Partida Rol por web

Hace tiempo que ha anochecido. La fría oscuridad lo envuelve todo y agarrota las articulaciones de tus doloridos miembros. te maldices por haber bajado la guardia al buscar un buen sitio donde acampar. Lo creías haber encontrado en un pequeño oasis. ¡Qué estupidez! ¿Acaso naciste ayer? Los asaltantes eran muchos, pero habrías partido algunos cráneos si no te hubiesen encontrado despellejando un conejo recién cazado. Solo pudiste golpear a uno antes de que las tinieblas se apoderasen de tus sentidos. Se lo han llevado todo: caballo, armas, agua y el dinero que llevabas en las alforjas.

Por suerte y por algún motivo desconocido, tenían prisa y se olvidaron de rebuscar en tu ropa. Descubres con alegría que siguen contigo las cinco monedas que llevabas ocultas en un bolsillo interno de tus ropajes.

Con esa calderilla como única pertenencia, caminas sin dirección por un sendero que acabas de encontrar. Sabes que estás en la parte meridional de Zamora, no muy lejos de la frontera con Koth. Agradeces que tus sandalias pisen tierra batida después de un par de leguas de terreno pedregoso y vegetación espinosa.

A medida que avanzas en silencio, notas que a tu alrededor se van definiendo siluetas colosales y estáticas, como guardianes amorfos que velan por la extraña paz de la llanura solitaria.

Hay que ser tonto para volverse a acercar a la civilización. A las primeras de cambio, ya vuelvo a estar vapuleado y sin ninguna pertenencia, salvo las pocas monedas que tenía ocultas en mi ropa. Más tonto aún hay que ser para que, aunque no sé explicar el motivo, algo me atrae de la civilización, así que mis pies continúan guiándome hacia una ciudad.

Desde que tuve que abandonar el hogar de mi infancia para no ser vendido como esclavo a un noble, he pasado muchas penas para poder seguir vivo, sobre todo al principio, y corrido alguna que otra aventura. Si algo he aprendido es a no confiar en nadie. Y pese a ello, aquí me hallo, incapaz de averiguar porqué me encamino hacia Zamora, cuando la vida me ha enseñado que el camino más seguro es el que se aleje del humano más cercano.

Ensimismado en estos pensamientos y con la cabeza ligeramente abotargada aún, me sorprendo cuando al levantar la mirada me veo rodeado de unas siluetas enormes. Casi parecen guardianes del orden que velan por la seguridad del viajero. Esta sensación de tranquilidad hace que me acerque a inspeccionarlas más de cerca para averiguar qué hacen aquí y qué son realmente.

Tus pensamientos te dicen que vivir alejado de la civilización es mejor que vivir en ella. La maldad de la gente corrompe todo tipo de sociedad y cuanto más civilizado que es un reino, más corrupción hay en él. Al darte cuenta de esas efigies, contienes la respiración, pensando que puedan ser más bandidos. Te acercas con cautela a la sombra ciclópea más cercana al camino. Es demasiado estática como para estar viva, pero entre lo que has vivido y lo que te han contado, sabes que el mundo está poblado por criaturas que no responden a lo que esperas de un ser animado.

Cuando estás cerca, respiras con alivio. Apoyas una mano en una superficie dura y fría. Es una pared en ruinas.

No puedo evitar acercarme cautelosamente a las figuras, ya que nunca se sabe si serán realmente estatuas o, incluso, si hay alguien esperando tras ellas para emboscarte. Sin embargo, puedo relajarme cuando, tras inspeccionarlas se confirma que son lo que parecen y que, a primera vista, no esconden ninguna trampa. El problema se encuentra en que, por más vueltas que doy a su alrededor, no tengo ni idea de qué son.

Observas las piedras un rato, pero desconoces qué son estas ruinas, pero desde luego parecen ser muy antiguas. Aunque aparentan ser inofensivas, decides alejarte de ellas por si son morada de espíritus y retomas el camino.

Caminas una hora más hasta que percibes a lo lejos que el cielo sin estrellas se torna amarillo, señal inequívoca de presencia humana. ¡Ya creías que ese camino no llevaba a ninguna parte! Aceleras la marcha y no tardas en ver campamentos desperdigados a ambos lados del camino, con las hogueras iluminando rostros que te ignoran. Forman racimos alrededor del camino y de la puerta de una ciudad amurallada.

Al fin, mis pies me llevan hasta la civilización. A pesar de que no puedo evitar notar cierto júbilo, el miedo se impone y, cuando veo las hogueras a mi alrededor, aprieto el paso, deseoso de llegar a una verdadera ciudad. Rostros desconocidos en una hoguera no tienen porqué deparar nada bueno, cualquier ladrón, asesino o quién sabe qué puede estar esperando su turno.

Ignoras las hogueras que hay a ambos lados y a medida que te acercas a la muralla, ves que la concentración de edificios en mal estado, algunos de ellos en ruinas, y de barracas, entoldados y carpas es abrumadora. El camino y sus ramificaciones laberínticas están llenas de gente de toda procedencia. Te llaman la atención los juegos de azar improvisados encima de cajones de madera, los buhoneros subidos a tarimas que proclaman a los cuatro vientos las bondades de sus quincallas, las rameras y prostitutos que se insinúan a los transeúntes. Uno con un entrepierna enorme te llama con el brazo. En medio de la marabunta, te cuesta avanzar.

Te abres paso con mucha dificultad y de pronto tienes un presentimiento. Llevas una mano al bolsillo que albergaba tus pocas monedas y ¡está vacío! ¡Algún perro malnacido de dedos largos te ha robado!

Avanzo con los músculos casi agarrotados por el miedo durante todo el camino hasta dejar atrás las hogueras. Por ello, en cuanto me aproximo a lo que parece una ciudad, aunque un tanto ruinosa, me relajo sin darme cuenta. Mientras avanzo, me quedo embelesado observando todo y a todos, puesto que es la primera vez que entro en una urbe. Me quedo parado ante un hombre que realiza un truco con tres vasos y una bola en el que tienes que acertar dónde está la bola cuando termina de mover los vasos. Parece sencillo, así que me acerco para participar. Estoy seguro de que es una buena forma de conseguir algo de dinero. Cuando me planto junto a él, me llevo la mano al bolsillo y, por más que rebusco, no encuentro la bolsa de las monedas.

Angustiado, retrocedo unos pasos mirando a todas partes, pero hay mucha gente a mi alrededor y, por más que observo, no veo al ladrón. Casi me entran ganas de sentarme en el suelo, impotente, sin saber qué hacer. Pero llevo mucho tiempo luchando por sobrevivir y sin utilizar dinero para ello, así que esto no va a pararme. Es hora de salir adelante.

Maldices por ser tan despistado. Ya es la segunda vez que te roban en un poco espacio de tiempo. La próxima vez, puede que te quiten la vida o se aprovechen de ti, al no tener nada que darles. Te das cuenta de que estás rodeado de potenciales ladrones. La próxima vez no te pillarán desprevenido y pagarán con su miserable vida por el atrevimiento de robarte.

Te hallas ante una de las entradas de Hazor. Sus puertas están abiertas de par en par y los dos guardias que la custodian están ocupados bebiendo y charlando con sendos prostitutos. Levantas la cabeza y calculas que la muralla tiene unos veinte pies de altura. Está construida con piedra granítica y hasta que te alcanza la vista tiene su mitad inferior ennegrecida y pintarrajeada. En la parte superior ves que hay mellas extrañas, como si alguien se hubiese llevado los bloques que faltan.

-¡Oiga! ¡Escuche!

Alguien está tirando de tus pantalones. Miras hacia abajo y ves a un enano kushita de piernas retorcidas y apoyado en una muleta tosca de madera.

Ir desprovisto de cualquier bien material hace que me encuentre angustiado. No he intentado sobrevivir nunca en una ciudad y no sé cómo podré salir adelante aquí. Lo que está claro es que, a corto plazo, necesitaré comida, bebida y un lugar seco donde dormir. Esto último es lo que menos me preocupa, estoy acostumbrado a dormir a la intemperie, pero tendré que echarme algo al buche o comenzaré a pasarlo mal.

En cambio, por primera vez en los últimos días, noto cierta despreocupación. No tengo nada en los bolsillos. Soy pobre como una rata, así que no tengo nada que perder o que me quiten. Puedo avanzar enfocado en conseguir lo que necesito, sin tener que andarme con tres ojos.

En estas disquisiciones ando cuando veo el cartel con el nombre de la ciudad: Hazor. La verdad, el aspecto de la ciudad no podría ser más deporable, con guardias que no guardan y una muralla que parece que están saqueando piedra a piedra.

Repentinamente, noto un tirón en los pantalones y, prevenido por las situaciones que he vivido recientemente, me giro con los puños en alto. Por fortuna, mi rival es un enano que, aparentemente, solo quiere llamar mi atención.

Disculpe. Le digo, bajando los puños y cruzando los brazos. De esta forma, si bien no estoy en una pose agresiva, doy a entender que tampoco estoy especialmente abierto a la conversación. ¿Puedo ayudarle? 

El enano parece que persiste en llamar tu atención. Es negro de piel, aunque va algo tapado con los harapos pestilentes que lleva puestos. Un olor nauseabunda sale de su boca, llena de dientes amarillentos.

-Por piedad. ¿Tendrías alguna monedilla para un camarada tullido?

Tras una ojeada rápida, me doy cuenta de que tan solo es un mendigo pidiendo limosna. Con resignación, dado que no tengo nada que compartir con él me alejo un par de pasos.

Lo siento, amigo. Me han dejado sin blanca y no puedo compartir una moneda contigo.

Tras estas palabras, continuo mi camino

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El enano kushita cambia la expresión de su rostro y empieza a retroceder sin mediar palabra hasta que desaparece en la marea humana.

Te sitúas entre la muchedumbre que entra y sale de la ciudad y cruzas las puertas con la vista puesta en los guardias que supuestamente supervisan el tránsito. Siguen concentrados en sus placeres y no prestan atención a nada más.

Ahora te encuentras en una calle más o menos recta que se tuerce a la izquierda a unos mil pies de ti. A cada lado se levantan hileras de casas de adobe, piedra y madera separadas por esquinas que desembocan en callejones. Notas que las casas a tu izquierda están en mejor estado de conservación que las de tu derecha, que es a donde se dirige la mayoría de los transeúntes. Junto a las puertas hay una casucha de madera con un rótulo que indica que son unas letrinas.

Dejo atrás al mendigo y, tras un buen rato deambulando por la ciudad, creo comenzar a entender el orden de esta. Me da la sensación de que hay un sector comercial más o menos organizado, lo cual es justamente lo que necesito. Donde hay dinero hay trabajo o, al menos, alguna forma de conseguir ese dinero. Y eso es lo que necesito para poder comer hoy y los días venideros. Así que así esa zona me dirijo. Esperanzado en cambiar mi suerte.

Deambulas por las callejuelas llenas de bazares y negocios de todo tipo, entoldadas de forma intermitente, con carne seca, verduras y frutas colgando de estacas y emparrados. Los gatos, perros, cerdos, cabras, gallinas y vacas comparten suelo con las personas, y todos emanan aromas apestosos que se mezclan de forma casi irrespirable. Por suerte, en pocos minutos te habitúas.

Por fin, consigo hacerme una idea más o menos exacta de la zona central de la ciudad. Parece haber un distrito comercial. Ahí es a dónde debo dirigirme. De una forma u otra, necesito dinero y ahí es donde podré encontrarlo.