convento gire para entregar las viandas que ha venido a ofrendar como prometiera el verano pasado. Ya está a punto de cumplirse el tiempo de la promesa. Un novenario más y el alma de su esposo descansaría en paz. Mas ganado el reposo in aeternum, ella, joven viuda sin hijos, ha de volver a sus quehaceres diarios.
Debo pasar por la curtiduría, a ver si los guantes de mi señora ya están listos y dejar los botines. Luego ir a avisar al sombrerero pues hay que preparar el obsequio para el Gobernador...
Mientras cavila tales pensamientos, avanza por las calles de la ciudad sorteando hábilmente viandantes y viandas, animales, charcos cuyo contenido prefiere no adivinar. En las calles se mezclan caballeros que no tienen gran reparo en expresar su admiración por la lozana joven en forma de cortejos y requiebros que la hacen enrojecer. Modesta, inclina la cabeza, pues sabe que tal signo no hace sino enardecer las pasiones y, quién sabe, tal vez alguno se decida a cortejarla seriamente. Aún es joven y sana. Puede parir hijos que para algún artesano serían bienvenidos como seguidores de su negocio. Sabe que ha llegado a su destino, pues la calle que ocupa el gremio de curtidores desprende un olor aún peor que el resto de la ciudad.
Al llegar a la curtiduría saluda a los parroquianos y espera a que la atiendan. Entrega el recibo que extrae pulcramente doblado de la bolsita que pende de su cintura, oculta entre los pliegues de la falda.
- Buenos días nos dé Dios, maese Ferrán. ¿Sería posible disponer ya de los guantes de mi señora? Pues los días comienzan a pesar y los añora en sus prácticas de monta.
El aludido asiente y trae el encargo. La doncella lo revisa concienzuda bajo la vista impaciente del artesano que tiene el buen tino de callar, pues si el fallo lo encontrara la señora posiblemente no volviera a recibir encargos. Y siendo el marido criador de caballerías no conviene que se sienta insultada.
- Todo perfecto, maese Ferrán, como de costumbre. Me pide mi señora que aceptéis su gratitud-dice al tiempo que extiende su mano con el precio pactado más un estipendio adicional.
El hombre sonríe y envuelve nuevamente las prendas que entrega a la joven. Si ya fuera viudo, piensa el curtidor, no dudaría en cortejarla... Pero la mujer aún goza de salud a pesar de su vientre seco, más seco y agrio aún su carácter. Se despiden y ella parte a su siguiente encargo. Aún queda para que pueda volver a la seguridad de la casa.
Cuando llegó aquel caluroso día de mayo a donde la Lebrijana, con la sonrisa a todo lo ancho del rostro y los ojos crispados de ilusión, supe de inmediato que a don Diego de Mendoza algo interesante le había ocurrido de camino a nuestra reunión.
-¡Don Diego!- le llamé, señalándole el asiento vacío junto al mío. –Me juego la primera botella de la tarde a que la cara enrojecida no sólo es por el calor. Venga hombre, soltad la historia-
Y así me contó de su encuentro con la de Motrico. Mal rayo me parta si alguna vez entendí que le vio de bueno a la muchacha pero, por su voz y señas, pareciera que Cupido lo hubiera flechado irremediablemente. Jamás lo había mirado tan entusiasmado por proyecto alguno, ni hablar con tanto fervor ni de Dios Padre. El hombre estaba enamorado.
Era un tanto desconcertante ver a un hombre normalmente tan dueño de si, completamente perdido en los encantos de una dama. He visto al Diego atravesar matarifes de lado a lado a sangre fría y cruzar aceros con las más hábiles espadas de Madrid con nervios de acero. Quizá por eso verlo desbaratarse en emociones como un chiquillo pudo conmigo.
-¡Mi buen amigo!- le dije, entre divertido y contento por su suerte. – Me supongo que buscarás un comparsa para esta tarea. Ya sabéis que mi sesera y mi espada están a vuestro servicio, aunque de mujeres se poco y menos.-
Empiné el vaso de vino y lo dejé vacío sobre la mesa. La charla y el licor me habían dejado en un ánimo meditabundo. Me despedí de Mendoza, reiterándole mi apoyo para su conquista y después de dejar algunos maravedíes en la mesa me dispuse a salir de la Taberna del Turco.
Mi nombre es Diego Mendoza, et estimo vuestra infame vida más que lo que vos hacéislo. Dad gracias que andan entre'stas esquinas los mangasverdes, pues evitarían este sinperdón que voy a daros. Que no le veo a vuecencia, si así os hacéis llamar delante de las damiselas, ni sarto ni puntapié, ni hombría ni lengua sana.
Tomad la ropera, os digo, o la chanfaina que tengáis al costado, et apretaros ese vil coleto cuero de perra como la madre de tal vos, ¡Matasiete!, ¡que os ensartaré medio palmo de acero entre los higadillos como si pintaran negros bastos para vos! Et no digáis que no vos lo dije, que no habrá curas ni perdones, sino tan sólo el honor y la espada.
¿Sabéisme ya quien soy? Con mal naipe habéis dado, pues querréis antes el guarda amigo de Casa y Cáercel de San Salvador en el vuestro cuello antes qu eel filo de mi Guadaña, que así apellido a mi valiosa, en los vuestros ojos. ¡Pardiez! ¡Sacad ya la guardamano, que me altero! ¡Sacadla ya de una vez, que'ncontrario vos dejo sin el honor de todo hombre et por derecho, como cuando el hereje mata a los nuestros con sigilo bajo el sol de Flandes!
Mi buen Don Diego acudía, como todos los domingos y fiestas de guardar que así lo requisieran, a misa de once en la iglesia de los franciscanos. En parte por mantener la piadosa imagen que su posición de cortesano requería, en parte porque bien sabía él que la arrebatadora Itziar de Motrico solía frecuentar dicha celebración cristiana a esa hora, y en aquella iglesia, en compañía de su anciana madre.
Mientras que yo, hidalgo más interesado en la algarabía y el trasiego de gentes que en los juegos de corte, tras despedir a mi amigo, decidí acercarme a la taberna Cienfuegos, sita apenas a un par de calles de distancia de los franciscanos. Sería un lugar más que apropiado para matar el rato hasta que Don Diego terminara con sus compromisos religiosos y sociales.
Al traspasar el umbral del local, llegó a mi nariz la mezcla de olores del sudor rancio de los borrachos con el aroma del vino peleón que suele servir Gabriel cienfuegos, antiguo compañero de armas en Flandes reconvertido en posadero tras perder la mitad de su pierna derecha en combate.
-Buenos días, Gabriel. ¡Apiadaos de mí y haced el favor de poner un buen vino a este viejo camarada! He dejado a Don Diego en su cita de las once con los franciscanos y, con un poco de suerte, con su bella Itziar.- Hago una pausa, mientras concedo una media sonrisa pensando en mi amigo intentando cortejar a la joven. - Mientras que yo, ya sabéis que suelo frecuentar más estas parroquias del vino que las del Todopoderoso, cada cual con su fé, ¿no creéis?
[...]
Tras su respuesta, asiento taimadamente a las palabras del posadero. -¡Voto a tal que me interesa lo que decís! Y no ha de faltar tiempo para poner en conocimiento a mi camarada de Mendoza en cuanto salga de la iglesia de las novedades que acabáis de relatarme.
Tras apurar el vino de mi vaso, lo levanto y lo meneo levemente, mirando a Cienfuegos.
-Haced el favor de rellenar este vaso, que con algo tendré que matar el rato hasta que acabe esa condenada misa...- Aprovecho para echar una ojeada discreta por el local, en busca de posibles oídos entrometidos que hayan podido cazar algo de nuestra conversación de manera distraída.