Partida Rol por web

Cuando llegaron los enemigos, Ralflinder tuvo la certeza de sus sospechas: Althea poseia aquél báculo que solamente los aliados del Señor Orco recibían cómo regalo.
Otra vez se enfrentaría a aquellos enemigos que tantas veces había encontrando merodeando, saqueando y haciendo daño a su hogar y sus gentes. Casi cómo si el destino lo condenase a enfrentarlos sin tregua, hasta que los orcos se extinguiesen o extinguiesen su vida.
- ¡Mientras el viejo tenga ese báculo seguirá llamando orcos! - advirtió a sus hermanos de armas, pero el tiempo apremiaba y los enemigos no venian a parlamentar. Conocía esos berserkers, sabía que eran duros e ignoraban el dolor, incluso seguian luchando luego de heridas mortales; aunque también sabía que su misma furia los enceguecía. Usaría eso a su favor.

Comenzó a retroceder lentamente, apuntando con suavidad mientras les gritó - ¡Hey, si, os hablo a vosotros, rostros de vómito de jabalí! - mientras su arco chasqueaba suavemente y dos flechas se clavaban en el primero que lo miró a los ojos, una en el ojo derecho y otra bajo la clavícula, la sangre brotó a borbotones y el enorme orco pareció enfurecerse mucho más por eso. Ni se inmutó o detuvo su paso.

Sabía que Augusta, incluso con su poderosa hacha y recia armadura, no podría frenar sola a los cuatro enemigos, por los que comenzó a maniobrar a los que pudiese al buen pantano que tanto lo había ayudado con la pirmera oleada de enemigos.

El semielfo se mostró tan certero como siempre. Estaba claro que ese orco tenía que haber sucumbido al sueño eterno, pero esa maldita bestia se había vuelto a levantar nada más clavar la rodilla en el suelo.

Sopesé la posibilidad de meterme en la meleé en un cuerpo a cuerpo con esas bestias y enseñarles quien era el puto dragón aquí, pero pensé que sería suficiente con lanzar un trueno a ese salvaje que lo terminará de dormir y esperar que algún otro idiota de esas criaturas viniera a atacarme a mí para recibir una sonora sorpresa.

Me equivoqué dos veces.

La primera al pensar que por estar moribundo se estaría quietecito para recibir mi trueno y la segunda al pensar que les importaría lo más mínimo a unas criaturas incapaces de pensar más allá de golpear duro lo más cercano.

Comenzaba el combate luciéndome.

Augusta avanzó con calma, sn silencio. Sus piernas eran tan largas que no necesitaba correr para alcanzar a los orcos en el instante que dura un parpadeo.

El espíritu le pedía trabarse en un combate mortal contra uno, dos o los cinco, mas sabiéndose rodeada de sus compañeros, la razón se impuso. El más cercano de los berserkers, ya más muerto que vivo gracias a las certeras flechas de Ralflinder, alzó a pesar de sus heridas el pesado tronco. Con un revés distraído de su hacha, Augusta le cercenó un brazo y le dejó la cabeza colgando por un recio manojo de fibras musculares del cuello.

Cuatro quedaban en pie, y más allá, el ridículo hombrecillo que había elegido los oponentes equivocados. A todos ellos los invitó, saludando con su arma antes de sostenerla a un lado, horizontal, como si fuese una leñadora a punto de talar un árbol.

Los orcos avanzaban con sus pequeños ojos llameantes de furia y sed de sangre. Su saliva espumosa se esparcía con abundancia por el aire en cada violento movimiento que hacían acompañado de sonidos guturales entre aullidos y gruñidos.

Ralfinder les conducía hacia un terreno desfavorable. Ambos semielfos atacaban a distancia, sólo Augusta se trabó cuerpo a cuerpo. Y a por ella fueron brutales y absortos de todo lo que no fuera la guerrera y las ansias de acabar con ella.

La golpeaban frenéticos con sus enormes puños desnudos, con piedras grandes como sandías y con troncos gruesos como el cuello de un caballo. Pronto su armadura estuvo llena de abolladuras y piezas colgando.

Zasca. Zasca. Esquivar. Esquivar. Buah, le estaban dando una buena esos orcos locos a Augusta. ¡Estaba claro que necesitaba ayuda!

Me escondí detrás del árbol más cercano. A mí alrededor las chispas comenzaban a surgir denotando la acumulación de poder.

Estaba seguro de que Augusta aguantaría hasta que llegase la caballería – yo – y que Ralfinder mandaría a dormir a otro de esas cosas verdes.

Augusta no era una luchadora que se caracterizase por su movilidad. Rodeada por los brutos, los golpes llovían sobre ella. Un par de ellos ni la rozaron, más por exceso de ímpetu de los berserkers que por su gracia al esquivar. Otros dos la golpearon con fuerza, mas ella se revolvió con habilidad fruto de la veteranía, interponiendo las piezas más resistentes de su armadura entre su carne y las armas enemigas.

Contraatacó con un abandono que no desmerecía en fiereza y brutalidad la acometida de los orcos. El golpe fue torpe, pero suficiente para herir a uno de ellos. Aprovechando la inercia del ataque, apartó de sí de un empujón con el hombro a otro de los berserker, y le hundió el hacha en el torso, rompiéndole en pedazos la mitad de las costillas de un costado. Y aun así, el orco seguía en pie, la sed de sangre tan viva como cuando se había abalanzado sobre ella.

Frustrado por el hecho de que ninguno de los enemigos corría tras él y preferían abollar el blindaje de Augusta, Ralflinder cerró distancia al trote mientras observaba la vegetación a su alrededor.

Un macizo árbol ya muerto, con aspecto de estar hecho de roca, se hallaba envuelto en una tibia penumbra. Desde su interior resonaba una suave sibilancia, seguida de unas vibraciones intermitentes. Probablemente el fuera el único en leguas en derredor de percibirlo en medio de los gritos y el machaque de carne y metal.

En cuanto uno de los bersekers fue prácticamente fulminado por el magistral golpe de la guerrera, el elfo (que no se consideraba semielfo por más que fuese medio elfo del bosque y medio drow) golpeó secamente con su puño sobre la áspera superficie de los restos del árbol, despertando de golpe a tres pequeños murciélagos hematófagos que se lanzaron instintivamente sobre la fuente de sangre caliente que tenían cerca: la gran herida que se abría en las costillas del guerrero orco era suculenta. Se hundieron con frenesí, haciendo que la oscuridad terminase de cubrir el rostro de su presa.

-Uno menos...- como si fuese un reflejo natural, soltó un proyectíl sobre el brazo de otro enemigo.

Cualquiera diría que los orcos solo saben atacar cuando se encuentran en manifiesta superioridad y no hay forma de esquivar su lluvia de golpes.

En cuanto cayeron 2 de los orcos y Augusta tuvo espacio para maniobrar, comenzó a evitar los golpes que seguían lanzando los bersekers enfurecidos. Ellos no se daban cuenta de los cuerpos de sus compañeros caídos e incluso parecían más animados por tener más holgura para atacar.

Quien sí se hizo consciente de la derrota inminente fue Althea Wainwright, que se escabulló entre los árboles alejándose del combate.

Corrí junto a Augusta y me colé por debajo de sus piernas para mirando desde abajo soltar una bocanada verde que olía peor que los brebajes que el quaterling destilaba en la Haul. La rociada cogió de lleno a los 3 orcos que quedaban en pie.
-¡Estos ya están sentenciados!
-¡Ralfinder, que no se escape ese mal nacido!
-¡Augusta, lanzame detrás de ese cabrón, que no me muelan a palos estos engendros verdes! - ser pequeño y tener a una compañera grande y fuerte como Augusta tenía sus ventajas... Si accedía a su idea loca.

Augusta se cubrió el rostro con las manos en un acto reflejo. Un acto inútil, pues la máscara la protegía de las salpicaduras, y contra el hedor que se colaba entre los orificios y asaltaba sus fosas nasales como un ejército estampando las torres de asedio contra las murallas de una fortaleza, poco podía hacer.

Con una mano, agarró al mediano del cinturón, echó el brazo hacia atrás y, balanceándolo con todas sus fuerzas, lanzó a Mosco por encima de las cabezas de los berserkers, lejos, hacia el la espesura en la que había desaparecido Althea.

Vayan también, dijo a Ralflinder y Balaudrin, sin girarse hacia ellos. Que no se nos escape el cerdo. Les seguiré enseguida.

Los orcos ya estaban muertos. Podía verlo en sus ojos, aún inyectados en sangre, pero perdiendo por momentos la chispa, y en sus músculos distendidos. Apenas podían mantenerse en pie.

Ralflinder sonrió satisfecho con el resultado, el resultado de la escaramuza ya decidido le permitía seguir las indicaciones de la humana, se volteó y corrió tras el embustero gobernador de la ciudad.

Althea creia que la espesura le daria suficiente cobertura para escapar, pero un anciano de semejante talla y movimientos tan torpes era evidente en extremo para el montaraz. Prácticamente ni tuvo que pensarlo, encontrarlo fue simplemente un acto reflejo.

Poca atención prestó al quarterling volador que pasó cerca suyo - Si pretendes seguirme el ritmo tendrás que mover esas piernas cortas - le espetó sin desacelerar ni un segundo.

- ¡Muhahahahahaha! – reía el quaterling volando – ¡Yo voy volando, patasrápidas! – las chispas se acumulaban a su alrededor en el aire. - ¡Como no corras más solo llegarás a tiempo de probar cobarde a la brasa! - cayó al suelo rodando en una técnica practicada decenas de veces, acabando de pie al final del movimiento. Era asombrosa la distancia que había recorrido volando, pero no había sido suficiente para evitar que el elfo le sacará un cuerpo de ventaja. Ahora él tenía la desventaja por las piernas cortas.

- ¡No voy a dejar que tu flecha llegue antes! – lanzó una llamarada que hizo arder por completo un árbol frente a Althea, lo que lo paró en seco haciendo que para Ralfinder quitarle el báculo y reducirlo fuera un juego de niños.

- ¡Que conste que si no hubieras estado en medio él que habría acabado carbonizado habría sido ese mamonazo y no el pobre árbol! - ¿verdad o excusa por haberse desquitado con un árbol? En el fragor del momento era difícil leer al pequeñajo.

- Yo voto por achicharrarlo de todas formas. Aliarse con orcos.- escupió al suelo – No podría haber caído más bajo.

Una patada lateral en la entrepierna fue suficiente para que el viejo soltase el bastón; Ralf le lanzó el báculo a Mosco resoplando - Va a ser más divertido dejarlo que se pudra en algún calabozo de los cruzados, si la mitad de sus carceleros son la mitad de severos que nuestra querida Augusta, yo estaré una mitad de lo satisfecho que merezco estar, que es un cuarto de las patadas que te mereces por repartir destrucción sin sentido, querido Mosco - comentó cual declamación mientras sacaba su cuerda y se encargaba de amarrar con firmeza las manos del vil traidor a su espalda.

- Volvamos, que seguro el viejo enano quiere echarle un vistazo al bastón y usar sus artes para desactivarlo -

Augusta asistió al ignominioso fin de los orcos. La rabia los mantuvo en pie unos segundos más, arrancando fuerzas de sus músculos agonizantes. Bloquear sus últimos golpes fue sencillo, tanto como acabar con el sufrimiento de los que no caían fulminados, víctimas del aliento venenoso de Mosco.

Quedó Balaudrin atrás, preparando el Haul por si tenían que marcharse rápidamente, y fue ella tras el rastro de Althea y los dos compañeros élficos.

La emoción del combate, que todavía la embargaba, ayudaba a ignorar el dolor de la pierna. Alcanzó a sus compañeros y el alcalde, su rostro congestionado en un característico rictus de dolor, en cuestión de minutos. Althea no había tenido ninguna oportunidad; su intento de huida había sido efímero.

Augusta se acercó al hombrecillo, le retorció la oreja y de esa guisa, como si fuese un niño travieso, lo condujo hasta el Haul.