Después de haber conseguido llevar a un grupo de mercaderes usureros a la ruina, tuviste que poner tierra de por medio tras enterarse de que huiste con parte de su dinero, tanto como pudiste caminaste hacia el sur hasta que solo pudo detenerte la costa rocosa. Llegaste a una pequeña ciudad llamada Umioka, un pequeño puerto dotado de largos muelles, destino de naves de Korea y China que traen consigo exiliados en su mayoría. Lejos de ser una rica urbe, tampoco es consumida por la miseria, pero habrá de andarse con cuidado cuando la bruma toma el puerto sur al cobijo nocturno, pues es mesa servida de criminales, prostitutas baratas y contrabandistas, ninguno de ellos muy amigable. Siempre llevado de tu parecer, negándote a cambiar tus desgastadas ropas que te sirven de camuflaje entre las desdichadas gentes, te abriste paso entre los callejones barrosos por la reciente lluvia, y como es costumbre te ofreciste de criado en una izakaya a ver qué conseguías. Tu espalda encorvada y tu cojera redujeron las suspicacias, y pronto estabas sirviendo sake a piratas y criminales de toda calaña que te observaban con menosprecio. Entre los clientes que frecuentaban la posilga que descaradamente llamaban iazakaya, conociste un día a un contrabandista al que llamaban “pez ahogado”, probablemente por sus ojos vidriosos idénticos al de un pez fuera del agua. El sujeto se dedicaba a traer prostitutas desde China y Korea a encargo de los burdeles locales, pero en secreto se dedicaba mayoritariamente en mover cargamentos de opio para un criminal local. Rompiendo en su ego con sencillos halagos, susurraste tus verdades hasta ganar su simpatía, para cuando quiso darse cuenta estaba sentado frente a ti con camaradería, balbuceando sandeces entre las que se distinguía un trato sobre un cargamento de opio. Pensado que podrías sacar algo bueno de ello, sembraste en mente el pensamiento de robarlo, y regándolo con adulaciones vacías finalmente germinó como una idea propia. Pez ahogado contrató unos piratas para fingir un robo, tomo la mercancía y la revendió a otro hombre que lamentablemente no lograste conocer, pero antes de que todo eso sucediera, te escabulliste en la bodega en complicidad con las sombras para tomar una parte, al fin de cuentas difícilmente se darían cuenta de que falta uno que otro barril.
Ya en tu destartalada choza cercana a los muelles del sur, levantada con el dinero restante de tu antiquísimo golpe a los mercaderes, guardas bajo tierra los tres barriles de opio que lograste arrebatarles, pero que necesitan ser vendidos antes de que la noticia del robo se extienda.
Otros se hubieran desprendido de sus hediondas ropas en cuanto hubieran ganado algo de dinero. Retsudo sabía que la inmundicia y la indigencia eran mascaradas perfectas para pasear entre la gente. La mayoría evitaba mirarle directamente y los pocos que lo hacían volvían la mirada al contemplar sus cicatrices y malformaciones. No era una estampa agradable de ver. Pronto le olvidaban y él, como una sombra, podía recorrer las calles como si fuese invisible.
Despertaba lástima y ninguna sensación de peligro. ¿Qué peligro podía ofrecer un hombre que a todas luces ya se encontraba derrotado? Pero la verdadera espada de un hombre fuerte era su mente, no un pedazo de metal atado al cinto. Pocos lo entendían.
Gracias a su aspecto y a su hedor, consiguió ganar un trabajo en la izakatya. Poco dinero, mucho esfuerzo. Poco importaba. Aquel lugar era visitado por gente de toda calaña. Y especialmente por la de su tipo; poderosos y bobos. Había hombres del mar, algún mercader, y piratas. Había sido un buen lugar para empezar. No solo había conseguido algo de información valiosa sino que, si uno sabía escuchar, podía percibir la tonada que estaba tocando la villa de Umioka. Y era, como siempre, una tonada triste cargada de desesperación, bilis y soledad.
Engañó al pirata. Había sido fácil. Aquellos que ostenta una posición de poder sin merecerla creen ser los amos de sus destinos. Es fácil controlar ese timón cuando el capitán está mirando su propio ombligo. Pez Ahogado pronto haría honor a su hombre. Había traicionado a su patrón y robado su propio cargamento. Lo vendió bien…salvo tres barriles que él mismo le había sustraído. Y ahí terminaba toda su relación con él. Si lo había hecho bien, Pez Ahogado ni siquiera se habría enterado de que le faltaban tres barriles de opio.
No sin esfuerzo había enterrado su preciado botín cerca de su nueva morada. El robo era una profesión lucrativa pero escondía un segundo filo que podía cortarte. Además, no le gustaba mancharse las manos él mismo y ahora mismo le dolían todas las articulaciones de los dedos. El trabajo físico no era para él. Quizás, pronto, obtendría el estatus que merecía. Mientras, jugaba con las vidas de otros igual que un maquiavélico marionetista, conduciendo sus caminos hacia su propia destrucción y sacando un beneficio por ello.
Tendría que vender pronto el material robado, no quería atraer miradas sobre sí mismo. Se colocó un pedazo de tela sobre el rostro y una capucha, se arrebujó en su ropa como un alma en pena y empezó su periplo por la ciudad. Había escuchado donde se encontraban algunos de los fumaderos de opio de la ciudad*. Suponía que era un buen lugar para empezar sus pesquisas.
*Imagino que habrá un sitio así, sino empezará buscando algo barrio que tenga casa de juegos, casino o burdel
No aparece Retsudo en la opción de "Destinatarios". No es relevante porque puedo seguir viendo mis post!
No encontré una foto adecuada ya que, dadas las características físicas del personaje, es bastante complicada. He elegido uno que podemos suponer que es de antes de obtener sus peores cicatrices.
Un saludo!
No eres un hombre que guste de vicios, pasaste tu niñez en medio de la decadencia y aprendiste a aborrecer todo cuanto lleva a la gente a la ruina, sin embargo has aprendido que los hombres consumidos por el estupor de la hierva y el alcohol, no miden la miseria y son fuentes confiables para hacerte con algunas monedas. Haces memoria de las derruidas calles del puerto y recuerdas un lugar donde podrías vender el opio, una choza al final del puerto sur, con el techo casi caído y el umbral adornado de hombres tumbados que aúllan en sus delirios. Es un buen lugar, pocas preguntas pero un bajo precio, aunque nunca hay garantías al tratar con criminales de poca monta.
La otra posibilidad que contemplas es venderlo directamente en el distrito del placer, las casas de prostitutas mas caras a menudo ofrecen este tipo de servicios adicionales, se venden como extras para alcanzar el clímax de sus clientes mas extravagantes, aunque el solo echo de lidiar con esas mujerzuelas te exaspera por la aversión que les tienes. Sin embargo allí podrías conseguir un mejor precio e incluso un poco mas de discreción, el problema es que las lealtades de las "madres" de estas casas está bien definida, ofrecer el opio a la casa equivocada podría significar la confesión directa de tu fechoría, pues muchas de estas casas son propiedad de criminales como aquel a quien robó pez ahogado.
Estas en la calle, tu espina encorvada que inclina tu cabeza acercándola al suelo hace que cuelguen los harapos como una cortina, bajo ella cargas los tres pequeños barriles de la preciada carga, ocultos a la vista, aunque tu mera estampa ya está oculta incluso en la luz por el disgusto que provoca mirarte, al menos en ese distrito bajo. El cielo está ensombrecido y amenaza con desatar una lluvia primaveral, caminas un par de metros ayudado de un bastón que no necesitas, pero que combinas con tu cojera para no despertar desconfianza, y entonces llegas al punto donde debes elegir si continuar por los muelles o desviarte y adentrarte en la ciudad hacia el distrito del placer.
El fumadero de opio resultaba una opción atractiva. Pocas gente, criminales sin expectativas más allá del siguiente negocio, clientes atrapados dentro de sus delirios lúdicos. Un callejón sin salida. Podría desaparecer sin dejar huellas en la arena. No obstante, si él estuviera buscando un cargamento de opio perdido sería el primer sitio al que iría. Aquel al que habían robado podía imaginar que solo alguien verdaderamente estúpido robaría algo que no era suyo para venderlo después. Generalmente no solía haber una mente despierta después de este tipo de robos. El ladrón, hábil, no era atrapado durante el robo, sino durante la venta. No era raro descubrir a un habilidoso necio que había robado una imagen en un templo para, momentos después, no saber qué hacer con ella.
La otra opción no le atraía nada. Las mujeres eran una especie en sí misma. Que el cielo y la tierra coincidían en el horizonte no los convertía en iguales. La belleza era un arma que dolía cuando se clavaba en su corazón. Quizás lo que odiaba de ellas era las mentiras que escondían sus rostros, las promesas de manipulación que prometían sus curvas, las palabras turbias que serían pronunciadas con la voz de un ángel. Un paraíso al que nunca podría optar. Uno que había rechazado hace mucho tiempo.
Las prostitutas, además, eran precisamente el tipo de mujer que más distaba de la imagen bucólica y romántica que él había concebido, y que mantenía, desde infante. El poco respeto que se tenían a sí mismas solo era superado por su codicia por el dinero y el asco que sentían hacia los demás. No quería sumergirse en aguas tan turbias.
—Pero uno no hace negocios donde quiere — masculló.
En unos pocos segundos su mente lógica había tomado una decisión, arrollando en su elección su gusto personal y preferencias. Así era como se sobrevivía, así era como se hacían negocios. Había que dejar de lado la parte de tu alma que aún resplandecía para sumergirte en la más oscura, allí donde no querías ir. Los negocios, como el amor, siempre eran turbios. Se quería algo que el otro poseía pero nunca se daba nada gratis.
Iría a ver a las prostitutas. Sería desagradable, peor se prometió que se esforzaría por causar la misma impresión a esas mujerzuelas.
Giras tu pasos y te encaminas entonces hacia el distrito del placer, cuan mendigo anciano cojeas con la ayuda de un palo, atravesando por en medio de las gentes que evitan tocarte o siquiera mirarte, calla tras calle bajo el cielo que empieza a enturbiar con nubes negras. El viento frío que levanta polvo y hojas caídas por igual, empieza a filtrarse por los muchos agujeros de tus desgastadas ropas, y la piel quemada, siempre sensible a pesar del paso de los años, palpita con la helada briza que te eriza las carnes. Buscas alivio en la calidez de tus palmas, y dejas salir un tenue quejar mientras caminas, hasta que finalmente alcanzas con la vista, aquel lugar infame que te causa tal desidia.
La lluvia comienza a caer, pero antes de que las gotas te empapen buscar el refugio de los techos, igual que muchos otros que emprenden carrera, cargados con canastas y otros empujando carretas con afán. Cuando llegas a la calle principal del distrito del placer, la vereda de tierra ha sido deformada por el agua hasta convertirla en un río de barro, pero ni la lluvia es capaz de deshacer el fétido olor de la precariedad del lugar. Conoces en esa calle un burdel donde podrías venderlo, tiene dos plantas y la madre del lugar es una ramera desalmada, de la que has oído en la izakaya donde trabajas pero no conoces si es independiente. Pero si caminas un par de calles mas adelante, cruzando un pequeño puente que pasa por el río, hay un otro burdel bastante grande, del que lo único que sabes es que su dueño tiene fama de mafioso.
Si esos necios supieran del poder de la palabra no se apartarían de su presencia con asco y desdén, lo harían con temor y reverencia. Pero él no quería eso. Los ciudadanos, la gente de a pie, eran peones que debían jugar el juego que él deseaba. Ellos bailaban al son de la tonaba que Retsudo silbaba. Asco y pena suscitaba en sus corazones, un rostro para olvidar. Era justo lo que quería. Que los poderosos se quedasen con sus tronos, sus medallas y sus galones, él era un hombre de sombras a quién nadie podría dirigir la flecha de su arco porque no era más que un fantasma.
Sus pensamientos de poder no le resguardaban del frío, el cual se colaba por los pliegues de su piel y le recordaba que sus viejas cicatrices seguían ahí, presentes y dolorosa, tanto a nivel físico como emocional. No estaba mal para recordarle que no debía ser descuidado. Abrazó el frío como algún día abrazaría la muerte; el mundo era un lugar hostil y lo aceptaba. Algunas cosas nunca cambiaban, y la principal era el sufrimiento. Arriba o debajo de la cadena, poco importaba, siempre sufrían los mismos.
Hasta que él revirtiese el orden natural de las cosas.
La lluvia convirtió el distrito en el inmundo foso de lodo y excrementos que era. A su alrededor algunos corrían tratando de resguardarse de la fría agua. Él desdeñó toda posibilidad de correr, refugiándose malhumorado debajo del alero de un tejado. Analizó sus opciones. Recordaba que había una mala bruja regente un burdel no muy lejos de allí, pero rápido desdeñó la opción. Lo último que deseaba en una noche tan terrible como aquella era añadir una mujer con ínfulas a la ecuación. No, su destino sería otro. Algo más lejano. Un criminal, un mafioso, recordaba que había uno relativamente prominente en las cercanías. Mucho más arriesgado, pero lo prefería. Odiaba más a las putas que a los asesinos y, la verdad, hoy prefería tratar con escoria antes que con mujeres.
Te lanzas sin interrupción a las fangosas calles y continúas el camino, pasas de la casa de prostitutas, y cruzas el puente para alcanzar la mal llamada mansión del criminal en aquel despreciable distrito. Desde el puente, puede verse justo junto a la orilla el edificio de dos plantas, de amplio portón y custodiado por dos hombres que guardan en su cinto una espada. Te gusta analizar desde lejos a las personas para preparar tus respuestas y meditar de antemano lo que podrías esperar. Son criminales de poca monta, pero ese tipo de gente son el tipo de personas que menos aprecia su vida, por lo que son capaces de ofrecerla ligeramente. Desde el lugar, puedes escuchar entre la lluvia como los gemidos de las putas te llegan como susurros, rompiendo entre el chapoteo de las gotas y haciéndose mas fuerte a medida que te acercas, a tus oídos, parece un coro desdeñable que incluso te dificulta mantener la compostura, te traen lejanos recuerdos que no despiertan en ti mas que repugnancia. Cuando te das cuenta, yaces de pie frente a los hombres que te observan sin mucho interés, aunque uno rompe el silencio después de mirarte de pies a cabeza y dice:
- Lárgate de aquí pordiosero, estas estorbando la puerta.
Luego levanta la cabeza para revisar sus uñas, y vuelve a mordisquearlas, mientras el otro parece volver a su letargo, casi durmiéndose de pie en su sitio.