Rolan regresó a su hogar, próximo al de Arya, la campesina a cuyo hijo habíais salvado, el origen de todas vuestras aventuras.
No tenía interés en recorrer el mundo en busca de nuevas hazañas en que destacar, consagrándose en su lugar en proteger a la mujer y a su bebé, a sus amigos, ya que no había podido proteger al marido.
Sabía que tenía talento para alcanzar algo más que aquello a lo que él mismo se había abocado, pero realmente no le importaba. La familia de Arya era casi como su familia. Habían compartido cada momento alegre que habían vivido en aquel bosque perdido de la mano del Hacedor. ¿No era mejor dedicarse en cuerpo y alma a asegurarse de que lo que le había ocurrido al marido no volviese a suceder? No encontraba nada más loable que proteger a sus amigos.
Y eso fue exactamente lo que hizo.
Demian nunca recuperó la salud que había perdido. Todos sus sueños de convertirse en un heroico paladín hubieron de ser deshechados. Nunca salió del bosque en busca de aventuras. Sabía que habría muerto de haberlo intentado.
Mucho tardaron sus heridas en curarse, y el tiempo que pasó en cama para restablecerse mermó su físico, tornando en una criatura anémica, pálida y de pausados movimientos. No quería ni ver una espada, ante las que parecía sentir auténtica aversión.
Cuando sus heridas cicatrizaron, tanto las físicas como las emocionales, se limitó a aprender el oficio de la familia, aprendiendo a cultivar la huerta, a talar árboles para preparar leña, a cuidar de los rebaños. Ya nunca más empuñaría un arma para dañar a nadie, ni siquiera para cazar.
En ocasiones, cuando recordaba todo aquello que soñaba con haber sido, con haber hecho y con haber vivido, se sentía triste, taciturno, defraudado. Pero la vida en la granja familiar no era tan mala como había creído en un principio. Una esposa, un hogar y una serie de monótonas ocupaciones diarias, exentas de peligro. Seguridad. ¡Eso era! La vida en el campo le proporcionaba seguridad, estabilidad, quietud.
Aunque, de vez en cuando, se maldecía por su delicada salud, por no haber podido cumplir sus sueños, solo pudiendo recordar aquella aventura de los medallones en la que, por unos días, se sintió un auténtico paladín.
Un tiempo que ya no volvería. Jamás.
El tiempo transcurrió y Violet se hizo mayor. Era feliz, muy feliz, viviendo en la granja, cerca de su familia, en compañía de su marido Demian. Pero a diferencia de él, que se había resignado a no vivir nunca más aventuras -su salud tampoco se lo habría permitido-, Violet sí que abandonaba en ocasiones la vida campestre para adentrarse en el bosque en busca de aventuras.
Así fue como rescató a un crío en apuros de las garras de un oso, como robó a unos ladrones para devolverles sus pertenencias a sus víctimas, como asesinó a un bandido con aviesas intenciones que había secuestrado a una doncella de Noyvern, y un largo etcétera.
Pero nunca jamás revelaba quién había sido la benefactora. Siempre actuaba encapuchada y enmascarada. "La sombra del bosque". Así era como sus enemigos la habían bautizado. "El espíritu del bosque", el nombre que le habían puesto sus rescatados. No tenía la intención de renunciar a su tranquila vida junto a Demian, y aquel estúpido juego de dobles identidades le permitía escaquearse de vez en cuando de la monotonía sin tener que renunciar a nada. Nunca haría nada realmente importante por el mundo, pero sí cambiaría el mundo de aquellos a quienes hubiese ayudado. No necesitaba más. Una existencia feliz, intercalada por algún instante de viva emoción.
Y una manera como otra cualquiera de devolverle a la gente lo que sus amigos habían hecho por ella, cuando partieron en busca del druida del bosque para salvarle la vida a ella, sin preguntarse siquiera por los peligros que pudieran acechar.
Al menos, su existencia serviría para ayudar a otros sin pedir nada a cambio, exactamente igual a lo que sus amigos habían hecho por ella.
Y Femshen...
Sencillamente desapareció. Nadie sabía dónde se hallaba. ¿Acaso había vuelto al lado del druida, de Arrien Garland? Era más que probable que así fuera. Pero como nadie era capaz a localizar al viejo tampoco, nadie pudo confirmar o desmentir tal historia...
Lo que sí se narró décadas después es que alguien había encontrado una tumba con una lápida toscamente grabada a mano. "Arrien Garland", rezaba. Por lo visto, había llegado la hora del viejo. Claro que a nadie le extrañó. Hacía centenares de años que se hablaba de tal entidad. Estaba claro que por poderoso que fuera, le había llegado el momento de morir.
Entonces, ¿quién era el elfo que vivía en su casa? ¿Quién era la criatura por la que tantos habitantes de Noyvern partían en su busca, adentrándose en el peligrosísimo bosque con el único fin de pedirle un favor? ¿Acaso era...?
En cuanto pongáis vuestro post final, fin de partida :)
Los futuros días de Wimper continuaron en un ir y venir en busca de nuevas aventuras. El mediano explorador nunca había tenido suficiente como para establecerse en algún lugar y vivir una apaciguada vida. Él siempre había deseado aquello, sentirse vivo...o más bien, en la estrecha línea entre la vida y la muerte.
Fueron muchas sus aventuras, a menudo, junto a su ya gran amigo Kaelendril. Vencieron a criaturas peligrosas, rescataron objetos de valor, ayudaron a aquellos que necesitaban de sus habilidades, etc.
De vez en cuando, Wimper visitaba a los miembros del antiguo grupo. Era como un ritual. Y cuando estaba con ellos, dudaba si lo que realmente quería era recordar aquella vez que tuvieron que enfrentarse a Ethelshan con la ayuda de Mastodonte, la enorme araña del medallón, o alguna otra cosa. Y llegó a la conclusión que lo que sentía al estar con Rolan, Violet, Damian o Kaelendril era algo más simple pero no menos importante: aquella era su família...su auténtica família.
Y puede que algún día, el grupo volviera a unirse. Puede que una nueva aventura los llamara de nuevo. Puede...
El tiempo nos cambia, de una manera u otra. Nosotros, los elfos, se nos permite vivir más que otra raza mortal, se nos permite permanecer más tiempo en la tierra, vigilando caminos y bosques. Por ello, resulta agradable apreciar los pequeños pero constantes cambios que suceden a nuestro alrededor, imperceptibles la mayoría de veces.
Nunca un nuevo amanecer resulta igual que el anterior, por mucho que lo parezca. El halo violeta que vislumbra el horizonte renace con nuevas tonalidades, unas veces más brillantes, otras más apagadas. La luz solar baña la superficie, alumbrando nuevas sendas, nuevas metas, nuevas esperanzas.
Caen las hojas y brotan nuevas. Mueren y renacen. El viento llena de polvo los caminos, mientras que la vegetación reclama aquellos que han sido abandonados. Entonan nuevos cánticos los árboles, memorias del pasado que dejó de ser. La brisa los acompaña y se extiende por toda la tierra.
La vida prosigue y lo que dejó de ser, cayó en el olvido.
Ha pasado tiempo desde que evitamos un mal que hubiese causado una catástrofe. Recuerdo el silencio producido por la desaparición de Mastodonte. Recuerdo la marcha de vuelta, fuera de la cueva. No habían banquetes, ni tampoco un comité brindando por la victoria. Sólo heridas. Aquellas cicatrizadas volvieron a abrirse, mientras que nuevas tardaría por cicatrizar.
Femshen desapareció y yo no tardé en hacerlo, pues poco tiempo permanecí con mis compañeros, no sin prometer que volvería. Necesitaba regresar al norte, a mis tierras, a mi antiguo hogar. Durante la batalla, grité un nombre, el de mi padre. ¿Por qué lo hice? No lo sé.
Creí que encontraría respuestas en mi hogar, pero no fue así. Al contrario, encontré con el alivio de ver el asentamiento de un nuevo clan. Nuevos elfos recorrían los caminos que yo mismo, siendo pequeño, recorrí. Mayor alivio fue ver que ellos habían respetado la tumba de mi madre. Les conté mi historia y ellos me ofrecieron el hogar, el quedarme junto a ellos.
Permanecí un tiempo y como antaño hice con mis antiguos compañeros, desaparecí, no sin dejar mi espada, aquella que era mi única conexión con el pasado, como promesa. Debía seguir, debía regresar y vivir.
Muchos cambios se habían producido en mi regreso al hogar y muchos se produjeron cuando regresé a Noyvern. El reencuentro siempre es cálido. Coincidí con Wimper en el camino y no nos separamos durante mucho tiempo, mientras nos aventurábamos por el mundo.
En ocasiones, nos separábamos, pero siempre nos reencontrábamos. Más maduro, más experto. Y nunca nos olvidábamos de nuestros compañeros, a quienes visitábamos de tanto en tanto.
Es agradable apreciar los pequeños cambios que se suceden en la vida, es agradable sentir el hogar de tus amigos y de tu hogar.
Y aún así, mi corazón permanecía intranquilo por un nombre.
"Kese'Kan… padre… algún día nos reencontraremos…".