El elfo es muy delgado, al igual que tú y vuestras complexiones físicas son muy similares por lo que sus ropas no te quedan holgadas, y tampoco a él.
Si el plan funciona, su olor quedará camuflado y el rastro que pueda encontrar la Manada les conducirá directamente hasta ti. Como le dijiste antes a Derlan, es un gran riesgo, pero las circunstancias, y un extraño sentimiento de deuda impagada con la Orden de Caballeros y el mundo en general te han hecho decidirte a ser el señuelo.
Ves que el elfo, Girshael, te mira de reojo. En voz baja susurra: Esto que estáis haciendo… hará que toda la Manada vaya tras vuestro. Parece confundido. Os estáis condenando prácticamente a muerte, ¿lo sabéis, verdad?
No dices nada, sólo asientes. El Prisionero baja la mirada, sacude la cabeza y vuelve sus ojos de nuevo hacia ti. En ellos se refleja algo nuevo. Por sorprendente que parezca, percibes respeto, incluso admiración. Sin decir nada, él asiente a su vez.
En silencio, termináis de vestiros con las ropas del otro.
Mientras los ecos de los cuernos de guerra orkos se apagan en el frío aire de la mañana, el elfo y Petrer comienzan a intercambiarse los ropajes.
Miras hacia el valle. El sol todavía no ha despuntado sobre él y se ve oscuro, peligroso, hostil. Te llevas la cruz de Korth a los labios de manera inconsciente, ya que cualquier ayuda será bien recibida, y piensas una vez más que no habéis sobrevivido a la emboscada y a la huída por el barranco para morir hoy aquí.
Desenvainas el espadón que portas a tu espalda y lanzas unos mandobles al aire para desentumecer los músculos. La hoja está perfectamente afilada, fruto de tu esmero en cuidarla, lo que te hace sentir orgulloso. Los ejercicios de combate te distraen de lo que no dejas de darle vueltas en tu cabeza. Que ahora la responsabilidad de cumplir la misión recae exclusivamente sobre tus hombros, y en los de nadie más.
Resoplando, envainas de nuevo el espadón de acero. Miras tanto a Sertois como al Prisionero, que ya están listos para partir.
Te preguntas de cuál de los dos será de quien deberías fiarte menos…
Lentamente, los ecos de los cuernos de guerra orkos se apagan en el frío aire de la mañana, y, a un lado, el elfo y el cocinero comienzan a intercambiar sus vestimentas.
Miras hacia el valle entrecerrando los ojos. El sol todavía no ha salido y el valle se ve como una inmensa arboleda oscura, peligrosa y hostil.
Es curioso, tomar la decisión de separarse en dos grupos había sido lo más difícil, pero una vez hecho no sientes nada, ni miedo ni ansia. Sólo tranquilidad y determinación en seguir adelante. Como ha dicho Petrer, a veces hay que tomar decisiones arriesgadas que implican gran dificultad. Eso has hecho, y crees que has acertado, a pesar de que seguramente estás poniéndote a ti mismo y al cocinero en un peligro mortal.
¿Vale la pena? Recuerdas las últimas palabras del capitán Andrais: El mundo aún no lo sabe. Pero estamos en guerra. Recuerdas su mirada hacia el Prisionero. Y él es el único que nos puede decir quién es el verdadero enemigo…
Por supuesto que vale la pena. Tu mirada se dirige ahora hacia Orlant. Confías en él. Es un veterano caballero acostumbrado a liderar a sus hombres en situaciones críticas. Sabes que hará todo lo que sea necesario para cumplir la misión, a pesar de detestar profundamente al elfo y a toda su raza.
Y si hay alguien capaz de meter en cintura al explorador, ese es el sargento.
Sentado sobre una roca, revisas tu equipo. Tensas con más fuerza la cuerda del arco y compruebas una por una las flechas que te restan en el carcaj. Cerca de ti, el elfo y el cocinero intercambian sus ropajes.
Miras al cielo. Cada vez clarea más. Te pones en pie, preparado para comenzar la marcha. Sabes que no va a ser un camino de rosas, pero la situación actual hace que veas que tienes muchas posibilidades de salir con vida de esta. Sí, lo importante es sobrevivir, eso decía Berem siempre, y no puedes estar más de acuerdo con las palabras de ese bastardo.
En cambio, el teniente y el cocinero lo tienen realmente difícil. Hacer de señuelos les condena prácticamente a muerte. Y lo peor es que no lo hacen obligados, sino que se han ofrecido voluntariamente para ello. Como un mero sacrificio.
Caballeros… no consigues entenderlos a pesar de haber pasado la vida con ellos, a pesar de ser uno de ellos. Honor, disciplina, deber… Estupideces que sólo sirven para que te maten…
Escupes a un lado, sintiendo un sabor amargo en la boca. Lo que te molesta de verdad es que lo hagan conscientemente, que se arrojen a la muerte así. Como si fueran mejores que tú…
No, lo importante es sobrevivir… ¿verdad?
El cocinero y el elfo terminan de vestirse cada uno con la ropa del otro. Una vez hecho esto no queda nada más que decir o hacer. Es hora de continuar la marcha.
El grupo que hará de señuelo para confundir a la Manada, compuesto por el teniente Derlan y Petrer se desviará hacia el noreste. El que custodia al Prisionero, encabezado por Sertois y el sargento Orlant tomará rumbo noroeste. Ambas rutas llevan hacia el fondo del valle, donde los dos grupos deberán atravesar el río, para después seguir cuesta arriba hasta atravesar el valle.
Al norte, al otro extremo del valle, se divisa una loma rocosa más alta que sus alrededores cubiertos de bosque. Si sobreviven, si logran atravesar hasta allí, se dirigirán hacia este punto alto desde el que sin duda podrán divisar la torre fortificada que está más allá del valle.
No será un punto de reunión, no pueden darse el lujo de esperar un grupo al otro, ya que podrían estar siendo perseguidos por el enemigo. Pero han decidido que si un grupo llega hasta allí, dejarán una marca en su punto más alto para que si los otros lo alcanzan más tarde al menos sepan que lo han conseguido, que siguen vivos.
Sin saber muy bien qué decir, los caballeros se despiden con quedas palabras, deseándose suerte. Y se ponen en marcha. Al cabo de unos momentos, ambos grupos dejan de divisarse entre sí. Cada uno por su lado, emprenden el camino.
Les invade la sensación, el presentimiento, de que no volverán a verse...
La despedida y la marcha de los caballeros sólo es presenciada por un testigo.
Desde la copa de uno de los árboles circundantes, la penetrante mirada de un gran águila blanca contempla con detalle a los hombres y al elfo desaparecer entre el bosque.
En cuanto ya no los ve, la majestuosa ave alza el vuelo, batiendo sus alas con fuerza y remontando las alturas en el cielo gris que comienza a tornarse azul con la llegada del amanecer.
Esta escena termina aquí y queda cerrada. Se dividirá en las dos escenas siguientes:
Cazadores y Presas (Derlan y Petrer)
Cazadores y Presas (Orlant y Sertois)