Había pasado tan solo 36 horas en Tombstone, y ya no le quedaba nada que hacer aquí. La llegada fue ciertamente gloriosa, pues el rumor viajó más rápido que ellos mismos, y para cuando llegaron en tren al pueblo había una multitud esperándoles y un sinfín de periodistas del Epitaph. Stephen Boyle había aceptado los honores con humildad e incluso había aceptado - merced a la insistencia de su amigo Charles - hacer unas pocas declaraciones y posar para fotos. Por aquél entonces el pueblo llano sabía muy poco y entendía aun menos de lo ocurrido en el viaje, pero olía la aventura y sabía captar la trascendencia. Al menos algunos ocupantes de la diligencia desaparecida habían sobrevivido, y por telégrafo ya habían llegado de noticias que involucraban a peligrosas bandas de forajidos, a indios salvajes y a cosas aun peores.
El siempre práctico Boyle no se dejó deslumbrar por las atenciones y usó bien el tiempo. Un viaje a la oficina de patentes le aseguró que, además de esta fama momentánea, su apellido gozaría de gloria menos perecedera. Con unas cuantas visitas al General Store y a armerías varias puso sus asuntos en orden y, orgulloso, se declaró preparado para retornar dirección Oeste hacia sus compañeros de desdichas.
En ese frenético día de llegada, Boyle apenas pudo ver a Eckhardt, ocupado este, como era de entender, en sus responsabilidades de narrador hacia el periódico y en su vuelta a la vida de ciudad. No se puede decir que el bueno de Charles aceptara los honores con menos humildad, pero sí se debe reconocer que esa fama y el renombre eran la materia de la que se nutría su alma, y de cierta forma, a Boyle no le cogió por sorpresa el cambio de planes.
John P. Clum en persona - le explicó Eckhardt - le había nombrado ¡redactor jefe! Su valía como periodista se había demostrado y había llegado al momento cumbre de su carrera. En medio de té, pastas y disculpas, el tembloroso reportero se confesó avergonzado por no querer - no poder - cumplir la promesa de seguir viaje. Stephen Boyle, siendo un caballero y entendiendo la difícil posición del encumbrado plumilla, dispensó a su amigo quitándole importancia al asunto y prometiéndole nuevas historias cuando volvieran a verse.
Maldito o no, el lugar de Eckhardt estaba aquí. El lugar del británico, en cambio, estaba donde su palabra lo exigía. Y así fue como, día y medio después de su llegada al pueblo, Stephen Boyle lo abandonó en una diligencia no muy distinta a la que había ocupado en aquella otra travesía, y con compañeros de coche de mejor carácter, que olían mejor, pero infinitamente menos interesantes...
El poblado hamakhava estaba desierto, desolado. Las tiendas seguían intactas, los tótems se alzaban y muchos útiles estaban abandonados en torno a los fósiles de hoguera, ya apagados y sin nadie para calentase en torno a ellos. Aunque no hubiera señales de violencia, todo rastro de vida había abandonado el asentamiento.
Cuando la partida de jinetes llegó al pueblo no había nadie a quien hacer sus preguntas. Frustrados, prendieron fuego al poblado, sabiendo que el mestizo indio había estado ahí. El destacamento de caballería a los mandos de un Ranger nunca encontraría una huella, una pista. El perro rojo les había olido llegar y había huído.
El siempre vigilante Dakota era difícil de sorprender, aun sin contar con los fieles y eficaces vigías hamakhava. Sabía que era un proscrito y que en cualquier momento podían aparecer en el horizonte reclamando su cabeza, por eso se había mantenido siempre preparado para partir.
A decir verdad, toda su vida había estado preparado para partir.
Se alegraba de haber tenido tiempo de alejarse lo suficiente y de que los hamakhava pudieran haber hecho lo mismo. Les trataran como cooperadores con un forajido o como meros testigos, los hombres blancos nunca se habían caracterizado por el trato amable hacia los rojos, y en esta ocasión había muchas razones para ser cauto. De todo esto se alegraba Dakota, pero quizá lo más sorprendente fuera poder compartir su fuga. No había muchos blancos que hubieran partido el pan con un mestizo apache buscado por la ley, pero si por algo se caracterizaba Frank era por hacer poco caso a esos prejuicios.
Al menos se habían abastecido y armado sobradamente. Estaba claro que no podían volver atrás, y que una vez iniciada la huída, tendrían que seguir en movimiento. Lo lamentaban por la promesa, pero aunque se hubieran esmerado en cubrir sus huellas ya no estarían a salvo hasta cruzar la frontera confederada. Sin duda Charles Eckhardt y Stephen Boyle estarían a salvo, incluso encontrándose con los hombres del capitán Wright; no tenía demasiados motivos para relacionarlos y aun menos razones para condenarlos. Quizá les volvieran a ver algún día, cuando la maldición estuviera rota y el Lobo muerto. Ese día les explicarían lo ocurrido, y ellos lo entenderían.
Hoy, ahora, había empezado la cacería.