Escritor C.S.
Remolcamos con la fuerza de nuestras cansadas manos la barcaza hasta la humeda tierra entre la que nuestros pies se hundían como si el estado solido desapareciera bajo las botas y dispusimos el campamento adentrándonos ligeramente entre los arboles. No lo suficiente como para correr el riesgo de perdernos, lo justo para que pudiera hallarse un leño seco que talar.
En ello estaba, cortando a espadazos -pues no disponía de otra herramienta- un mangle como otro cualquiera, cuando Robb grito sobresaltado. Me gire hacía él, asiendo mi arma. Nunca se sabía que clase de depredador podría acecharnos en aquel lugar inhóspito y salvaje, pero la sorpresa fue mayor de lo que esperaba. Un hombre.
Se arrastraba hacía lo que aun malamente podía llamarse campamento, ignorando a Robb que quedo a su lado mirándolo con incredulidad y miedo, para dejarse caer sobre un montón de hojas secas que muy difícilmente habíamos conseguido encontrar. Maldita humedad.
El invitado inesperado vestía como caballero. Armadura, malla y todo eso que compran los que tienen un caballo o escudero que les lleve tales enseres. No portaba armas ni escudos, yelmos, insignias o distinción, solo la mencionada armadura, embarrada y maltratada de tal forma, que parecía arrastrar medio pantano y un tanto de sangre como adorno.
Socorrimos al hombre con precaución. Es decir, le atamos pues Robb estaba convencido de que aquel ser era alguna abominación monstruosa y no un hombre, que nada vivía en aquellas tierras desde hacia mas siglos de los que gastábamos juntos y que los fantasmas de los pasados señores de aquellos territorios debían, forzosamente, pulular por allí. Nadie nunca me había hecho mención sobre tal leyenda, aunque tampoco es que fuera proclive a cuentos de viejas, bien podía existir tal historia y no ser solo producto del miedo de mi compañero de viaje.
Cuando atendimos al hombre, como decía, encontramos heridas en su cuerpo y apenas se agarraba a la vida. Despertó lo suficiente para hablarnos de historias sobre un torreón lleno de tesoros escuchadas en taberna alguna, de un grupo de caballeros sin señor que decidieron probar suerte entre las almenas vacías de “Quebradas de la Ciénaga” y de como no eran los únicos con tal idea y fueron emboscados.
No daba crédito a sus chorradas sobre tesoros y como estaba sentenciado le dejamos allí. No eramos tan imbéciles como para quedarnos, ni tan inhumanos como para no encenderle un pequeño fuego que le durara algo más que su vida.
Ahora, escuchando lo que aquí contáis, sus palabras cobran valor para mí, pero sigue siendo dudoso, no tengo armadura ni qué la lleve, no soy uno de esos hombres que da su vida por quimeras. Solo un viajero con un barco.