Una pesada cortina os muestra su azul desvaído y polvoriento y su reverso gris, tísico y devorado por el sol a la calle. Bloquea como puede la luz de la mañana, por lo que os rodea una penumbra plomiza que acuchillan los haces pálidos que se cuelan desde el exterior, y estos revelan el lento y sinuoso baile que dibujan las volutas de humo y las brillantes partículas de polvo en suspensión.
Las formas de las camas, las bolsas de viaje, vuestros cuerpos y los demás muebles se mezclan en la semioscuridad. Solo algunas luces de colores rompen la monotonía: la brasa de una calada; el parpadeo verdoso de un cargador; la luz de encendido de un portátil, lechosa como los ojos de un ahogado...
El fragor de la frenética actividad del exterior resuena por la habitación. Los camiones traen barreras de hierro para mantener a distancia a los curiosos durante la reapertura del Detroit Club Hotel, y los operarios se gritan incesantemente los unos a los otros entre el bramido de los motores de los coches retenidos, el choque del metal y la protesta de los cláxones. Se arraciman a la entrada, cargados de rollos de cable grueso como el brazo de un bebé, de murales para fotocalls y columnas de alfombrado enrollable de un rojo enfermizo.
Los martillos neumáticos anuncian con pisotones de gigante cada clavo hundido en la piel de la ciudad y poco a poco se fijan a la acera los focos, grandes como camas redondas, apagados y muertos, pero que esta noche vomitarán al cielo torrentes de luz mientras guardan la marquesina de la entrada del hotel. También le están dando los últimos retoques, emperifollándola de cristal, pintura, metales que simulan flores y bombillas como cabezas. Los obreros parecen monos descolgándose para maquillar el rostro de una vieja y monstruosa vedete a punto de salir a escena.
Nadie diría que en ese antiguo cine las salas se anegaron de llamas décadas atrás calcinando a los ocupantes y sus gafas 3D de cartón barato. Sin embargo vosotros sí lo sabéis, y allí esperáis encontrar a Elbert Lawless esta noche.
¡Bien, empezamos! Puesto que estamos al principio de todo, podríais aprovechar este momento de calma y mostrar algo de vuestros personajes. Pero no os paséis: ¡nada de biografías! Hablad entre vosotros, interactuar con cosas, iniciad un flashback o lo que querais... en dos o tres parrafitos.
La caja de arriba la dedicaremos a la ficción; esta caja de notas de abajo la dejaremos para todos los comentarios off-rol entre nosotros sobre reglas, comentarios, preguntas y lo que vaya surgiendo.
El crujido de la estática en los audífonos hace que el agente Morgan retuerza el cuello, como para aliviar un picor de oído.
-¿Todos preparados?
-Equipo Alfa preparado
-Equipo Beta preparado
-...
La retahíla de contestaciones con voces que resuenan metálicas y desprovistas de personalidad se sucede a toda velocidad. Hay hasta un equipo Iota, piensa Morgan. ¿Cuántos somos?, se pregunta tragando saliva con preocupación. A su derecha e izquierda se despliegan sus compañeros, con las cuerdas y los arneses de seguridad listos para comenzar el descenso. Mira la fachada por la que van a descolgarse y vuelve a dar un tirón tentativo a la cuerda. Al otro lado de la calle, ignorantes de la operación, los obreros continúan las obras del Detroit Club Hotel.
- Adelante... ¡moveos, moveos!
Morgan y los suyos plantan las pesadas botas en la pared y dejan resbalar la cuerda a toda velocidad... cuánto rasca la fibra en los guantes. Pero Es algo que Morgan ha hecho mil veces y lo que tiene en mente, lo que imagina, es cómo sus compañeros del equipo Delta colocan silenciosamente cargas de explosivo en la puerta de la habitación de los terroristas y se apartan, las armas dispuestas, a esperar la orden.
- Cobertura: ¡ya!
Morgan apunta el lanzagranadas hacia el interior de la habitación. No ve nada porque la cortina, de un gris tísico y devorado por el sol, está echada pero aprieta igualmente el gatillo.
¡Zuc! El cristal de la ventana revienta cuando las granadas de humo y luz del equipo la atraviesan. La detonación de las cargas de la puerta revientan paredes, pintura y ventanas a su alrededor, pero no hay tiempo que perder.
-¡Tenemos a esos hijos de puta! ¡Adentro, adentro!- gritan desde Control, y Morgan toma aire mientras se lanza a la habitación por la ventana y los agentes del pasillo entran por la puerta destrozada...
****
¿Cómo hemos llegado a esto?
No sabría decir cómo he llegado aquí. Este sitio arde cada cincuenta años y el río recoge las cenizas de vuelta, mierda kahlúa derramándose en la zanja hacia dios sabe dónde. La resaca me depositó donde viajar con billete no alcanza. Llevo no sé cuántas noches rodeado de lo que el agua ha devuelto, limo negro con forma de hombre tiznándose al calor de los barriles, ceniza contemplando ser ceniza de nuevo. Desde el primer momento en que mi mejilla tocó el pavimento pude sentir el calor cercándome. He perdido la maleta nada más llegar, tributo a la porquería submarina. Los torniquetes del metro no los detienen y su hambre corta hasta el hueso. Tienen botones coagulados por ojos y uno espera ver colgando la aguja de ellos todavía -no son humanos-, canturrean en torno a la cuchara y persiguen -mi ropa buena les habrá confundido- hacia las profundidades. Cazan vía abajo donde los pies se hunden en cáscaras de naranja y condones frescos, en el estanque de nenúfares, mosaico de periódicos flotantes hasta la rodilla -gángsters ahogados penden boca abajo del mismo hormigón que pisamos. Los más feroces han sido plantados por mis perseguidores, advertidos de la llegada por la publicidad de sus emisoras chisporroteantes durante siete días y siete noches en un código que escapa a mis pesquisas. Es el final del camino. Si consigues tirarlos al agua no duran mucho: sus pulmones no soportan el peso de un hombre. Este es mi pequeño consejo para vosotros. No deberíais salir afuera si valoráis lo que lleváis encima. En este sitio no queda gente.
En mi cartera hay la foto de un hombre que no se parece a mí. Tengo dos preciosas hijas por nombrar. Se las enseño con una sonrisa a la joven que me entrega un vaso de café de plástico que no he pedido. Escrito en rotulador hay una nueva oportunidad. Soy Mike, y necesito un arma para poder defenderme de toda la porquería. Le extiendo mi último dólar con el gesto del vaquero desenfundando. Imaginen su suerte -y la de todos los dejados a la deriva en la superficie. Afuera gesticulan -el café aún arde- a voces por teléfono, motores en marcha, como palomas con gabardinas claras -esperando que nadie mire para follarse y devorarse unos a otros. Los más despiertos quieren conversar con la mirada -hay mucho de que hablar. El primero es un verdadero coleccionista de personajes, cachondo como un animal doméstico recién comprado -tan cerca, el zumbido del enjambre es insoportable. A ese le saco la mosca como si le quemara en los bolsillos, y quedamos donde le digo para venderle lo que me dice, como lo dice.
¿Qué hay de lo mío? Conoce a alguien que conoce a alguien... La entrega nunca se produce. El pelo del hombre huele a quemado -el círculo se estrecha. Corro carretera abajo y los zánganos temen por su vida -cada noche rezan al trapo húmedo y la suela del zapato. Te lo juro, era un loco con la cara blanca y agrietada como una señal en el asfalto. Resbalo sobre el capó y respirar el aire helado hiere como tragar pedazos de parabrisas. La luz es continua y el tiempo se agota. Bajo la grava palpo los cuerpos tibios de quienes fracasaron en su intento, con los ojos aún abiertos y el brazo azul. El imperio liquida sus deudas. Deben de tener mi maleta, y todos sus perros a este lado del río pueden oler alguien que no soy yo. En menos de un día esperan que salte a la hoguera.
Un sol en miniatura se abre paso por la quemadura de cigarrilo en la cortina hasta mis párpados. Despierto envuelto en humo. La tipa no ha debido de parar en toda la noche.
-¡Joder! -agito una mano violentamente frente el rostro. Necesito la otra para aferrarme sofá arriba- ¿Cuándo apaga la chimenea? Casi me ahoga en sueños...
Trastabillo hacia la nevera, toso sobre una lata de cerveza a medias y al agacharme la camiseta de tirantes descubre el límite serrado de una cicatriz.
-Sepa que no tengo el mejor recuerdo de ese sitio...
El rostro de la esfinge aparece tras un velo centenario de nitrato. Irrumpe en el despacho del detective -una mesita frente al televisor con ceniceros y revistas pasadas y la chaqueta tirada sobre ellas. Unos hombres malos mataron a su marido y no hay justicia en este mundo. El destello de un dólar de plata precede en la penumbra al segundo toque contra la puerta. ¡Olvídelo! Eso es muy peligroso y usted todavía tiene mucho por vivir -y yo soy la mitad de un hombre sin mi arma.
La miro por encima de la lata. Me pone de los nervios. Quiero follarle hasta que los sesos le caigan por la oreja.
¿Cuántas noches más? En exactamente... -el reloj del palomo, morboso recuerdo de cuando aún conservaba la mano, se ilumina como el disco solar- no, cuándo piensan llegar esos mariquitas... Al otro lado de la cortina no hay nada y la espera es en vano. En exactamente tres horas el cristal estallará, descubriendo nuevas rutas en nuestra carne, o no lo hará, y el ácido nos agujereará por dentro -el explosivo es defectuoso, la moneda ha caído en algún sitio de la moqueta, el amor no existe. De algo hay que hablar mientras tanto.
-¿Sabías que estuve casado?