El día se levantó soleado en los bellos jardines del Castillo de Malmaison. Napoleón Bonaparte se había levantado con el estómago algo indigesto, pero a pesar de eso, desayunaba un poco de pan y un huevo pasado por agua, pues el día que tenía por delante se preveía atareado. Josefina había salido dirección a París, pues su mujer disfrutaba de la obra social y de los revolucionarios desfiles de moda que tenían lugar entre alta sociedad francesa, pero el Corso debía atender asuntos de gran relevancia.
Una de las puertas laterales se abrió, dejando pasar al General Murat. El gran jinete iba vestido con el uniforme propio que los altos mandos tenían protocolizado para las citas de gala. El saludo entre el oficial y su jefe militar fue solemne.
- ¡¿Cómo os encontráis hoy Sire?!- preguntó el siempre atento Murat, cuya relación con Bonaparte comenzaba a ser algo más que una simple amistad, pues muchos rumores anunciaban que existía una relación amorosa entre el caballero husar y una de las hermanas del líder de la Grande Armée.
- ¡Mejor, amigo Murat!...- dijo sonriente el Corso - Hoy tendremos un día aciago de trabajo, amigo, pues debemos comenzar a planificar la invasión del Este...- dijo mientras limpiaba sus labios con una delicada servilleta de paño blanco
- ¡¡Pero Sire!!... - exclamó el jinete sorprendido ante el plan de su general - Tras la derrota naval contra Nelson, el Directorio se opondrá a sufragar una nueva campaña militar... ¡¡Y menos contra el Zar de Rusia!!
Napoleón miró condescendiente a su mejor mando, o al menos en el que más confianza tenía y sonrió como un padre sonríe al hijo que acaba de hacer una gracia - Aquellos barcos se sacrificaron por el éxito de nuestra misión en el norte de África...- dijo de forma misteriosa - ... pero si todavía seguís inquieto, amigo Murat, os diré que tal vez haya llegado el momento de disolver el Directorio de Francia- añadió con tono severo y sombrío
- Quizás sea tiempo para Napoleón I Emperador de Francia.- sentenció el corso mientra Joachim asentía fervientemente.
El General de Caballería abandonó la estancia y Bonaparte quedó pensativo durante unos instante, mientras su mano acariciaba el mayor tesoro conseguido en los desiertos de Egipto, una runa con un extraño grabado. El talismán de un verdadero dios.
Llevaban muchas horas allí encerrados, puede que incluso días. habían perdido la noción del tiempo y al mantener todas las puertas de aquel sótano diáfano cerradas, hacía que el ciclo día-noche fuera algo irrelevante para ellos. Cerca de un banco de trabajo repleto de complejas cartas astrológicas y gruesos tomos, dos hombres estudiaban y tomaban notas a la luz de las velas.
Uno de ellos, cuyo pelo había sido teñido por los últimos acontecimientos sobrevenidos, requería de la ayuda de unos anteojos para descifrar las complejas ecuaciones matemáticas que allí se plasmaban. Vivant llevaba mucho tiempo reuniendo información sobre Aquél cuyo Nombre no debe ser Pronunciado, desde que volviera de Egipto, aquello era su única obsesión. A su lado, Descoteaux le ayudaba a desentrañar todos aquellos campos de conocimiento apócrifo, pues el sacerdote al igual que el Barón de Denon, había vivido aquella experiencia al otro lado del del portal como una señal reveladora.
De repente, algo golpeó la puerta de su laboratorio. Vivant se detuvo y se acercó hasta la puerta no sin coger una pistola de mecha. Descoteaux por su parte, no dudó tampoco en armarse. Lo que hacían era un secreto de Estado y como tal, debían estar preparados ante cualquier contingencia.
La puerta se abrió y un emisario del mismo Corso entregó una misiva al noble. Éste la leyó mientras una sonrisa se dibujaba en su cara.
- Francia marchará contra Rusia.- sentenció Vivant ante la satisfacción del sacerdote renegado de la Iglesia - Allí tendremos el apoyo del Mago Inmortal para hallar otra de las runas de Hastur.- explicó el dueño del Louvre.
- ¡¿El Mago Inmortal?!- preguntó el antiguo capellán con tono de desconocimiento a las palabras de su mentor.
- Grigori Yefimovich... aunque es más conocido como Rasputín.- añadió Vivant con una sonrisa en los labios.
El Coronel de Caballería contemplaba desde la vidriera de su despacho la instrucción que sus dragones realizaban en los patios que se situaban frente al amplio cuartel donde residía. Lacroix había ascendido con méritos tras catastrófica campaña de África e intentaba realizar lo mejor posible las tareas que en su nuevo puesto tenía encomendadas.
A pesar de eso, el jinete no podía evitar evocar los tiempos en los que marchaba montado en su caballo en pos de la gloria de la Grande Armée y eso, le llevaba inevitablemente al recuerdo de su buen amigo Gerrard Farrè. Desde que volviera del norte de Egipto, Jean-Baptiste había rechazado hablar de todo lo sucedido en aquella campaña maldita. No tenía contacto con ninguno de los supervivientes de la "tormenta" y se había dedicado únicamente a su oficio militar.
Tras lo vivido, el nuevo coronel había decidido aislarse de la vida pública e incluso cesó la relación amorosa que desde tiempo mantenía con la hija de un adinerado mercader de Luisiana. Cada vez que cerraba los ojos no podía olvidar la mirada inquietante de aquella araña descomunal, del terror y el asco que era capaz de provocar... Aquello jamás lograría olvidarlo.
De repente un mensajero entró en sus dependencias. Portaba una misiva firmada por el mismísimo Bonaparte. En otra época, aquello habría hinchado de orgullo al oficial, pero ahora... Ahora comenzaba a dudar sobre La Francia de la Luz.
Allí, mientras leía las nuevas ordenanzas para iniciar la Campaña contra Rusia y para coronar a Napoleón como nuevo Emperador de Francia, se dio cuenta que el país que tanto tiempo había defendido con su sangre, con sus compatriotas y con sus amigos, era la misma nación que estaba asolada por sombras demasiado grandes para poderlas borrar.
Barraud corría internándose en una reserva forestal cercana a su Namur natal. En cuanto vio aparecer las levas de reclutamiento que instaba a los veteranos de campañas anteriores a alistarse a las tropas napoleónicas, decidió que lo mejor era simplemente huir.
Atrás dejaba a su mujer con dos criaturas, pero esperaría hasta que los ánimos estuvieran más calmados para volver a su hogar. Jean-Pierre no era un cobarde, pero se temía que aquella nueva campaña los llevaría hasta un nuevo y desagradable secreto, y en esta ocasión, no deseaba bregar con él.
Fue condecorado como único superviviente de su compañía. Una compañía que será recordada para la eternidad gracias a una placa conmemorativa anclada al Obelisco de Luxor, el cual se alza en la misma Plaza de la Concordia de Paris, pero Barraud decidió abandonar sus años de batalla y vivir en paz. Aunque un inquietante pensamiento siempre le dijo que la guerra lo volvería a buscar...
El hauptmann de la Wëhrmarch entró en la chabola de aquel poblado de beduinos. Al parecer, sus hombres había descubierto algo inexplicable en el hogar de aquellos hombres del desierto. Müller cogió el odre de barro de aquella humilde familia tunecina y se sirvió algo de agua en una jarra de barro.
- ¡¿Dónde está sargento Spiegel?!- preguntó el hauptmann agotado por el calor soportado en aquel infierno de arena y sol
- Aquí lo tiene señor...- dijo entregando lo que parecía tratarse de una vieja y destartalada fotografía. El oficial nazi la observó mientras su rostro poco a poco parecía palidecer de forma inexplicable. Habían sido enviados por el propio Fürher a recuperar un extraño objeto, pero en su camino habían topado con ese poblado. - Al parecer perteneció a un antiguo antepasado de la familia. Vivió hace varios siglos y ha ido pasando de padres a hijos como un legado indeleble- añadió a modo explicativo el sargento, mientras el hauptmann intentaba hallar una explicación.
Müller echó mano a su pecho y con pavor extrajo la misma fotografía pero en mejor estado.
Emelien Leblanc corría desesparada por el desierto. Varias millas atrás había quedado abandonado el corpiño que ocultaba sus atributos femeninos, pues la sociedad francesa jamás le habría permitido ser médico si hubieran descubierto su oscuro secreto.
Llevaba corriendo toda la noche tras huir de Seadom, aquella ciudad gobernada por criaturas malvadas y que su quebrada mente científica era incapaz de explicar. Estaba agotada, sedienta y al borde del colapso.
Jamás había pasado tanto miedo. Tenía la sensación de que aquellas aberraciones la seguían para cazarla y llevarla ante su siniestra reina.
Entonces el ruido de agua al discurrir la retornó a la realidad. Debía subir una colina y quizás disfrutaría de algo para beber y saciar la terrible sed que sentía.
Emelien corrió como si no fuera mañana. Finalmente llegó a la cima del arenoso repecho y lo que vio fue suficiente para que el escaso coraje de su corazón se rompiera como un cristal que es golpeado por un martillo.
Ante ella se alzaba Seadom... Ante ella se alzaba la pesadilla... Ante ella se alzaba la muerte.
FIN