«Speramus meliora; resurget cineribus» "Esperamos cosas mejores; Resurgirá de las cenizas". El lema de esta ciudad me viene que ni pintado; al menos, en lo referente a la última parte.
Y aquí estoy de nuevo, en otro maldito motel de mala muerte esperando noticias de Jayden. Me ha comentado algo sobre un tal Lawless, dice que podría ser uno de los altos mandos en Los Durmientes; espero que esta vez tenga algo con lo que pueda trabajar…ya estoy cansada de codearme con esa élite pedante, hiriente y egocéntrica que cree que son el puto centro del mundo cuando su verdadera habilidad recae en demostrar con su labia ante los demás como de grande es su polla; eso sí, argumentándolo, no vaya a ser que los acusen de boleros ante las buenas gentes.
Mi día a día se resume en trabajar, investigar sobre Los Durmientes y caer rendida al final del día. Siempre trabajo en un lugar que pueda controlar: quien da la cara en nuestro bufet, es Jayden. Yo le ayudo desde las sombras en el motel que toque (nunca me quedo más de dos días en el mismo lugar). Ya no tengo propiedades. Nuestros clientes pagan a Jayden y el me transfiere mi parte; cancelé todas mis tarjetas de crédito; pagué a un antiguo compañero de mi marido, informático, para que eliminase toda la información que pudiese haber sobre mi existencia en la red. Ahora mismo, soy como un fantasma; y lo prefiero así, pues la que salió de esa casa hará tres años, murió con su familia, y el residuo que a quedado, solo ansía la venganza.
Cada noche se repite un suceso: siempre sueño con mi familia. Y ahora, me vuelvo a acostar para poder verlos. Al final, es algo que agradezco; es como si no los hubiese perdido del todo, pero odio el final de cada uno de ellos.
***
Escucho a mi niña, con sus pasos de cervatilla, bajar por las escaleras que dan al salón. Ayer le prometí un día lleno de aventuras con sus papis y, por supuesto, empiezo con un desayuno que nos haga mantenernos en pie durante horas: huevos revueltos con beicon y patatas fritas. Calev está sentado en la mesa de la cocina ojeando unos documentos. Siempre se muerde el dedo pulgar cuando está concentrado. Me acerco a él y le muerdo la oreja. Se sobresalta. Le sonrío juguetona, aparto sus papeles y le sirvo el desayuno.
—Antes que nada, tienes que desayunar. Y recuerda qué día es hoy, que nos tienes abandonadas con tanto trabajo —digo, mientras preparo otro plato para Diane.
—Lo sé, cariño.
Y en ese momento, aparece la pequeña cervatilla subiéndose a la silla con suma gracia. Me fijo en sus grandes ojos verdes, me pregunto como puede alguien tener los ojos tan grandes y que no dañe la composición de su rostro; simplemente, es perfecta.
—¡Mami, Papi!, recordáis qué día es hoy, ¿verdad? —pregunta con gran expectación.
—Uy, no sé. Pregúntale a tu padre —sigo jugando.
Entonces, mi marido se levanta y me rodea con sus brazos.
—Hoy soy solo para vosotras, y voy a comenzar por ti.
—¿Ah sí? —río.
Y me besa. Y Diane se tapa los ojos. Después de unos segundos, aparta sus manos y ataca su plato; como siempre, primero las patatas.
Por la mañana, fuimos al Belle Isle Aquarium, resguardado en una pequeña islita tocando el Lake St. Clair. Y por la tarde, fuimos a ver una película al cine y, acariciando la noche, recorrimos de arriba abajo el Gabriel Richard Park.
Fue un día memorable para los tres. Tengo grabadas esas sonrisas, que a veces queman y otras, apaciguan mi dolor. Pero siempre acaba igual…sueñe lo que sueñe…siempre acaba igual…
El cielo se oscurece y el viento del este, amenaza con hacer acto de presencia. Luego, veo a mi hija en llamas, gritando mi nombre. Sus lágrimas se evaporan al instante en que nacen y estira su brazo, tanto como puede, para, con su pequeña mano, intentar alcanzarme. Yo también lo intento, intento llegar hasta ella, pero por mucho que corra, nunca la alcanzo. Y cuando creo estar a punto de conectar mi mano con la suya, mi niña se convierte en carbón y se desintegra en rocas del mismo mineral.
Mi marido, al cual solo se le distingue por la voz y sus ojos, pues su cuerpo es carne quemada resquebrajada por venas llameantes, me señala con un dedo acusador y la mirada llena de ira. Resopla como una bestia a punto de lanzarse sobre su presa. Viene corriendo hacia mí, y a medida que se acerca, percibo un olor a animales muertos y escucho como su laringe se desgarra paulatinamente por el sonido inhumano que nace de él.
Entonces, como ahora, me despierto gritando y llorando. Lo único que queda de mí es la venganza, la culpa y una certeza que rebota por la total cavidad de mi cráneo: después de mi venganza, las llamas me devorarán.
Erinia despertó boqueando de horror y asfixia. El interior del coche no conservaba nada del calor de la calefacción pero al menos la arrancó con rapidez de las pesadillas. En el exterior, al otro lado de una ancha calle de seis carriles, se encontraba el motel Royale Duck.
Durante el día ya parecía destartalado y cochambroso, pero aquella noche, bajo la lluvia suave y con el vaho que emanaba de los sumideros del alcantarillado, parecía especialmente fantasmagórico. La entrada del garaje parecía un agujero capaz de tragarse cualquier luz, y la mortecina y anaranjada que despedían las farolas no suponía el menor esfuerzo. Las cuatro ventanas visibles desde la posición de Erinia, posiblemente correspondientes a dos habitaciones contiguas, tenían las cortinas echadas por completo, y sólo había una leve luz filtrándose, como si alguien hubiese abandonado una lámpara de mesilla de noche aún encendida.
En cierto momento, la monótona vigilancia fue interrumpida por una luz pálida, de fluorescente, que parpadeaba y se quedaba encendida; después salió un hombrecillo gordo en chándal, de apariencia hispana, cargado con unas cuantas bolsas de basura. Era ya demasiado tarde para deshacerse de ellas, así que previendo una multa y tratando de evitar mojarse por el chaparrón, cruzó la calle a la carrera y arrojó su carga en un contenedor metálico que resonó como una campana con estruendo. Como si los dioses municipales hubieran estado observando, el tipo terminó despistándose y hundiendo una zapatilla deportiva hasta el tobillo en un charco, y se internó de nuevo en el motel despotricando contra su suerte.
Erinia recordó la historia de Jayden.
“Era una señora gorda, doña Florinda. No es que fuera sencillamente grande o redonda; era más bien como si fuera inabarcable, toda pliegues de carne embutidos en pliegues de vestido de flores sobre estampado negro. Me miraba con sus ojillos de cerdo, llorosos y brillantes bajo varias capas de rímel, y a cada hipido la carne se agitaba, rebelde, como si quisiera rebosar la tela”.
- Mi marido me engaña.
“Lo dijo con seguridad y aplomo, como un hecho al que ella hubiese dedicado media vida y treinta kilos de investigación. Y como un hecho consumado, en sus palabras no había ya ni lástima de sí misma ni deseo de cambio: resonaba en el fondo un apetito nuevo para ella, el de retribución”.
- Se trata de Fernando Montesinos, campeón de boxeo en la categoría de peso pesado en México, ocho años consecutivos-, continuó con orgullo, como si ella misma llevara prendido cada cinturón como eslabones de una de sus pulseras-. Claro, que de eso ya hace casi quince años, y desde entonces no ha hecho más que encadenar malos puestos de monitor en diferentes gimnasios de la ciudad, mientras dejaba que le creciera la panza y se le extendiera la calva.
“Reconozco que no pude evitarlo- comentó Jayden-. Me asaltó la imagen de un enorme boxeador barrigudo cabalgándola, navegando a duras penas entre las olas de grasa de doña Florinda al tiempo que trataba de no ser engullido para siempre, y no me resultó difícil comprender la motivación tras el resto de la historia”.
- Ya era poco lo que le quedaba al viejo de sus premios e íbamos tirando, pero de un tiempo a esta parte ha empezado a trasnochar y traer cada vez menos dinero a casa. Menos dinero, sí, pero no faltan efluvios de mujer, marcas de carmín y uñas, cabellos perdidos… Quiero sacarle hasta el último centavo- concluyó con sencillez-. ¿Puede ayudarme, señor?
“Y sonrió con candidez, cada pliegue de su mejilla curvándose para formar un caleidoscopio de sonrisas flácidas mientras me pedía ayuda para echar a su marido a los cerdos. Pero, ¿quién soy yo para juzgar? Me levanté y rodeé la mesa y la circunferencia de doña Florinda hasta localizar una rolliza mano de uñas largas y esmaltadas de escarlata entre las abultadas plegaduras floreadas de su vestido. Entonces me arrodillé y me la llevé a los labios”.
En todo este cuento, ni una sola palabra de los Durmientes. No era la primera ocasión en que Jayden la utilizaba para sus propios negocios. "La lucha no se paga sola", decía, y ella solo aspiraba tabaco y asentía en silencio. Porque luego estaban las otras ocasiones, aquellas en las que Jayden encontraba algún rastro firme, la enfilaba como a un perro de caza y le quitaba el collar con un susurro: "A por ellos".
Por esas estaba aquí esta noche.
Me he tomado la licencia de despertarte en un flashback anterior a la escena del Discount Inn. Como no escogiste ninguna situación te he dado una: cumplir un encargo de Jayden. Solo falta que digas a qué otro personaje (Ricardo o Makar) te gustaría que conociera Erinia durante esta escena.
¡A jugar!
Comienza el show… era el momento de sacar la cámara y tomar fotos para Jayden.
Las paredes de la acera de enfrente se iluminaron, lamidas por la luz los faros de una desvencijada camioneta de color pardo que llevaba la lona extendida para evitar que la lluvia inundase la zona de carga. Los guardabarros estaban recubiertos de tierra pegada, y la pintura estaba plagada aquí y allá de cercos de óxido, pero el sonido del motor aseguraba un cuidado constante por parte de su dueño.
El vehículo trató de meterse en el garaje del Royale, pero estaba coronado por un cartel luminoso -Gimnasios Muscle Factory-, en ese momento apagado, que tropezaba con el techo, de modo que se detuvo en la acera. De su interior descendieron Fernando Montesinos, el marido de doña Florinda, y una pequeña mujer con una melena larga, brillante y lacia de cabello negro. Erinia casi podía escuchar la voz de Jayden, juguetona en su oído:
"- Él, de aproximadamente 1.85 de estatura, 45 años y en torno a 110 kilos de peso arracimados en su panza-, hubiera musitado a toda velicidad, jugando a los detectives con una grabadora imaginaria-, la cubre con un paraguas a ella, una joven prostituta de rasgos asiáticos, 1.60 de estatura y menos de 50 kg. Él parece sumiso y complaciente; ella parece silenciosamente fastidiada, tal vez enfadada. Después entran en el vestíbulo del hotel y los perdemos de vista… A ver si tenemos suerte."
Pasaron unos minutos y ya no hubo actividad alguna. Pocas fotos y poco reveladoras: sería necesario encontrar algo más jugoso.