HIDENAGA había sido el último en despertar, y solo se había unido al grupo bien entrada la mañana, cuando ya casi todo el desayuno preparado por el Cangrejo había desaparecido. Sin embargo, incluso a pesar de las largas horas de descanso, el veterano León aún evidenciaba signos inconfundibles de cansancio, y estaba claro que le tomaría todavía algún tiempo reponerse por completo de las heridas que había sufrido en el mausoleo.
Por fortuna, sus camaradas habían atendido los innumerables cortes que presentaba. Y gracias a ello (y también al inesperado chapuzón de agua dolorosamente salada), la gran mayoría habían comenzado a cerrarse, o estaban en proceso. Pero de todos modos, entre los vapores que había inhalado, y la gran cantidad de sangre que había perdido, el antiguo Akodo se encontraba totalmente debilitado. Solo su orgullo y su disciplina le habían permitido mantenerse despierto durante su guardia, y no había caído rendido en mitad de ella por puro designio de las Fortunas.
Así, mientras daba cuenta con aire ausente de los últimos restos del desayuno, completamente ajeno a la conversación que mantenían sus camaradas, la mente de HIDENAGA divagaba sobre los sucesos del día anterior, intentando encontrar una respuesta a tantos misterios.
Había resuelto el acertijo de la extraña sala del gas y el agua por una mera corazonada. Y aún así, no estaba seguro de entender del todo los designios de la mente que había ideado semejante obstáculo. Solo sabía que, como consecuencia de su sacrificio, cada palmo de su cuerpo le había ardido de manera insoportable ante el más mínimo movimiento, como si miles de agujas ardientes se clavaran en sus músculos con el más sutil de los suspiros. Pero dudaba de que aquella fuera la única enseñanza que pudiera extraerse de todo ello.
Y, en verdad, la sala siguiente había sido aún más desconcertante. Pues aún cuando favorecía evidentemente el trabajo en conjunto, parecía hacerlo a expensas de la enorme magnitud de la amenaza que enfrentaban. Lo cual nunca era una idea recomendable. Al menos, para la analítica mente del Akodo, que otorgaba al razonamiento y a la lógica casi la misma importancia que a la camaradería o al coraje.
Por supuesto, nada de ello era comparable con la aprehensión y la profunda incertidumbre que lo había carcomido al ingresar en la última sala. Pero por gracia de los Kami, su estancia allí había resultado demasiado efímera como para que la oscuridad embargara su espíritu. Y entre las prisas y las sombras que lo cubrían casi todo, el León no había llegado a escudriñar demasiado en aquellos misterios... o al menos, eso creía. Pues lo cierto era que la imagen ya completamente negra del bajorrelieve de Osano Wo lo perseguiría todavía por algún tiempo en sus sueños.
Sumido en tales pensamientos, el Akodo simplemente asintió ante las propuestas de sus camaradas, consciente de que fuera cual fuese el camino a seguir, la oscuridad los estaría esperando con los brazos abiertos.