Día 7 del mes de Kairuan (últimos días de primavera) del año 702 de la segunda edad, de noche.
Siriath se encontraba en lo alto de la torre, su figura, la de un imponente elfo de cabello dorado, destacaba contra el cielo nocturno salpicado de estrellas. Envuelto en su capa, con los ojos entrecerrados y la mirada fija en el horizonte, cumplía con su deber de vigilar la ciudad mientras el resto del mundo dormía. El brillo plateado de la luna iluminaba débilmente su rostro, mientras sus sentidos permanecían alerta ante cualquier indicio de peligro en la oscuridad que se extendía más allá de las murallas de la ciudad.
De repente, su atención fue atrapada por un destello repentino en el cielo. Levantó la mirada justo a tiempo para presenciar el paso fugaz de una estrella brillante que surcaba el firmamento con una velocidad impresionante. La estrella parecía arder con una intensidad deslumbrante mientras trazaba una línea brillante a través del negro lienzo de la noche.
El guardia siguió con la mirada el recorrido de la estrella fugaz, observando cómo descendía cada vez más cerca de la superficie de Gea. Un destello fugaz, una chispa de luz en la lejanía, indicaba que la estrella estaba a punto de estrellarse en algún lugar más allá de las murallas de la ciudad. Un sentimiento de asombro y fascinación se apoderó del guardia mientras contemplaba el espectáculo celestial.
Siriath intentó registrar en su memoria la posición donde creía que impactaría el meteorito mientras los dedos de sus manos se quedaban blancos por la fuerza con que apretaba los puños por la emoción.
—Cuando termine mi turno, iré a ver qué es eso —pensó sin darse cuenta de que había avanzado ya un par de pasos en dirección al punto de impacto.
El ladrido de un perro fue rápidamente coreado por el de otros, sacando al elfo momentáneamente de su ensimismamiento. Sacudió la melena y sonrió.
—¿Qué será eso? —Se preguntó en voz alta y siguió andando hacia donde sus pies, aparentemente sin preguntarle primero, querían llevarlo.
Día 8 del mes de Kairuan (últimos días de primavera) del año 702 de la segunda edad, al amanecer.
Tras alejarse algunos centenares de metros del lugar que Siriath debía custodiar, los pies de éste ya se habían percatado de que no alcanzarían el punto donde aquella roca de fuego había impactado. No al menos si no empleaba algunas horas en avanzar en la dirección trazada por aquel fenómeno celeste. Había logrado memorizar la dirección que el cuerpo celeste había tomado, pero muy pronto se percató de que de haberse estrellado en la superficie de Gea, lo habría hecho a muchos kilómetros de distancia de la ciudad amurallada de Tenklor.
Sin más, aquel elfo de cabello plateado, regresó a su puesto en la muralla. Esperaba que nada más reseñable sucediera durante su guardia y así, al amanecer y tras el relevo en su puesto, pudiera darle cuenta de lo sucedido al oficial que entrara de servicio esa mañana. No era ese fenómeno algo que afectara a la seguridad de la ciudad, por lo que no sería conveniente despertar a su mando superior. Conocía bien a Nareth, un viejo gruñón al que le quedaba poco para dejar la guardia de Tenklor y dedicarse a labores más tranquilas, como cultivar su pequeño huerto o contar historias junto al fuego del hogar. Tenía claro que despertarle por algo como aquello, no haría más que enfurecerle.
Para cuando llegaron los primeros rayos de sol procedentes del astro rey Seyran, iluminando desde más allá del océano Occidental, llegó el esperado relevo. Dos guardias que entre ambos no debían sumar más de cuarenta años, fueron quienes permitieron al elfo abandonar su puesto de vigilancia. Normalmente las guardias eran en pareja, pero aquella noche su compañero había faltado a su puesto al encontrarse indispuesto... Por suerte o por desgracia, aquel fenómeno celeste, mantuvo ocupada la mente del elfo y evitó que el sueño se adueñase de él.
Sin perder un solo momento, se dirigió al cuartel donde el oficial de guardia debía esperar a su llegada para que le diera novedades. Normalmente no las había, pero esa noche si había sucedido algo reseñable...
Siriath se presentó ante el oficial de turno. Éste resultó ser un viejo conocido suyo, Aldrich Von Helmgaard. Un hombre que tenía fama de ser rudo y de mecha corta. Nada más verle, notó que su rostro mostraba evidentes signos de haber estado involucrado en un altercado durante la noche. Tenía marcas en la cara, algunas ligeramente ensangrentadas, indicando que había recibido golpes recientes. Aunque intenta mantener la compostura, se notaba que estaba incómodo por como el elfo se fijaba en aquellos detalles.
- Buenos días. - Le dijo Aldrich. - ¿Novedades? - Le preguntó muy serio y queriendo ir al grano por tal de evitar preguntas o situaciones incómodas. - ¿Dónde...? - Frunció el ceño. - ¿Dónde está su compañero? - Le preguntó.
—Buenos días —respondió Siriath sonriente al saludo de su oficial—. Supongo que en su casa, señor —repuso cuando el otro hubo terminado: los dioses saben lo que costó al elfo morderse la lengua para no preguntar qué diantres le había ocurrido—. Anoche se encontraba mal y le aconsejé que guardara reposo —mintió Siriath, quien nada había tenido que ver con la decisión de su compañero.
Sin esperar la respuesta de su superior, recordando de súbito lo ocurrido aquella noche, los ojos nuevamente vibrantes ante el recuerdo de aquella maravilla, Siriath se acercó dos pasosl oficial y, olvidándose del resto del informe, le preguntó:
—¿Vio anoche aquel fuego cruzar el cielo? Podría ir a investigar si me lo permite —dejó caer en su entusiasmo.
- ¿Fuego cruzando el cielo? - Se llevó la mano a mentón pensativo. - No... - Frunció el ceño como trando de recordar algo. - ...y estuve despierto hasta tarde... - Mantuvo silencio unos instantes. - ¿A algo que cayó del cielo, te refieres?
Siriath Nadir asintió ante la pregunta. No podía estar seguro de que lo que fuera que había cruzado el fuego, hubiera acabado impactanto en algún lugar, pero estaba casi seguro de que sí. Además, podía recordar con bastante claridad la trayectoria que había llevado aquel bólido celestial y aunque no podía estimar la distancia donde podría haberse estrellado, aterrizado o quien sabe, si que podía seguir esa dirección hasta dar con ello o... no encontrar nada.
- Puedes ir a investigar, no hay problema. Lleva contigo a tu compañero... - Le dijo entonces el oficial. - Pero antes descansa un poco. No puedes ir sin dormir. Quiero que mañana al anochecer como tarde estés de vuelta. No tendría sentido ir más lejos de lo que pueda llevarte un caballo en una jornada. En ese caso, lo que quiera que sea, sería problema de otro...
Día 8 del mes de Kairuan (últimos días de primavera) del año 702 de la segunda edad, al mediodía.
Siriath descansó ainque no le fue fácil. Sus pensamientos estaban en la expedición que tenía que realizar en unas horas. Pudo eso sí, preparar sus conjuros y antes de ir en busca de su compañero y comió algo y ligero que sin embargo le lleno de energía. Sin más se dirigió a los establos del cuartel y se hizo con dos caballos, uno negro y otro marrón con manchas blancas. Acto seguido fue en busca de Finnian, su compañero de guardia. Esperaba que ya no estuviera tan ebrio como la noche anterior.
Por fortuna, se le había pasado la melopea. El joven hombre de armas, estaba totalmente recuperado tras una noche entera en la cama y al ver al elfo de pelo plateado, no pudo más que agradecerle que le hubiera cubierto ante el oficial. Decir que estaba indispuesto no fue una mentira, aunque ocultar el porqué de dicha indisposición, fue todo un gesto de compañerismo para con él.
Quizás por ello, no remugó ante la idea de iniciar una cabalgata que les llevaría hasta no sabía muy bien donde. Finnian aceptó de buen grado el corcel negro que Siriath había dispuesto para él y tras recoger su equipo y provisiones para un par de jornadas, por lo que pudiera pasar, se pusieron ambos en marcha.
- Te debo una, Siriath. - Le dijo finalmente el hombre de armas, que de hombre tenía poco, pues acababa prácticamente de dejar de ser un niño. - ¿Y qué dices que viste caer del cielo? - Sonrió. - El que estaba borracho, se suponía que era yo. - Soltó entonces una carcajada.
—No sé exactamente lo que vi, parecía una pequeña bola de fuego —comenzó, ignorando el asunto de haberlo cubierto, como si no le diera importancia—. Como una de esas estrellas fugaces, pero juraría que ha impactado no muy lejos de aquí. Imagina lo que podríamos descubrir. ¿No te parece emocionante? —preguntó a su compañero con los ojos brillándole.
Terminó de colocar el arco a un lado de la silla, en un lugar a mano pero lo suficientemente seguro para no perderlo por el camino, y se ajustó la capa, que se le había movido hacia delante, entorpeciendo algunos de sus movimientos.
—Nos han dado hasta mañana al anochecer, así que, creo que estos buenos caballos nos llevarán y traerán sin problemas, ¿verdad, amigo? —dijo esto último rascando a su montura detrás de las orejas con afecto y dándole unas suaves palmadas en el lomo.
—¿Nos vamos? —dijo mientras montaba con agilidad.
Día 8 del mes de Kairuan (últimos días de primavera) del año 702 de la segunda edad, pasada la media noche.
Siriath y Finnan partieron de Tenklor sin un rumbo claro más allá de la dirección que el elfo de plateado creía recordar que había trazado aquella bola de fuego. Atravessaban las praderas nevadas del norte de Harvaka a buen ritmo, mientras especulaban sobre lo sucedido. Tras unas pocas horas a lomos de sus caballos, empezaron a ser bastante conscientes de hacia donde se dirigían.
Vesterby era un pueblo pintoresco y acogedor enclavado entre colinas cubiertas de densos bosques. Siriath recordaba que sus casas eran de madera y sus tejados estaban siempre cubiertos de nieve del casi perpetuo invierno del norte. En el centro del pueblo, una plaza adoquinada albergaba una antigua iglesia de piedra y un mercado animado donde los lugareños se reunían para intercambiar historias y productos locales. Con un ambiente tranquilo y un paisaje impresionante, Vesterby era un refugio encantador en medio de la naturaleza.
Ya era media noche cuando llegaron a las proximidades de la aldea. Era una noche fría. El cielo nocturno se extendía sobre el paisaje blanco como una manta de terciopelo salpicada de estrellas centelleantes, derramándose sobre la tierra cubierta de nieve con una suavidad celestial. El aire en contraste, estaba saturado con un olor amargo a humo y ceniza, mezclado con un ligero toque de metal fundido.
Con paso cauteloso, los dos guardias sobre sus caballos, avanzaron entre los escombros de la tragedia que había caído sobre aquel lugar. El pueblo había sido arrasado por completo, quedando únicamete los vestigios de lo que una vez fue la vida en Vesterby: juguetes rotos, utensilios de cocina chamuscados, yacían esparcidos por el suelo como testigos mudos de la devastación. En medio de aquel panorama desolador, no había señales de vida, solo el eco sordo de la desolación resonando en cada rincón.
Entre las ruinas del pueblo devastado, los cadáveres yacían dispersos, con la piel pálida y desgarrada. Algunos cuerpos estaban medio sepultados bajo los escombros, mientras que otros quedaban expuestos al aire, víctimas de la furia del desastre. Algunos cuerpos mostraban signos evidentes de quemaduras, otros estaban en muy mal estado, con miembros amputados o directamente no eran más que un amasijo de carne, piel y huesos. Otros cadáveres, los más alejados del centro del cráter yacían en posición fetal, como si hubieran intentado protegerse del impacto.
Cuervos, rapaces y otras alimañas carroñeras habían acudido al pueblo en busca de su festín. Entre graznidos y chillidos, desgarrabar la carne de los cadáveres, devorando vorazmente todo lo que encontraban a su paso.
Finnan se detuvo, su mirada recorriendo cada rincón de la escena desolada, tratando de comprender la magnitud del desastre. Un suspiro escapó de sus labios mientras sentía un nudo en su garganta.
- Dulces dioses... - Murmuró para sí mismo, su voz apenas un susurro cargado de pesar.
Se acercó con cautela entre los escombros, sus pasos resonando en el silencio sepulcral que envolvía el lugar. Finalmente, al llegar al corazón del pueblo, se detuvo frente a lo que alguna vez fue el mercado. Un mercado ahora en ruinas, donde los restos carbonizados de los puestos yacían entre las cenizas.
- ¿Qué ha pasado aquí? - Se preguntó en voz alta, su voz quebrándose con la emoción contenida.
Siriath bajó del caballo, que rebullía inquieto por el olor de la muerte, y lo ató a un árbol cercano que aún se mantenía en pie. Lo acarició y le murmuró unas suaves palabras para tranquilizarlo.
El elfo, al ver la desolación causada por el impacto, sintió lástima por las víctimas y, aunque una parte de él se inclinaba a practicar los ritos funerarios de aquellas gentes para despedirlas, era mayor la curiosidad que acrecentaba la marejada de ese totum revolutum que eran ahora sus pensamientos. Buscando causas, estableciendo posibles consecuencias, distrayéndose ocasionalmente con notificar a posibles familiares, con el sonido de los carroñeros, aceptados a medias en ese momento por su filosofía. Dio varios pasos entre las ruinas y sacudió la cabeza, confuso.
—Localicemos el punto de impacto. —Su dominio de las artes mágicas era mínimo, pero comprendía lo suficiente de ellas para entender que, tanto si fue algo arcano como si se trató de algo natural, el efecto expansivo habría sido similar.
Intentó orientarse entre la devastación, fijándose en la posición de las rocas y de los cuerpos y avanzó no sin antes tropezar un par de veces. Los ojos, completamente abiertos y las manos desnudas, por si volvía a tropezar. Siriath absorbía toda la información que llegaba a sus sentidos, si bien procuraba no inhalar con demasiada profundidad: aunque hiciera frío, el hedor le resultaba insoportable, no quería imaginarse aquello en un clima más cálido.
Los dos guardias de Tenklor se acercaon al cráter con cautela, un espectáculo impactante y devastador. A lo largo de su borde escarpado y desgarrado, los cascotes de piedra se amontonaban en montones caóticos. Las ruinas de las estructuras antiguas, muros desmoronados, techos derrumbados que una vez conformaron aquella villa normalmente tranquila, ahora reposabam reducidos a meros escombros. Aunque lo más macabro de todo aquel asunto, eran los restos humanos y de animales esparcidos en algunas zonas e irreconocibles.
El aire impregnado del olor acre del humo y la madera quemada era más denso cuanto más se adentraban hacia el ligar de impacto. Entre los restos carbonizados, se podían ver trozos retorcidos de madera, fragmentos de vigas y tablones que alguna vez formaron parte de los hogares de los aldeanos ahora desaparecidos. Una capilla, medio derruida y envuelta en sombras, se alzaba en el centro del caos, sus paredes resquebrajadas y sus vidrieras rotas, como un símbolo de fe que había resistido a duras penas el embate del desastre.
En medio de la devastación, el cráter mismo no era solo una marca en la tierra, sino más bien un agujero profundo y oscuro, como si la tierra misma se hubiera abierto de golpe. Desde su borde hasta el fondo, el cráter se extendía como una enorme cavidad, dejando una sensación de vacío y desolación. Las sombras que se proyectaban en su interior le conferían una apariencia aún más profunda, como si estuviera listo para absorber cualquier cosa que se acercara demasiado.
Fue entonces cuando localizaron a quien parecía ser una mujer a caballo, junto a un hombre de cabello gris. Los dos estaban mirando fijamente en una dirección, como si hubieran descubierto algo que les había dejado casi petrificados. Fijándose bien dieron con cuatro ojos brillando con un destello de hambre y astucia en la oscuridad a pocos metros de distancia de aquellos dos desconocidos.
—Finnan, hay supervivientes... o viajeros. Deberíamos acercarnos a preg... —Se cortó al reparar en los ojos que refulgían en la oscuridad—. ¿Has visto eso? —dijo, señalando con un gesto el lugar donde se veían los iris relucientes—. Vamos, no quiero perderme la fiesta.
Para alguien que no lo conociera, la irreverencia de su comentario podría resultar insultante, pero si había dos cosas en el mundo que atrajeran a Siriath eran el conocimiento y la lucha que conllevaba, en todas sus formas. De hecho, le encantaba combatir, sin ser pendenciero, por lo que, aunque costaba sacarlo de un combate, rara vez se metía en uno sin provocación. No obstante, para Siriath, aquellas criaturas bien podrían darle la excusa que necesitaba.
Se acercó al caballo y extrajo el arco. Tensó rápidamente la cuerda y, llevándose una mano a la aljaba de su espalda, cogió una flecha y avanzó con pasos medidos hasta estar a distancia de tiro, por si fuere necesario.