EPÍLOGO
La casa de aquel individuo parecía un basurero. Jonah había oído hablar del síndrome de Diógenes pero nunca había estado en un estercolero como aquel. Tuvo que abrirse paso entre varias pilas de periódicos que llegaban hasta el techo sin poder sacarse de la cabeza aquella noticia del abuelo que encontraron muerto entre la basura de su casa que lo había aplastado.
—Recuerdo a tu hermana.
Jonah miró a aquel tipo. Realmente daba asco, y no solo por su ropa sucia y evidente falta de higiene. Tenía unas costras que le habían crecido por la cabeza creando zonas calvas en varias zonas de su estropajoso pelo gris. Le recordaba a una película apocalíptica, donde los mutantes supervivientes a la radiación vagaban por los páramos en busca de víctimas.
—Vino preguntando por el tema de Robert Johnson.
—Sí.— contestó Jonah perdiendo la cuenta de las veces que había contado aquella historia en los últimos cinco años:— Estaba buscando información para vender un guión a una productora. Desapareció en Chicago. Sé que iba a ver a alguien pero no sé a quien. Pero recientemente alguien me comentó que poco antes de su viaje había venido a verte a ti.
¿Qué edad tendría aquel desecho humano? Podrían ser cuarenta o sesenta años. ¿Cuánto del estrago de su piel era debido a la falta de higiene o cuanto a la edad? ¿Qué le había pasado a aquel individuo para acabar así?
—Vino a verme. En aquel entonces yo estaba en el mundillo.— lo dijo como si Jonah pudiera saber a que mundillo se refería ¿música? ¿drogas? ¿productoras? —Le contesté algunas preguntas de lo que sabía. Le hablé de Morgan Willis y de su historia de las canciones de Johnson. Y le dije que otros, antes que ella, ya habían buscado lo mismo. Le dije que era mala idea. Que el diablo hacía sombra sobre Johnson. Pero no me creyó. Claro que no.
Jonah contó hasta 20. Siempre era igual. Siempre que aparecía una nueva pista sobre su hermana se tenía que encontrar con uno de estos malditos locos. El diablo, la realidad alterada, puertas a otro mundo, secretos... Pero él no perdía la fe. Su madre había muerto el año pasado pero su padre seguía junto al teléfono, esperando una llamada. La policía había tirado la toalla pero él no lo haría. Era su hermana. De pronto se quedó pensando en si acabaría como aquel tipo: enloquecido por los recuerdos de una obsesión. Pero el tipo estaba diciendo algo más.
—Le dije que visitara a Samus en Chicago. Samus solía ser un brujo urbano. Un hombre-de-poder.— lo dijo así, recalcando cada palabra —Pero había caído en desgracia. Con un poco de buen material se le podía sacar información. Y Samus sabía mucho del hoodoo de Mississipi. Pero también había conocido a alguien, a un chaval que había sobrevivido a un viaje terrible.
Jonah apuntó el nombre. Samus. Chicago. La pista coincidía. Su hermana se había visto con alguien en Chicago cuando desapareció. Pero Chicago era enorme y...
—El 'Ten Candles'. Allí es donde Samus solía estar. Todavía existe el bar. Quien sabe. Quizás todavía esté Samus allí.
Los ojos del joven se iluminaron. ¡Una pista sólida! Si encontraba el último lugar donde había estado Barbara quizás pudiera saber lo que había pasado. Ya se había hecho a la idea de que nada bueno, pero era mejor un final que una eterna incertidumbre.
—Si ves a Samus ten cuidado con él. Vendería a cualquiera al diablo por un poco de más de suerte. Nunca se tiene suficiente suerte cuando eres un mago.
Jonah se dirigía ya hacia la puerta. Quería salir cuanto antes de aquel lugar viciado. Pero el otro se levantó con una rapidez que le sorprendió, agarrándolo por el brazo con una fuerza inusitada. Sentía la mano como una garra que se clavaba en su antebrazo. El aliento fétido del individuo le golpeaba en el rostro.
—Tu hermana hizo un camino equivocado y nunca regresó de vuelta... no cometas el mismo error. Pero si ves a Samus dile que yo todavía recuerdo la melodía.
Empezó a reírse como un demente, apretando con más fuerza el brazo. Jonah se soltó de un manotazo haciendo que una de las torres de periódicos cayera con un terrible estruendo. Mientras salía a trompicones por la puerta del apartamento todavía escuchaba al otro gritando:
—Dile que la recuerdo. Y la canto cada noche. Y el agujero sigue creciendo.
Bajó por las escaleras entre el eco de las risas del demente.
No sabía que significaba nada de aquello y rezaba por seguir sin saberlo cuando supiera que había sido de su hermana.