Partida Rol por web

26 de Octubre, Boston General Hospital, séptima planta: despacho del jefe de cirugía.  

El reloj marca las 21.30 y Elías sigue enterrado en su memo de papeles, una pila de informes, partidas presupuestarias y memorias de trabajo en las que debe estampar su firma antes de que el hospital cierre las actas a final de mes. No es una tarea apasionante, desde luego; ni mucho menos entretenida. Pero alguien tiene que hacerlo. Y dado que el hospital está aún pendiente de encontrar a una sustituta para Betsy, tu secretaria más reciente que se ha dado de baja recientemente por una depresión, Elías es el único que puede encargarse de cuadrar las cuentas.

Por supuesto, no es nada grave por lo que Elías deba preocuparse. Y menos habida cuenta de que el reputado cirujano ha puesto Wolfman detrás de la muchacha. Para asegurarse de que no se vaya de la lengua, claro.

Pasa el tiempo y Elías sigue con el papeleo. La pila de pendientes va menguando paulatinamente mientras los vasos de papel de la máquina de expresos del despacho se van acumulando por la mesa.

Entonces, cuando el cirujano está a punto de dar por concluida la jornada, su móvil —el dispositivo de última generación y por el que Elías pagó un importante extra para blindarlo contra escuchas y los procedimientos habituales de restrao— empieza a vibrar frenético sobre la mesa. Alguien está tratando de contactar. Y lo más extraño de todo es que no aparece ningún número en la pantalla.

El sonido del teléfono móvil interrumpe la tediosa tarea que tengo entre manos. Pienso en la falta que me hace una nueva secretaria... alguna chica joven que me anime las tardes y me quite de encima el molesto papeleo. Quizá una peliroja. No me he follado a ninguna desde que Martha se largó a Hawai. Pienso en la cantidad de dinero que me cuesta en mantener todas esas bocas cerradas, y sonrío al hacerlo. Suerte que la gente sigue necesitando operaciones a corazón abierto.

Entonces suena el teléfono móvil. Echo un vistazo, preguntándome quién puede ser a estas horas. Seguramente, alguno de mis clientes, colgado por el mono en alguna fiesta de esas que la gente cree que no ocurren. Pero no hay ningún número. Siento que el cabreo aflora, pero me controlo. ¿Quién cojones se atreve a llamarme ocultando el número? Estoy a punto de colgar. Pero entonces caigo en que no es un número oculto. No hay número. Invadido por la curiosidad, descuelgo.

- Elías Welton al aparato. - digo, con tranquilidad - ¿Quién es?

—Señor Welton —dice una voz grave al otro lado del auricular—. Soy Gary Ruggeri. No me conoce, pero tenemos un amigo común: Franky Savona.

Por supuesto que te suena el nombre. Franky Savona, menudo pájaro. El primogénito de Francis Savona, o como todo el mundo le llamaba, el viejo Frank. Los Savona eran una de las antiguas familias de la Cosa Nostra que habían sabido adaptarse al nuevo modelo negocio de los bajos y conseguido prosperar en la Boston de principios del siglo XXI. Atrás habían quedado el juego y la prostitución, con los que ya no era posible relacionarlos. Financiar campañas de los republicanos y comprar favores políticos había constituido la nueva línea de acción de los Savona durante los últimos 15 años. Un secreto a voces lo suficientemente bien cimentado como para que nadie con dos dedos de frente se atreva a indagar más de lo necesario.

No es el tipo de contactos que el que trabajas, pero alguna vez has tenido el dudoso placer de coincidir con Franky en las fiestas desenfrenadas del gobernador Cortfield. Un joven retorcido  y hedonista propenso a sobreparse con las escort y prostitutas de lujo que suelen atender este tipo de eventos.

—Verá, señor Welton, mi cliente está interesado en contar con su compañía y la de… sus servicios para una pequeña fiesta privada que tendrá lugar esta noche. ¿Podría pasarse por el Top of the Hub a media noche? Por supuesto, le retribuiremos como es debido por su tiempo y por su celeridad.    

Escucho las palabras del tal Gary Ruggeri. No me suena su voz, ni su nombre, aunque si conozco a su cliente. Un niñato rico, hijo de un mafioso de la nueva generación. Menos sanguinarios, pero igual de hijos de puta. No me preocupa demasiado, no voy a ser yo quién le dé lecciones de moral a nadie. Lo que no me gusta es que me llamen con números ocultos.

- Está bien, Gary. Así me has dicho que te llamas, ¿verdad? - hago una pausa - Como ya sabes quién soy, no hará falta que te deje una tarjeta.

Hago una pausa, pensando en si colgarle o no. No me gusta su tono. No me gusta que piensen que me voy a vender por cuatro duros. Pero al fin y al cabo, ese gilipollas de Fraky Savona es el cliente perfecto: con pasta y bien situado. Me vendrá bien un contacto así, nunca se sabe a quién vas a tener que llamar, o cuándo vas a tener un problema.

- Iré a esa fiestecita, y llevaré a mis amigos - hago hincapié en el tono, no vaya a ser que el teléfono esté pinchado; sólo me queda esperar que el tal Gary sea lo bastante listo - Podéis esperarme allí.

Estoy a punto de colgar, pero no lo hago aún. No sin antes dejar las cosas claras.

- Por cierto: no me gusta no saber quién me llama.

Ahora sí, cuelgo el teléfono*.

—Bien. Allí les esperaremos —responde el tal Ruggeri al cirujano antes de que este se despida.

Elías vuelve entonces al papeleo, ahora más resuelto a terminar con los informes cuanto antes. Sin embargo, poco después de que el cirujano retome la tarea, alguien llama a la puerta de su despacho.

No espera a obtener respuesta, pues la puerta se abre casi de inmediato. La doctora Cross entra entonces en la habitación del doctor Welton. Verónica Cross, una mujer ya madura para los estándares de Elías, de finales de la treintena y con una brillante trayectoria en el departamento de emergencias del hospital. Se trata de un hueso duro de roer, una de las figuras emergentes en la política del hospital muy vinculada al senador Ferguson, el representante de Boston por partido demócrata a la cámara alta. Una zorra con delirios de grandeza y siempre con alguna respuesta mordaz hacia las tropelías del bueno de Elías.

—Doctor Welton —te dice con un semblante adusto al tiempo que avanza hacia tu mesa—, necesito que baje al quirófano tres. Ahora. Ha entrado un caso… delicado. Y ninguno de los residentes de guardia puede hacer frente a esto.

Te tiende entonces un informe médico. Lo revisas por encima y no puedes dar crédito a lo que en él figura. Al parecer acaba de ingresar de guardia una mujer que ha sufrido una pérdida de sangre severa… debida a una mutilación en el rostro. Clínicamente la mujer debería de estar muerta, pero los sanitarios la han mantenido con vida casi de milagro.

—El tiempo apremia —sentencia. 

Levanto la mirada hacia la doctora Cross, enarcando una ceja ante su insistente apremio. La mujer tiene carácter, y un buen polvo. Me la follaría aunque sólo fuese por azotar ese trasero de zorra pretenciosa hasta que me suplicase piedad. Un polvo salvaje, de esos que te dejan moratones durante un mes. Una pena que esté bien conectada.

- Claro. - digo - En seguida bajo, que vayan preparando todo.

Un accidente de coche. Como si me importase una mierda. Claro que el contenido de la cuenta corriente de la mujer sí que le importa al hospital, y también su renombre. Y de eso vivo yo también.

Aparto los papeles, y voy a cambiarme. A buen ritmo, pero sin correr.

En la sala de preoperatorio, los ánimos están tensos. Veo a un par de estudiantes en prácticas, alguna niña joven aprendiendo de qué va todo esto. Pido al auxiliar que me coloque los guantes, y luego procedo a esterilizar una segunda vez en el grifo de presión. Me colocan la mascarilla y las gasas, mientras otro auxiliar me lee la historia médica y el caso. Parece que lo vamos a tener jodido. Miro a los residentes:

- Estad tranquilos, y haced todo lo que os diga.

Doy la orden: estamos preparados para entrar.

El doctor Welton, la enfermera de guardia y la pareja de residentes —uno chico joven con una barba descuidada que sobresale tras la mascarilla y una muchacha de busto generoso y caderas marcadas— entran en el quirófano. El chico revisa los parámetros del instrumental electrónico al tiempo que la joven comienza a suministrar nuevas dosis de anestesia. Por su parte la enfermera toma su posición junto a la paciente que yace cubierta por una tela esterilizada en la camilla que preside la sala.

La enfermera retira entonces la telilla hipoalergénica que cubre el rostro de la paciente y no puede evitar dar un respingo, horrizada ante la escena que se revela al equipo médico. Porque cuando Elías revisó el informe, todo parecía indicar que se trataba de un caso grave derivado de algún tipo de accidente de tráfico.

Pero nada más lejos de la realidad…

Porque la paciente, a pesar de que sus constantes vitales son débiles, no debería ni siquiera estar viva. Es médicamente imposible. O visto lo visto, improbable.

Alguien le había extirpado quirúrgicamente el rostro a la paciente. Los glóbulos oculares miraban fijamente las lámparas alógenas del quirófano, sin párpados para recubrirlos. Y allí dónde debería de distinguirse los rasgos de la mujer, no había piel, sino todo el entramado de vasos sanguíneos, músculos y huesos del cráneo frontal… al descubierto. La paciente no sangraba, al menos no con profusión, lo que sin duda es indicativo de la administración de algún tipo de sedante o droga¹.

El doctor Welton trata de mantener la sangre fría, pero no puede evitar que un escalofrío le recorra la espalda y que el pulso le falle por momentos². Vais a necesitar piel sintética del laboratorio del departamento del I+D. Porque estáis ante una imposibilidad médica.  

He visto mucha mierda a lo largo de mi vida. Uno no hace carrera en el mundo de la cirujía pensando en echar unos puntos de sutura: cuando te metes a esto, sabes que vas a ver de todo. Y yo he visto de todo: cajas torácicas despedazadas, entrañas abiertas, tumores hundidos en lo más profundo del tejido. Podría decir que estoy curado de espanto.

Y sin embargo, esto es diferente. En cierto modo, no es más que un rostro sin cara, una cara sin piel. He visto operaciones de transplante de cara otras veces, y sin embargo... algo se me revuelve por dentro cuando veo a la mujer. No es un puto accidente de tráfico: alguien ha retirado cuidadosamente la piel, y se ha tomado la molestia de sedar a la mujer antes de hacerlo. La visión es repugnante, hasta para mi resulta demasiado. Me imagino la mierda que estarán pasando los estudiantes, pero no me preocupa.

- Decid a la enfermera que llame a Kate.

Kate es la bióloga del hospital, y la que lleva todo el tema de los tejidos. Dudo que tenga nada a mano. Vamos contrareloj con este tema.

- A su casa si hace falta.

Me importa una mierda que tenga el día libre. No hay días libres cuando llega un caso como este.

- Habrá que improvisar algo mientras se tramita el tema del trasplante. - miro a los residentes - Id a por gasas, y ponedle antibióticos. Tendremos que mantenerla sedada para que no se desangre por completo.

Vuelvo a mirar ese rostro repugnante, del que los estudiantes apartan la mirada. Me pregunto cómo es posible que la mujer siga viva, y quién cojones habrá hecho algo semejante. Entre la curiosidad y el asco. Un buen punto de partida.

Elías examina con una mezcla de horror y fascinación el “trabajo” que han realizado sobre la pobre mujer que yace inerte en la camilla. Han iniciado el seccionado con precisión absoluta justo por debajo del maxilar inferior, retirado el tejido de la dermis desde la parte inferior del rostro hasta la parte frontal del cráneo, apenas una milímetros por debajo del nacimiento del cuero cabelludo. El “trabajo” es desde luego impecable, obra de un auténtico profesional. O de un mostro desalmado. O tal vez ambas.

Entonces, justo después de que uno de los residentes se marche a buscar a la doctora Kete, el doctor Welton percibe cómo los ojos de la paciente se clavan en los suyos, en un grito mudo de horror. ¿Está acaso consciente?

El cardiograma comienza a pitar de improvisto, reflejando una aceleración en el ritmo cardiaco de la pobre desgraciada. Sólo hay un sedante capaz de algo así: Ketamina. El malnacido que ha mutilado a la mujer sabía lo que hacía, pues ha debido de administrar la dosis adecuada para que la paciente fuera consciente —o al menos todo lo consciente que las alucinaciones le permitiesen— de lo que estaba sucediendo, al tiempo que era incapaz de sentir nada. ¿Quién sería capaz de someter a semejante tormento a un ser humano?

Pero no hay tiempo para una analítica. Los parámetros del cardiograma son críticos. Hay que intervenir, mantener a la paciente con vida hasta que Kate llegue al hospital. La puta de la doctora Cruz tenía razón cuando decía que no podían encargarle esto a nadie más…

No puede ser.

Durante una milésima de segundo, me quedo clavado viendo cómo los ojos de la mujer me enfocan con un brillo de terror. Una milésima en la que mi cerebro queda completamente paralizado por el efecto de la visión de unos ojos literalmente desorbitados mirándome fijamente. No hay tiempo para más.

- Enfermera, el bisturí y las gasas. - la secuencia de acción empieza a fluir en mi cerebro, automatizada por los años de práctica y las más de mil operaciones a mis espaldas. Ketamina, antibióticos, el forceps, el hilo quirúrjico. Mis manos comienzan a trabajar llevadas por la determinación, mientras los practicantes comienzan a inyectar fluidos intravenosos a la mujer para evitar que salga del estado de catatonia que la mantiene con vida. La intervención va a ser larga.

- ¿Hay algún otro cirujano de guardia? - pregunto - Vamos a necesitar todas las manos que podamos aquí.

Pregunto mientras aproximo gasas esterilizadas al tejido expuesto, tratando de estabilizar a la paciente y evitar que muera de un paro cardíaco. Los monitores no paran de marcar el exceso de actividad, y debo controlar mis nervios para evitar que esto me afecte. La situación está al límite, pero no puedo dejar que me controle. No puedo fallar. No es lo mío.

El doctor Welton reacciona con presteza y comienza con el tratamiento de contención. Lo primero es estabilizar a la paciente y para eso hacen falta ponerse ya manos a la obra. El becario que quedaba sale apresurado en busca de más personal  sanitario, quedando Elías y la enfermera solos en el quirófano.

Los primeros momentos son cruciales, así que tras ajustar la medicación para evitar el sangrado, Elías empieza a desinfectar las zonas expuestas y a aplicar las gasas. El becario vuelve poco después, apareciendo la doctora Cross tras él. Apenas intercambia una mirada con Elías, atrás quedan los conflictos interdepartamentales y la animadversión mutua que sienten ambos profesionales; ahora sólo importa salvar a la paciente.

La operación es un infierno. O un desafío, pues el doctor Welton nunca antes se había enfrentado a un caso como aquel. Tanto la doctora Cross como el residente se muestran solícitos, realizando todas las tareas que Elías les encomienda. Y así siguen durante casi una hora.

Es entonces cuando llegan Kate y la becaria, que se había marchado a buscar a la bióloga especialista en tejidos sintéticos. Al fin llega el material para tratar de reconstruir el rostro de la paciente.

Pero la operación no ha hecho más que comenzar. 

La operación comienza verdaderamente cuando Kate llega con el tejido artificial. Un tejido cultivado en laboratorio, diseñado para evitar el rechazo del paciente. Una obra de ingeniería que debería haberse probado en otras condiciones, en un ensayo, controladamente. Pero no creo que la paciente vaya a poner pegas. Y si no le gusta, que se arranque la piel a tiras.

Los primeros momentos son críticos. Cualquier cirujano sabe esto: un paciente entra en estado crítico, y tienes un puñado de minutos para estabilizarle y evitar la sepsis. Si la cagas, está muerto, y tu reputación con él. Pero esto no quiere decir que uno pueda confiarse: estabilizar a un paciente no quiere decir salvarle la vida. No hay que estar todo el día mirando estadísticas para saber que puedes perder a la quinta parte de tus pacientes en las horas siguientes, si no estás alerta*. Yo siempre lo estoy: no pienso dejar que un psicópata asesino ponga en duda mis métodos. Es un duelo a muerte: el hijo de puta que ha hecho esto, y yo. No me engaño: no soy mucho mejor que ese tío, al menos no moralmente. Pero mis manos son mejores que las suyas.

La operación avanza en silencio bajo mi supervisión. Los practicantes están nerviosos, y los residentes deseando largarse a vomitar. Puedo notarlo en sus movimientos torpes, y en los míos propios. Las cosas no van bien, aunque los monitores aún no indican que van a ir a peor. Muevo el forceps con cuidado, cambiando de instrumentos, tratando de situar el tejido sintético sobre la carne expuesta. Después habrá que coser, y rezar por que se integre. Pero el puto tejido se niega a entrar, la presión arterial empieza a bajar, y hay que subirla con inyecciones intravenosas. Eso dificulta el trabajo en la cara. Siento como la enfermera me limpia el sudor del rostro por enésima vez. Respiro a través de la mascarilla, mientras trato de tomar la siguiente decisión...

- Esto no funciona.

Van horas de operación, y seguimos en el mismo punto. Los nervios amenazan con aflorar, pero mi mente de hierro los aplaca. Este asunto no va a poder conmigo.

No está en mi estilo rendirme tan fácilmente. No hoy, ni así. Recupero la concentración, y continúo trabajando con seriedad. El tejido va a colocarse en su sitio, no tengo ni la más mínima duda. Va a entrar, antes o después, y va a encajar a la perfección. Los miedos se disipan al instante, y siento de nuevo la seguridad de mis manos sosteniendo un bisturí. Este es mi trabajo, lo que mejor sé hacer, aquello para lo que me he educado toda mi puta vida. No ser el mejor no es una opción para mi.

Las horas transcurren, y pienso en la llamada que he recibido antes. Que les den por culo. Que esperen. Y si no, que aspiren de un bote de lejía. El contacto de ese niñato no es tan importante como esto, no es un desafío vital. Allí sólo soy un tipo importante que le pasa droga a tipos que se creen mejores que yo; aquí soy el mejor cirujano de todo el estado, poniendo un nuevo bloque en el altar de mi leyenda personal. Continúo.

La operación se alarga. Cuando todo parecía estabilizado, comienzan de nuevo las complicaciones. Vuelve a bajar el pulso, y tenemos que estabilizar otra vez. Los sedantes se pasan, y hay que volver a inyectar, pero con cuidado de no bajar demasiado la presión arterial. Los residentes están agotados, y empiezan a ser imprecisos. Tengo que tomar el control de toda la operación. La parte más delicada viene cuando toca encajar los globos oculares en la región de piel sintética. Tardo más de cuarenta y cinco minutos en conseguirlo. Una vez listo, el asunto ya es coser y cantar. Pura rutina, después habrá que vigilar a la paciente, y llamar a algún psicólogo. O quizá mejor a un psiquiatra. No creo que vaya a salir muy bien parada de este asunto, pero eso no me importa. Su cerebro es cosa del loquero, yo estoy aquí para salvarle la cara.

Al fin, todo parece haber llegado a su fin. Miro el reloj: son las tantas de la madrugada. Creo que es la operación más larga en la que me he metido. O quizá no...

Las horas se suceden de forma casi interminable en el quirófano, mientras los estudiantes, la enfermera y la bióloga asisten a Elías con la delicada operación. Reajustar un rostro humano no es un reto al que ningún cirujano haya hecho frente en el hospital y parece que la doctora Cross no se ha equivocado al confiarle a Elías semejante tarea.

Notas como el cansancio y la fatiga acumulada del quirófano va a haciendo mella a medida que avanzas en la operación, en especial a la hora de reajustar la piel sintética sobre el rostro en carne viva de la paciente. Y no puedes evitar admirar una vez más la absoluta precisión de perpetrador de aquella macabra obra de arte.    

Una vez Elías acaba de reajustar el tejido en la zona ocular, la intervención va ya rodada y cuesta abajo, como solía decir el padre del cirujano. Al fin el doctor Welton termina de dar sutura a los últimos puntos, afianzando el nuevo rostro a la paciente. No es una obra maestra, pero al menos sobrevivirá las próximas horas. Por no hablar de la reputación que una intervención así va a darle a Elías dentro del propio hospital.

Dos celadores se llevan poco después a la paciente a cuidados intensivos, donde permanecerá en observación durante las próximas horas. Y con ello, concluye la operación. Kate, la bióloga, te felicita por un trabajo impecable y reparas también en la expresión de admiración de los dos residentes, en especial de la joven cirujana. Como profesional no le auguras un gran provenir —lo cierto es que le ha costado mantener la sangre fía y ha necesitado tomarse un descanso demasiado prolongado para recuperar la compostura—, pero no puedes negar, una vez se ha deshecho de la mascarilla y se está lavando las manos, que tiene un cuerpo bien definido y un rostro hermoso. Se te ocurren un par de usos alternativos para su boquita de piñón.

Pero no hay tiempo para ello, pues una vez el equipo del quirófano se retira, satisfecho por un trabajo bien hecho, reparas en un par de llamadas perdidas en tu teléfono. Parece que el tal Gary  Ruggeri ha tratado de contactarte mientras estabas en la operación. El reloj marca las 3.08. Las fiestas de Franky Morello suelen tener gran repercusión en el mundillo, pero ¿hasta qué punto pueden prologarse tanto?  ¿seguirán interesados en la mercancía? ¿O sin quererlo Ellías se ha forjado un nuevo enemigo?

Resoplo de agotamiento mientras me lavo las manos en la sala contigua al quirófano. Ha sido una tarea agotadora, pero está completa: la mujer vivirá para contar lo ocurrido, que no es decir poco. Siento una satisfacción intensa en mi interior por el trabajo bien hecho. No ha surgido aún el psicópata capaz de vencer a Elías Welton en su propio quirófano.

Mientras pienso todo esto, observo a la chica que ha operado conmigo esta noche. Una estudiante de nervios poco templados, lo pasará mal en los quirófanos si es así. Tiene poco futuro, aunque se me ocurren un par de formas de darle uso alejada de los bisturíes. Sería un buen colofón a la tensión de la noche, empotrarla contra el escritorio de mi oficina y follarla desde atrás, con violencia. Siento un hormigueo en el vientre mientras visualizo la escena momentáneamente, pero prefiero sacudir esos pensamientos de mi mente. Tengo una cita, y ya llego un buen puñado de horas tarde.

De todos modos, que se jodan. No soy un puto servicio a domicilio 24 horas. Si quieren mi droga, la tendrán, pero cuando a mi me venga bien entregarla. Cojo el teléfono, pensando en devolver la llamada, y entonces caigo en la cuenta de que el número estaba oculto*. Entonces decido que mejor voy al lugar directamente. Me dirijo a mi despacho, sacando una llavecita del bolsillo que abre una caja fuerte escondida en mi escritorio. Saco una bolsita de pastillas de diseño. Buena mercancía. Más vale que puedan pagarla.