A un silbido de Pancho los caballos se reunieron con él; aunque aún estaban nerviosos se dejaron montar, y antes de que os alcanzara la turba cabalgabais a toda velocidad alejándoos del pueblo. Los pueblerinos dejaron de perseguiros en cuanto estuvísteis a un centenar de metros del pueblo, pero aun así mantuvisteis vuestras monturas al trote hasta que el pueblo desapareció de la vista y la estepa circundante comenzaba a dar paso a un árido desierto de rocas.
Os refugiásteis de la cálida luz solar tras uno de los montículos más grandes del lugar, de su pared salía un fino hilo de agua fresca que se acumulaba en una pequeña cavidad en la roca, y ,tras dejar a los caballos ocupados pastando y bebiendo tranquilamente, pudisteis deteneros a descansar y deleitaros con el botín, incluso si era la mitad de lo que esperábais encontrar. Había suficientes bonos como para que cada uno se llevara un buen pellizco; incluso sin la plata, podríais vivir con todas las comodidades durante algunos años sin preocupaciones. Los revólveres de Lonegan habían sido ligeramente maltratados por el tiempo y habían perdido su brillo, pero no era nada que no pudiera arreglarse.
Lo único que no encontrásteis de inmediato fue el colgante indio que antes estaba en la bolsa, hasta que Juanita señaló al pecho de Lonegan con sorpresa. El colgante había permanecido en la bolsa desde el comienzo, y todos habíais visto claramente como Lonegan la abría por primera vez desde que abandonarais el pueblo, per en ningún momento le habíais visto sacar el colgante de su interior; aun así ahora mismo el colgante se agitaba como un péndulo al cuello del lider de la banda de forajidos.
El propio Lonegan miró hacia el colgante confuso, pero cuando fue a tocarlo unas manos ajenas se le adelantaron y con suavidad rompieron la cuerda para desprenderlo de su cuello. Un anciano indio que Lonegan conocía muy bien había aparecido sin más en mitad del círculo que habíais formado sentados en el suelo y ahora sostenía el colgante a la vista de todos con una sonrisa en el rostro. Mientras os encontrábais petrificados de estupefacción, el indio pronunció unas palabras desconocidas que sonaron como un cántico, apenas una frase, antes de desaparecer de nuevo dejando caer el colgante al suelo, donde comenzó a exhalar una humareda morada tan densa como si la provocase una gigantesca hoguera.
La humareda os escocía en los ojos y os mareaba. Distintos rostros aparecían con fantasmagórica clarida ante vosotros: familiares, conocidos, víctimas de crímenes pasados... todo a vuestro alrededor giraba en un torbellino, y entonces se escuchó el silbido de un tren...
FIN DEL CAPÍTULO