Leonidas Rivadavia se había ido la noche anterior, y estaban en plenas preparaciones mientras la tormenta rugía fuera.
La tormenta era anti-natural en Noviembre, y sus detonaciones recordaban a una película mala, como si fuera un cliché guiado por una máquina de escribir. Y como en un guión barato mal dirigido, tocaron a la puerta.
"¡La!" dijo el gigantesco hombre.
Su Maestro, aparte de un experto en varias sendas taumatúrgicas y un erudito en psicología y epistemología, fue expuesto a Don Quijote a una edad formativa y a Hammer Films uno ciento cincuenta años después.
"Mis criaturas de la noche, ¿por qué no componen hermosa música?"
Y ante el comando de su chasquido, la tormenta se detuvo y le pasó su abrigo empapado a Eric. "Sigues viviendo de tu hermana, ¿eh? Supongo que le ahorró un viaje al anciano Rivadavia," concluyó con una sonrisa malévola, cada diente una trampa cruelmente compleja.
Aquella entrada fue algo inesperado, pero nada desagradable. No era el vínculo, ni siquiera interés, lo que motivaba al joven tremere a responder a las palabras y aparición de aquél alto señor con una leve sonrisa. En verdad le agradaba. Aunque sutil de palabras, Sergei era directo en sus acciones. Tomó el abrigo que le tendía y lo sacudió un poco.
"Nunca fui bueno para el dinero, maestro." Respondió el americano con simpleza, y a la vez, humor. No era que Erik fuese malhumorado, sino que su humor no era gracioso para todos. Había que conocerlo para captar su intención.
"Que gusto." Añadió a modo de saludo mientras colgaba el abrigo de una percha en la entrada.
De la boca de la aparente joven mujer surgió una risa cantarina y agradada al reconocer ni más ni menos que la voz de aquel que al final, había terminado suponiendo la figura paterna para ella que un día perdió a manos del Reich. Se levantó con presteza dejando a un lado el libro que había estado sosteniendo entre sus níveas manos y no dudó en aproximarse hasta el que para ella era un modelo a seguir.
—¡Maestro! Es tan agradable tenerlo de vuelta con nosotros...— Parecía incluso extasiada de alegría por su presencia allí y por un momento no pensó en las cosas que podían significar realmente. —Eric no sería capaz de ir vestido adecuadamente si yo desapareciese.— Bromeó la pelirroja mirando por el rabillo del ojo un instante al mentado. Con el brazo abarcó el espacio que hasta escasos instantes antes habían estado compartiendo en solitario los dos más jóvenes. —Adelante, por favor, está en su casa.
No pasó por alto, sin embargo, la mención a la visita del Brujah.
—¿Ya está enterado, señor?
"¿Enterado?" dice, su voz aguda mientras se sienta con movimientos fluidos y exagerados, sus brazos doblados hacia arriba y a los lados, con mucho histrionismo y propósito. "El Clan estaba preparando una expedición independiente cuando recibimos la noticia. Tu nombre estaba en la lista, Dana, y me causó enormes problemas cuando el Excelentísimo se enteró. Debiste ver su cara, creí que vomitaría y el mismo Saulot estaría clavándome una estaca en el corazón."
Volkov espera su reacción, y con satisfacción una de sus cejas se levanta lentamente. "Sí," su puño en su mejilla. "Ésta es la escala del problema en el que su notoriedad nos ha metido. Y ahora que el Concejo está atado de manos por miedo a Rivadavia, tiene que actuar a través de mí, y yo debo obedecer, so pena de muerte para mí y mi progenie." Su Maestro de arremanga y pone los brazos sobre sus rodillas, mostrando con mucho énfasis sus muñecas. "Beban, cachorros, y podré decirles los pasos dos y tres, más información que garantice su retorno."
Su voz es melancólica, un poco forzada, pero actúa siguiendo las directrices usuales del Concejo de Magos.
Por un momento, Erik solo miró. Un breve instante en el que la gravedad de lo que estaba pidiendo le sobrecogió. Vinieron varias preguntas a su cabeza, varias de las cuales no eran nada prudentes, pero pronto fueron acalladas por el hecho de que sabía que Sergei no le pediría tal cosa de no ser, como decía, el menor de los males. Con resignación y poniendo especial confianza en el criterio de su maestro, se acercó, tomó la muñeca de su sire y bebió en silencio, sólo lo suficiente para hacer efectivo lo que se buscaba con esa invasiva medida. No podía culpar a los superiores por no fiarse de él, pero le sorprendió que tuviesen reservas con Dana, quien había sido más que transparente en su afición por la Pirámide...
Tras terminar, simplemente se retiró, hizo el ademán de suspirar y miró a Dana, como cediéndole el turno.