Disección. Aislamiento de vasos dañados. Cauterización por bisturí láser. Sutura de tendones. Cierre de la lesión. Una y otra vez, el Sastre repetía como un salmo en su cabeza los pasos a seguir en cada una de las terribles heridas de su paciente, coreado por la acción mecánica de sus diestras manos. Pedazo a pedazo, el inconsciente pandillero era remendado hasta lograr que su estado fuera por lo menos estable. Lo que habían hecho con su cuerpo era una carnicería y el quirurgo sabía que debería estar muerto. ¿Cómo había logrado sobrevivir? El Sastre no trabajaba con individuos tan dañados: la mayoría de clientes de su consulta clandestina llegaban con feos cortes, magulladuras o heridas de bala. Las bandas no se preocupaban por traer a sus miembros más defenestrados; un pandillero que hubiera perdido una pierna solía morir desangrado en un callejón inmundo. Pero ese no era el caso del personaje que yacía inerte sobre la mesa de operaciones. A medida que el adepto se adentraba en su carne, había podido contemplar varias estructuras anatómicas lesionadas que parecían mantenerse de una pieza por arte de magia: venas rasgadas por las que circulaba sangre sin derramarse; huesos astillados que mantenían su conformación, como un cristal agrietado que se resiste a venirse abajo. Algo mantenía a ese desgraciado de una pieza...
El Sastre estaba tan concentrado que no se percató de la llegada del Inquisidor, hasta que la metálica voz resonó a sus espaldas. Su trance se vino abajo al instante, quedando sus manos suspendidas sobre el destrozado brazo del paciente. Con un lento movimiento de cabeza, atisbó de reojo la imponente figura cubierta por la servoarmadura. Un Inquisidor. El bisturí que el Emperador usaba para extirpar la herejía de su Sacro Imperio.
Las palabras del Inquisidor traspasaron el alma del Sastre con la implacabilidad de un escalpelo sobre tejido necrosado. En otras circunstancias, las rodillas del quirurgo hubieran flaqueado ante la sola presencia de ese emisario del Emperador, pero los años pasados entre la inmundicia de la Subcolmena le habían enseñado a mantener la compostura ante las amenazas más atroces. Y aunque el Inquisidor no le estuviera amenazando, los rumores que circulaban alrededor de estos santos guerreros estaban preñados de sangre y muerte.
El Sastre devolvió la atención hacia su paciente, acabando de suturar el enésimo desgarro. Eso era todo lo que podía hacer por él; todo lo que podía conseguir con las pobres instalaciones con las que contaba en su consulta. Tras bañar las heridas cerradas con un pulverizador desinfectante, se desprendió de sus guantes -los treceavos que usaba en esa larga operación, si no había perdido la cuenta- y se dirigió a la pica que descansaba en un rincón de la estancia. Se aseó con esmero y meticulosidad, escondiendo tras esa rutina repetida miles de veces la inseguridad y el miedo que le embargaban. Ese Inquisidor le ofrecía una salida a su sórdida existencia, pero ¿qué le esperaba al otro lado de esa puerta? ¿Cuál sería su destino, orbitando alrededor de esa imagen de muerte embutida en una armadura mecánica?
El Sastre dio media vuelta, secándose las manos, para contemplar a los hombres del Inquisidor. La mayoría de ellos tenían heridas de consideración y se hallaban tirados aquí y allá, desparramados por la pequeña consulta. ¿Podía negarse a acompañarles? ¿Quería negarse? Si rechazaba la oferta -más bien la orden- del Inquisidor, probablemente sería borrado del mapa. O limpiado como un elemento inadecuado, parafraseando a ese tal Caradoc Noctine.
- Yo la ayudaré a transportar a mi paciente. -Las primeras palabras del quirurgo en las últimas dos horas tomaron por sorpresa a la pequeña psíquica y al adepto de la Eclesiarquía.- Tómelo por los hombros y yo sostendré las... la pierna -dijo el Sastre dirigiéndose a la menuda chica-. Ponga su brazo lesionado sobre el pecho, que no cuelgue. No quiero que la sutura se tense demasiado.
Su destino estaba sellado.
Lazarus no esta del todo dormido, pero sueña a pesar de notar sensaciones que sabe reales. Se nota agarrado y transportado, parece un cuerpo muerto a pesar de que intenta mentalmente decir a su cuerpo que ayude y que se levante. Sus músculos no responden y decide abandonar el intento. Entonces piensa que quizás quien le transporta no es amistoso y trata de poner sus sentidos en la conversación o imágenes, trata de que lo que ve u oye sea nítido, pero el resultado es nulo y vuelve a caer en la inconsciencia.
Caradoc mira un instante a la psíquica.
- Ferris, es contrario a la dignidad de un inquisidor hacer tales cosas.- no hay sin embargo altanería en su tono, ni desprecio, aunque sí un enorme cansancio- Nuestra obligación es ocuparnos de este tipo de detalles, en lo posible, sin ocupar su valioso tiempo y esfuerzo. Haremos esto solos- una ligera sonrisa aparece en los labios del noble, que luego mira al inquisidor- En seguida sus órdenes estarán cumplidas, mi señor inquisidor. La psíquica ha demostrado su utilidad, como el quirurgo. Sin ellos, Jaq estaría muerto. Pero ambos acaban de llegar.
No espera respuesta del inquisidor. Ya ha dicho lo más parecido a hablar a su favor que puede hacer, y hecho esto, ayuda a transportar a los heridos, y al resto del equipo, aun cuando él mismo está gravemente herido. Al llegar al Cargo-08 se deja caer en su asiento, completamente exhausto.
- En la desastrada consulta hay dos desvencijadas camillas sanitarias. Quizá no aguanten mucho más de este uso, pero facilitarán la tarea de transportar a los dos heridos críticos hasta el compartimento de carga trasero del vehículo terrestre.
- Poco después todo está listo para partir.
- El Sastre coge las pocas cosas que puedan serle de auténtica utilidad, dejando atrás los trastos inútiles e inservibles. Se pregunta si volverá a ver otra vez este cuchitril. Se pregunta si debería importarle.
// Cambio de escena: Sigue en: El Refugio de las Tres Estacas.