6 de diciembre de 1941
Ya había hablado de ello antes con la señora McRoberts, la encantadora anciana que vivía en el número tres de la calle Groover y que siempre estaba quejándose de lo mucho que tardaban en llegarle las cartas de sus hijos como si aquello fuera culpa de Ezra y no de su carácter arisco, del que probablemente no querían saber ni sus hijos. El problema radicaba en que la adorable viejecita tenía un fiero perro que siempre dejaba suelto y que tenía la dichosa costumbre de saltar con los afilados dientes por delante a por todo aquel que abriera la cancilla del patio de la casa. Cosa que no importaría mucho si la bestia no pesara unos 40 kilos de puro musculo. Por mucho que Ezra le pedía que lo tuviera atado la mujer hacía caso omiso y él estaba convencido de que llegaba a soltarlo a la hora que pasaba por allí sólo por fastidiar.
El perro y el cartero, un tópico que había llenado viñetas cómicas de periódicos hasta la saciedad, y que ahora que lo tenía que vivir en primera persona no le hacía ninguna gracia. Allí estaba el can, clavando su mirada en él y erizando el lomo, con la cola rígida y el cuerpo en tensión, dispuesto a saltar sobre él en cuanto abriera la cancilla e hincarle el diente. No era una bienvenida muy cálida.
“Qué hija de puta”, pensó el joven cartero cuando vio que nuevamente debía enfrentarse al chucho de la señora McRoberts. Cada vez que tenía que entregar una carta a la señora aquél maldito perro estaba allí. Había incluso soñado que le metía un tiro entre ceja y ceja, pero Ezra no era del tipo de personas que se dejaba llevar por los impulsos de una forma tan fácil. Allí permaneció plantado, quieto, delante del perro, mirándolo desafiante. “Si tengo que correr, el perro me va a morder. No es mi culpa que la vieja chiflada esta lo deje suelto. Puta vieja y puta calle Groover”, pensó el chaval mientras echaba una mirada exploratoria. Suspiró. “Y encima esta harpía no tiene buzón, manda huevos...”, pensó el chico mientras miraba al perro con cara de “no me puedo creer que me estés haciendo esto”. Abrí la verja, sabía que el perro se me abalanzaría, y que iba a tener que correr. “Joder, esto es denigrante, quién tuviera una escopeta para matar al perro”, pensaba amargamente mientras intentaba describir un gran círculo por el patio, dejar las cartas, y volver al punto de partida sin dejar de correr. No era algo a lo que estaba acostumbrado, ni siquiera entendía por qué aquella mujer hacía eso, pero suponía que no tenía nadie quien la quisiera y era su manera de tomarse la venganza sobre alguien, y ese alguien había resultado ser él.
Al abrir la verja el perro se levantó amenazante y empezó a gruñir advirtiendo a Ezra de que lo que estaba haciendo podía traerle consecuencias muy graves si seguía adelante con ello. El muchacho dudó un segundo pero continuó adelante y decidió optar por una estrategia que ya le había funcionado otras veces: trazar un círculo grande bordeando el jardín y manteniendo las distancias con la bestia para que no se lanzara sobre él.
El animalito le fue mostrando los dientes mientras no dejaba de gruñir y dio algún paso hacía él pero no se movió mucho del sitio. Los pasos que daba eran más que nada para no perder de vista al intruso cartero que se colaba en su territorio. Ezra pudo llegar hasta el porche de la casa y dejar allí las cartas con movimientos lentos y tratando de mantener la calma. Suspiró un poco aliviado, la mitad del camino ya estaba hecho y ahora sólo quedaba repetir el proceso, si había llegado hasta allí podía regresar.
Pero el muy cabrón del perro parecía saber que había dejado las cartas ya y echó a correr hacía él de pronto tras proferir un ladrido. La criatura corría mostrando los dientes y lanzando gruñidos, y Ezra, asustado, echó a correr hacía la valla cercana que separaba la casa de la señora McRoberts con la de su vecino. Todo ocurrió muy rápido. Cuando quiso darse cuenta estaba en el jardín de la casa contigua preguntándose como había sido capaz de brincar el alto obstáculo. El corazón le latía a mil por hora y escuchaba los arañazos en la madera del perro y sus ladridos. Cuando consiguió reponerse se puso en pie y se percató de que le faltaba un zapato, al pasar de nuevo por la cancilla de la señora McRoberts vio como aquel chucho de satán estaba desquitándose con el zapato y le agradó saber que eso que las mandíbulas de aquella bestia destrozaban no era ninguna parte de su cuerpo.
“¡La madre que lo parió!”, pensó el cartero, cuando vio que, efectivamente, el perro se la iba a liar. La calma que dio paso a la tormenta hizo que el cartero huyera despavorido hacia cualquier dirección, y el resultado de aquella acción fue la pérdida de uno de sus zapatos a manos del maldito can. “Madre mía, por qué me sucederá esto a mí”, pensó amargamente el chaval observando al perro y a su zapato siendo destrozado. “Venga, otra vez a gastar dinero por culpa de aquella vieja”, pensó mientras, intentando no usar el pie descalzo o lo menos posible del mismo, salía de la casa del vecino. Su corazón empezaba a tranquilizarse otra vez, muy poco a poco, y empezó a caminar. No recordaba bien hacia dónde ir ahora, el suceso lo había dejado un tanto desorientado. “La próxima vez o ata al perro, o lo mato.”
No sé muy bien qué poner, no tengo destino ni nada xD
Erza continuó la ruta, algo desorientado y anadeando por la acera con el susto todavía reflejado en su pálido rostro y el corazón bombeando sangre a toda velocidad. Cuando consiguió tranquilizarse y se situó en el mapa que tenía del barrio en su mente continuó el camino cojeando, a causa de la perdida del zapato.
Todavía llevaba el susto en el cuerpo cuando vio a un muchacho venir de frente por la calle corriendo a toda velocidad. Iba hacía él directo y lo reconoció de inmediato. Era James, el hijo de su vecino. Un amable muchacho que se encargaba de cuidar de su hermano en el camino al colegio. Que viniera a toda prisa hacía él ya le dio mala espina. En seguida supo que algo malo había pasado con su hermano.
Pese al susto, una sonrisa apareció en su rostro cuando vio a James venir hacia él. Aquél chico erra muy amable, y muy buena persona No obstante, su sonrisa pronto se evaporó, como una columna de humo arrastrada por el viento cuando Ezra cayó en la cuenta en que la forma en que venía, y la cara que traía, no era normal. Si bien había perdido el zapato, parecía que aquello iba a quedar como una anécdota superflua. Su cara se ensombreció rápidamente, y el cartero se acercó al otro hombre a grandes pasos, lo que le permitía la falta de uno de sus zapatos. -James... ¿Qué sucede?-, preguntó con una voz ligeramente temblorosa. Tenía mucho miedo que algo hubiera pasado, y parecía que la situación no presagiaba nada bueno. -¡No me digas que le ha pasado algo malo a mi hermano...!-
El muchacho asintió recuperando el fuelle, había llegado corriendo desde el colegio y estaba sin aliento y tenía la cara enrojecida del esfuerzo. Cuando por fin reunió el aire suficiente para articular palabra empezó a hablar de forma entrecortada y casi al borde de hiperventilar.
-No... no se que... ha pasado... Se ha puesto a... gritar de pronto en mitad de la clase y... ha terminado pegando a varios compañeros. He ido corriendo a vuestra casa a buscaros pero luego he recordado que hacías esta ruta y...- Las palabras se ahogaban en su boca porque todavía no había recuperado un estado normal de respiración.
"La madre que lo parió", pensó Ezra, pese a saber que su hermano tenía muchos problemas. Supuso que su jefe lo entendería, así que asintió una vez con la cabeza. -Está bien, calma. Vamos para allá. Me tocará trabajar un poco más hoy. Gracias por avisarme-, dijo con una sonrisa irónica. Estaba preocupadísimo por su hermano y sus compañeros, porque tampoco era la primera vez que a su hermano le sucedía algo. Pero pese a que los profesores no eran competentes en controlarlo por lo general, no era normal que se pusiera a gritar porque sí, sin motivo, en medio de una clase, y que se pusiera a pegar a la gente. -Respira, compañero, que te va a dar un ataque-, añadió, viendo el lamentable estado en que había quedado su compañero James. Empezó a caminar a un ritmo rápido, al ritmo que se lo permitía la falta de uno de sus zapatos. "Menudo día"
El muchacho se quedó apoyado contra la pared recuperando el aire todavía y le dijo a Ezra que se fuera adelantando él, pues debido al estado en que se encontraba después de semejante carrera no tenía fuerzas suficientes para continuar con ese ritmo. Eso le permitió a Bryan ir a un ritmo todavía más rápido, al menos lo que le permitiera la curiosa manera de andar que le había dejado la perdida de uno de sus zapatos.
Llegó al colegio St. Everett de Riverside y cruzó la valla que daba acceso al jardín del edificio, un perro grande y negro que Ezra sabía que era propiedad del bedel salió corriendo a recibirle y Ezra pensó que no podía tener tan mala suerte en ese día. Afortunadamente, en este caso el perro estaba atado y el can sólo pudo correr hasta que la robusta cadena de metal a la que estaba sujeto se tensó y le impidió seguir avanzando. Y eso además era mucho antes de llegar al camino de gravilla por el que Ezra caminaba ahora en dirección a la puerta de la escuela.
Una vez dentro fue atendido enseguida y el profesor de su hermano se presentó allí para hablar con él. Después de darle los buenos días se le quedó mirando algo extrañado al descubrir que había perdido uno de sus zapatos, pero no le comentó nada al respecto. Simplemente le llevó a un aula donde habían aislado a su hermano y en cuya puerta había un pequeño cristal que permitía ver el interior. Pudo ver a James sentado en una silla con los brazos cruzados sobre el pupitre y la cabeza apoyada en las manos. Tenía la vista perdida en la ventana del aula.
-No sé que ha pasado. Se ha puesto a gritar de pronto y ha pegado a varios niños. Cuando le hemos traído aquí se ha calmado. -Los profesores de Riverside no estaban para nada capacitados para tratar a niños con el problema que tenía su hermano, pero no había otro remedio si querían que recibiera una educación.
“Menudo día el que llevo... Y lo que me espera”, pensaba Ezra mientras caminaba calle arriba con uno de sus zapatos. Ya estaba cansado del sobre esfuerzo realizado por aquél maldito perro y además le dolía la cadera y el pie que llevaba descalzo de andar desnivelado. Casi era mejor retirar su otro zapato, pero el joven decidió no hacerlo. “¡Odio a esa gente!”, pensó amargamente el joven mientras cruzaba la acera en dirección al colegio. Ya dentro, un nuevo susto estuvo a punto de hacerle correr de nuevo hacia la verja más cercana. “¡No me jodas!” Meditó una vez el perro se le acercaba. Su tentativa de empezar a huir de nuevo se vio frenada como el perro vio frenado su ataque por una cadena que Ezra bendijo en silencio mientras se introducía en la escuela.
Todos parecían más preocupados que Ezra por el suceso, pero ninguno más cansado. Ezra intuía que iban a ver su único zapato (o más bien, la carencia del segundo zapato) tarde o temprano, por lo que decidió restarle importancia con un gesto de la mano que claramente decía que no se preocupara y una sonrisa tímida, junto a un -es una larga historia-, para dar punto final al incidente. Una vez fue llevado al aula donde estaba su hermano, hizo una mueca de lástima y asintió un par de veces. -Muchas gracias por avisarme, y siento el comportamiento de mi hermano... Tampoco podemos hacer mucho-, se excusó, tocándose la frente con el pulgar, el índice y el corazón de la misma manera que lo haría una persona al tener migraña, bajando incluso un poco su frente. Tras golpear un par de veces con los nudillos la puerta, empujó la manecilla hacia abajo y la puerta hacia delante, dispuesto a ver a su hermano. -Hola, James. Soy yo, Ezra. ¿Cómo estás?-, preguntó con cautela, intentando no alterar a su hermano, aunque sabía que con él no solía ser nada peligroso.
Perdón por la demora.
8 de diciembre de 1941
Amanecía un nuevo lunes y Ezra volvía al trabajo y nuevamente se encontraba con el dichoso perro de la señora McRoberts, esta vez tenía claro que no iba a volver a perder un zapato y lanzó el correo al jardín, si quería poder leerlo debería aprender a atar a su perro. La tarde del sábado, tras el susto de la escuela tuvo que comprarse un juego de zapatos nuevos para remplazar el que el chucho había destrozado. Fue con su hermano James, que le explicó que se había asustado al ver un pájaro posándose en la ventana.
-Los pájaros no tendrían que estar en esta época del año. -Razonó. -¡Los demás chicos lo veían normal! -Dijo algo indignado.
Ezra tenía claro que el lugar de James estaba en una escuela especial y no en aquella de su pequeño pueblo donde los profesores no tenían ni idea de qué le sucedía y donde apenas sabía como tratar con él. Aunque últimamente había mejorado mucho su estado, al llevar una vida más normal, no era lo mejor para él. Y lo mejor para él escapaba a las posibilidades económicas de su familia. Había decidido pasar un domingo tranquilo en familia y después de ir a la Iglesia pasaron el resto del día en el campo.
Eran aproximadamente las doce y media de aquel lunes atípico en el que ningún perro le había perseguido hasta el momento y de pronto vio salir a una persona corriendo muy angustiada. Ezra se alarmó, por un momento llegó a pensar que la casa de aquel pobre desgraciado se estaba prendiendo fuego pero no vio salir humo de su tejado, entonces observó como el hombre pasaba delante de él y le hacía gestos para que le siguiera, se introdujo en el jardín de la siguiente casa en la que Ezra iba a entregar una carta y aporreó la puerta hasta que el dueño abrió extrañado.
-¡Pon la radio! ¡rápido!. - Le apremiaba.
El hombre le hizo caso y fue hasta el salón para girar la ruleta que encendía el aparato y entonces la voz del presidente Roosevelt inundó el pequeño salón en el que se encontraban los tres hombres.
-Ayer, 7 de Diciembre de 1941, una fecha que pervivirá en la infamia, los Estados Unidos de América fueron sorpresiva y deliberadamente atacados por fuerzas navales y aéreas del Japón. - A estas palabras siguieron una breve explicación del ataque a Pearl Harbor y una petición al Congreso para poder declarar la guerra a Japón.
Cuando Ezra volvió a verse las caras con aquél perro infernal, sonrió en vez de desesperarse. “Se lo tenía dicho. Maldita vieja, ahora tendrá su merecido”, pensó, mientras de su mochila lateral extraía las cartas que le correspondían a la octogenaria. Sin pensárselo dos veces, y sin temer una más que posible reprimenda debido a la más que posible queja de la señora McRoberts, Ezra lanzó las cartas más allá de la verja del jardín. Si el perro destrozaba la correspondencia no era culpa suya, al fin y al cabo. “Haber tenido al perro encerrado, que no cuesta tanto ser un poco amable”, se dijo convencido, todavía pensando cómo iba a explicarle a su superior que la decisión que él había tenido que tomar por la fuerza se debatía entre reventar la cabeza al puto perro con un palo o tirarle las cartas al jardín a la vieja, y que por el bien de la empresa y el suyo propio había decidido tomar la segunda opción, tuviera la repercusión que tuviera dicha acción.
Ezra pronto se puso en guardia, cuando vio que una persona salió de su casa, le indicaba que lo siguiera, cosa que hizo y se introdujo a golpes (y nunca mejor dicho) en la casa del otro hombre. Lo seguí, con un -Con permiso...- Que denotaba un poco de vergüenza por la situación. “¿Qué demonios estoy haciendo aquí?”, se preguntó el muchacho. Los dos hombres eran adultos, y no eran el tipo de personas con las que Ezra se juntaría. Sin embargo, había un motivo para ello. Pearl Harbor había sido atacada por Japón, y parecía que se avecinaba una inminente guerra. Dejó caer la mochila al suelo poco a poco, haciéndola resbalar por su hombro y brazo. -Madre mía... La que se avecina-, comentó Ezra con un hilo de voz. No sabía si estaba preparado para todo lo que iba a suceder en los próximos días (y quién sabe si meses o años).
Los tres hombres, entre los que se incluía el joven cartero, se quedaron allí parados frente al aparato de radio escuchando las aterradoras noticias que llegaban desde el Pacífico. La información era escasa, con cuentagotas y confusa. El locutor de la radio trataba de controlar sus propios nervios mientras iba dando la información a media que a él le iba llegando. Japón les atacaba. Sin mediar provocación alguna, sin una previa declaración de guerra ni cortesía semejante. La flota del Pacífico destrozada por dos oleadas de aviones japoneses. Atacando en domingo. Y lo más importante, aunque solo eran estimaciones, las bajas se contaban por miles.
No pudo determinar el tiempo que permaneció en esa casa desconocida escuchando la radio, pero no podía despegarse de las ondas electromagnéticas que retransmitían la pesadilla para toda la nación. Sólo supo que cuando salió de allí caminaba aturdido y medio mareado y que empezó a deambular por las calles sin darse cuenta de que había olvidado su cartera en aquella casa.
No era el único que se sentía así. Las calles estaban vacías. Todo el mundo se encontraba desesperadamente agarrado a sus aparatos de radio esperando más noticias. Nadie veía como podía acabar aquello. Sólo una cosa estaba clara. Tras la declaración del Presidente, Estados Unidos había entrado definitivamente en aquella guerra que hasta hacía pocas horas se antojaba tan lejana para todos los estadounidenses.
¿Y ahora qué? Parece un posteo autoconclusivo, sin posibilidad de nada xD
Puedes rolear como te despides de tu familia, o como te alistas. O si quieres lo dejamos aquí y esperas un poco a que abra la siguiente escena. Ahora mismo estoy cuadrando historias con todos los jugadores.
Prefiero esperar a cuadrar con todos los jugadores, si no es mucha molestia.