Los recibió la lluvia torrencial, que empapó sus ropas en apenas unos segundos.
La lluvia era cálida. Desagradable. Una tormenta de verano de un clima tropical que había hecho que el día se volviese casi tan oscuro como la noche.
El exterior del centro en el que habían estado detenidos era una explanada de tierra, ahora convertida en un barrizal. Los límites de esta propiedad estaban cercados por altas vallas metálicas, con alambre de espino enrrollado en ellas, y delante de cada valla una zona arenosa que sin duda estaría salpicada de minas antipersonas. Más allá se distinguía una zona montañosa y un bosque tropical, con las copas de los árboles azotadas por la tormenta.
Sólo un camino asfaltado llegaba hasta la entrada, y debía atravesar una entrada en la que dos torres de vigilancia aparecían ennegrecidas, destrozadas e incluso aún en llamas, a pesar de la tormenta. Sobre el asfalto y en el barro había cadáveres tirados, muertos en lo que parecía haber sido un tiroteo o quizás en explodiones.
No quedaba nadie en pie.
Y frente a la entrada, dos grandes vehículos militares, negros, blindados, de grandes neumáticos y aspecto amenazador. Uno de ellos ardía, vuelto de un costado. El otro, un HUMVEE con los cristales antibalas tintados de negro, tenía instalado en su parte superior un lanzagranadas, a cargo de cual otro soldado enmascarado apuntaba a su alrededor.
Al verlos, les gritó en inglés: ¡Venid aquí, rápido!
Los cuatro se las arreglaron para salvar los metros que les separaban del vehículo donde, para cuando llegaron, el soldado ya había bajado al suelo.
¿Algún superviviente más?
Thorlief negó con la cabeza. No hacía falta explicar nada más. El soldado masculló una maldición en español y fijó su atención en el doctor Bennet, herido de un disparo. Abrió las puertas del vehículo.
¡Adentro! ¡Nos vamos!
El rugido del motor al ponerse en marcha eclipsó por un segundo el sonido de la tormenta de agua y aire que se desataba sobre ellos. Roger Stevenson se había puesto al volante y arrancó el HUMVEE, que no se diferenciaba tanto en su manejo de los vehículos que conducía cuando trabajaba en el departamento de bomberos de New York City, hace mil años.
¡Acelera! Gritó el soldado desde la parte trasera. ¡Hace dos minutos que hemos superado el tiempo de respuesta del equipo de asalto de La Agencia! ¡La tormenta los debe haber retrasado, pero estarán aquí en cualquier momento!
Roger aceleró. El vehículo salió disparado hacia adelante. A su lado, Thorlief Gelmon iba de copiloto, señalándole a su todavía algo aturdido compañero la ruta a seguir. Los limpiaparabrisas se movían a toda velocidad, pero apenas permitían ver nada en mitad del chaparrón de agua que les caía encima. Y para más inri, el soldado les había ordenado que nada de encender los faros.
Bart Clinton sentía la fuerza de la tormenta en el rostro. Se había colocado en el puesto del artillero, y sostenía los mandos del lanzagranadas con fuerza, apuntando hacia adelante. No era un experto en su manejo, pero conocía los fundamentos básicos y sería capaz de utilizarlo en caso de necesidad.
Pero no parecía que fuera a tener la oportunidad. Los guardias del centro habían muerto ya o habían huido. El vehículo dio un bote cuando salió disparado fuera de los límites del vallado, pasando por encima de las puertas metálicas caidas en el suelo. Clinton apretó los dientes y sostuvo el arma con más fuerza todavía.
¡Es usted un tipo con suerte, doctor! Dijo el soldado que se había desembarazado de su máscara, revelando a un joven de tez oscura, ojos negros y vivaces y pelo rapado en un corte militar. Se las había arreglado para aplicar un vendaje de emergencia a Bruce Bennet a pesar del bamboleo del vehículo y ahora le inyectaba dos pequeñas jeringuillas en el hombro.
La bala rompió varias costillas y salió rebotada hacia afuera. Explicó el soldado con una sonrisa. Lo más habitual en estos casos es que rebote dentro de la caja torácica, convirtiendo los pulmones y el corazón en un colador...
Thorlief interrumpió la conversación con un grito. ¿Cuál era la ruta a seguir? El camino asfaltado daba paso a uno sin asfaltar que discurría entre el bosque tropical, que se cerraba sobre ellos volviendo el mundo a su alrededor más oscuro y haciendo casi imposible ver por dónde circulaban.
A modo de respuesta, el soldado se estiró y activó una pantalla en la parte frontal, donde apareció un mapa en vista militar que marcaba su rumbo. Un localizador GPS.
Sigue la ruta marcada y no te desvíes. Le dijo a Stevenson mientras le pasaba un visor nocturno que el exbombero se colocó inmediatamente.
Y no quites el pie del acelerador.
Menos de quince minutos después llegaron al punto que marcaba el GPS en la pantalla del HUMVEE.
Roger frenó bruscamente, y a punto estuvo de colisionar con otro vehículo que les esperaba en el punto de reunión.
Habían salido del bosque tropical y se encontraban en una zona más despejada, pero salpicada de vegetación. El lugar podía estar situado perfectamente en cualquier pais de la zona de America Central.
La tormenta había perdido su fuerza, pero todavía llovía con intensidad, una lluvia que calaba hasta los huesos y de la que era inutil tratar de protegerse.
El vehículo que les esperaba era idéntico al que les había traido salvo porque este era un modelo civil y no disponía de armamento ni de torreta. Sus faros delanteros se acababan de encender y eran toda la iluminación de la escena. Junto a él, tres soldados en uniforme de combate negro y máscaras esperaban junto a un mando superior, un hombre de unos cincuenta años o más, rasgos duros de militar veterano y ojos azules enmarcando un rostro moreno y púlcramente afeitado. Iba ataviado con traje de camuflaje para jungla y un gorro a juego que le protegía de la intensa lluvia.
El hombre del traje de camuflaje dio un paso adelante y saludó con un gesto militar al soldado que les había acompañado en la huida del centro de internamiento. Mientras, los otros tres soldados sacaban al doctor Bruce Bennet, Bart Clinton, Thorlief Gelmon y Roger Stevenson fuera del HUMVEE y les desarmaban, para después colocarlos a los cuatro frente a los faros del otro vehículo y frente al hombre que, obviamente, dirigía toda aquella operación que les había permitido huir del centro donde estaban recluidos.
El hombre encendió laboriosamente un puro y observó atentamente a los cuatro hombres. Y dijo:
Más vale tarde que nunca. La Liga de los Nueve siempre salda sus deudas...
Y se adelantó un paso para dar un apretón de manos a uno de ellos...
Esta escena termina aquí.
Y la partida concluye en la siguiente escena: OTRO TIEMPO: EL TRAIDOR.