Una cámara tenuemente iluminada, el aire está cargado con el olor del incienso, tratando de ocultar sin mucho éxito los olores de carne, sangre y putrescencia.
Una mujer se encuentra cerca de una mesa, ocupada con baratijas arcanas, restos quemados y herramientas propias de aquellos que practican las artes oscuras. A su espalda, las sombras bailan a lo largo de las paredes, proyectando siluetas espeluznantes que parecen retorcerse y quebrarse, acompañadas por el sonido del fuego besando la madera seca.
Sus ojos, estanques de un gris ahumado, reflejan determinación y temor, mientras mira a su acompañante masculino, tumbado en una cama cubierta con la lujosa tela carmesí que le cubría hasta hace un minuto, un atuendo real, caído para mostrar la vulnerable carne de quien en él se crecía. Gotas de sudor salpican su frente, evidencia de su agitación, sustituyendo sus comunes expresiones de autoridad y orgullo.
La mujer sostiene en su mano una fruta peculiar, de un oscuro púrpura. Ella acaricia la piel suave de la fruta, su ademán es a la vez suave y posesivo. Con un rápido movimiento, toma un cuchillo pequeño y brillante de la mesa, su hoja está grabada con símbolos crípticos.
Mientras los dedos de la mujer bailan a lo largo de la superficie de la fruta, sus pensamientos van a la deriva, ordenando todos los efectos que su complejo plan ha de desencadenar. La concentración arruga su frente, en una expresión de molestia inaudita, antes de volver a mirarlo con expresión inocente ¿Realmente él quiere arriesgar tanto? ¿Arriesgar todo?
Con un movimiento de su muñeca, la hoja perfora la piel. El púrpura, otrora opulento, da paso a una carne blanca, pura, inmaculada e inflexible. Con ágiles dedos expulsa la pulpa de su cobertura. La fruta, ahora desnuda, descansa vulnerable en su palma.
Un momento de vacilación enmascara su rostro, nota su corazón, detenido, obstruyéndole la garganta. Consigue recuperar la respiración, y con ella sus latidos. Sus dedos se enroscan alrededor de la fruta, su agarre firme y decidido. Lentamente, deliberadamente, aplica presión, su mano aprieta con firmeza.
Se asombra de la ausencia de sonidos. El hombre, incapaz de vocalizar su dolor, convulsiona. Su rostro se contorsiona en una expresión de tormento, pero sus ojos permanecen fijos en ella.
Con un último ejercicio de fuerza, la mujer suelta su agarre y el hueso de la fruta se desliza libremente entre sus dedos, dejando atrás una masa desfigurada. La metáfora completa, la verdad revelada, observa cómo cae una gota roja, salpicando un sello tallado sobre la mesa.
Tras varios minutos mirando el guiñapo de carne muerta sobre el lecho, la mujer se permite cerrar los ojos. Toma una campanilla y la hace sonar tres veces, reclamando la presencia de sus sacerdotes, quienes han de engalanar al monarca para su viaje final.
Si tan solo ellos supieran...