Amanecía, que no era poco, y habías conseguido a base de repeticiones tranquilas al principio, gritos algo menos tranquilos después y alguna que otra amenaza de castigo, que Hauser se aseara, se tomara su desayuno y se pusiera la ropa a tiempo, sin distraerse con una mosca que pasara. Tú hiciste lo propio mientras recogías la ropa seca del tendedero, limpiabas la cocina y hacías las camas. Por un día ibas a poder ir a trabajar sin correr de un sitio a otro, pero te sentías exhausta y el día no había empezado.
Saliste al patio comunal de la corrala de Villa Salmuera, cerrando la puerta con llave tras de ti. Subiste las desvencijadas escaleras de madera hasta el tercer piso del edificio, donde vivía Tata. A su cuidado dejarías a Hauser mientras trabajabas en la Peletería de Kester.
Te encontraste a la anciana en la puerta de su casa, hablando con otro de los vecinos, un pescador llamado Fink. Te vio de llegar de reojo, y escuchaste el último retazo de la conversación que mantenía con Fink mientras llegabas.
—Bueno, si lo dejaste en manos de la guardia, bien dejado está. Si te quedas más tranquilo puedo tratar de averiguar si esa muchacha era del pueblo, o de fuera.
Tata sonrió beatíficamente cuando te aproximaste con Hauser.
—Buenos días, Hellas. Hola, campeón, ¿has descansado bien? —le preguntó, y cuando el aludido asintió con la cabeza añadió:—. Venga pasa adentro. ¡Tenemos mucho que hacer hoy!
Guio a tu hijo al interior, dejando la puerta abierta, como siempre hacía. Su voz resonó por el pasillo:
—¡Me tienes que ayudar a hacer galletas!
Fink mordisqueó el extremo de su pipa de madera mientras te observaba con gesto meditabundo. Aspiró el humo y lo expulsó por los agujeros de la nariz.
—Hellas, ¿no fuiste tú quien rescataste al casi-elfo? —te preguntó, señalándote con el extremo de su pipa.
Era como si tratara de empezar una conversación que llegara al punto del que te quería hablar realmente. Y sospechabas que el tema de esa conversación no era uno que Tata pensara que Hauser debía escuchar.
El día acababa de empezar y ya estaba derrotada. Era el precio de no tener que ir a correr de un lado. Pero seguro que en un par de horas se sentía mejor. Tras dejar a Hauser, se dispuso a marcharse a la tienda cuando Fink la abordó. Hellas frunció el ceño. ¿Habría acudido a ella por indicación de Tata? No iba a reprocharle nada a ella, pero quería que su participación en ese evento quedase secreto. Bastante duro era haber perdido tres años de su vida en los que no recordaba nada como para ahora ser conocida por sus extrañas habilidades. Hellas quería una vida buena y tranquila para ella y para Hauser, al menos todo lo buena que se puede tener en Marjal Salino.
Pero parecía que Fink tenía algún problema y había acudido a pedirle ayuda. Tampoco podía dejarlo de lado.
—¿Yo? ¿Salvar a alguien como Joseph? Vamos Fink, no sé dónde has oído esa historia pero seguramente sería al revés.
Pese a sus palabras, Hellas le dio a su respuesta un tono teatral para que el hombre entendiera que así había sido pese a que no iba a reconocerlo abiertamente.
Fink frunció el ceño y abrió la boca para protestar.
—Pues estoy bastante seguro de que...
Y entonces captó el tono teatral de Hellas, abrió mucho los ojos y rió.
—Vale, vale. Ya lo pillo. Perdóname. Ha sido una noche complicada —se excusó Fink—. No he pegado ojo, y eso que me emborraché en El Rompeolas hasta que apenas me pude arrastrar a mi casa.
Exhaló, ansioso, dos caladas de su pipa.
—Verás, anoche, mientras faenábamos... —dijo casi con reluctancia. Suspiró—. Atrapamos un fiambre en las redes. Una chavala. Ember dice que nadó hasta que le fallaron las fuerzas y se ahogó.
Fink hizo un gesto apotropaico para conjurar el mal fario.
—También dijo que tenía marcas de haber estado maniatada. Piensa que murió tratando de escapar de un barco esclavista.
Removió la tierra con los pies.
—No sé por qué te cuento esto. Supongo que porque he oído que tú ayudas a la gente. No es que puedas ayudarla a ella ya —divagó, y siendo consciente de ello, carraspeó—, pero sí que puedes ayudarme a mí. Me... gustaría saber que alguien se va a encargar de esto. Poder... quitármelo de la cabeza.
Se pasó la mano por la cara.
—Sonaba mejor en mi mente.
¿Y de qué manera iba a encargarse ella? No es que le gustase que la gente muriese, ni tampoco que hubiera esclavistas navegando cerca de Marjal Salino. Hellas frunció el ceño cuando algo peor se le ocurrió, bastante tenían ya con los piratas como para que ahora se metieran a esclavistas.
Y sin embargo no sabía qué hacer con el caso de esa chica..., pero sí que hacer con Fink. A fin de cuentas el hombre lo que buscaba era algo de consuelo y eso podía ofrecérselo.
—No es culpa tuya Fink. Vosotros la encontrásteis, aunque no sepáis quién es, le habéis dado un significado. Podía ser peor. Morir olvidada en el océano sin que nunca nadie sepa tu destino, olvidada para todos a ojos del mundo entero...
Hellas sacudió la cabeza como intentando espantar esa posibilidad.
—¿Qué más me puedes contar de esa chica? ¿Cómo vestía? ¿Parecía extranjera? ¿Hay algo más de ella que te llamase la atención?
Hellas no estaba seguro de que fuera a hacer algo, de hecho no pensaba afirmar abiertamente que iba a encargarse de ese tema. Pero hiciera lo que hiciese al final, eso no era asunto de Fink. Y si hacerle esas preguntas le ayudaba al hombre a dormir mejor, algo bueno habría hecho.
Fink se rascó la cabeza ahí donde el cabello raleaba.
—Solo llevaba una camisa de arpillera, pero le quedaba enorme. No creo que fuera realmente su ropa. Iba sin pantalones, y sin botas. Respecto a sus rasgos, era definitivamente tethyriana1, pero no estoy seguro de que fuera marjalina, o de que tuviera familia aquí. Por eso vine a preguntarle a la Tata.
»No sé qué más decirte, aparte de que era joven y guapa.
1: Fink se refiere a la etnia, no a la nacionalidad, y por lo tanto está siendo muy genérico. Los tethyrianos provienen de una mezcolanza de calishitas, khondathanos, iluskanos y bajos netherinos, y habitan la vasta extensión de tierra desde Calimsham hasta Luna Plateada y desde el Mar de las Espadas al Mar de las Estrellas Fugaces.
Una tethyriana joven y guapa. Una descripción que fácilmente representaría a una de cada veinte mujeres desde Calimshan hasta Luskan. Incluso ella entraba en esa descripción. Eso era lo mismo que buscar una aguja en un pajar. ¿De verdad pensaba Fink que con esa información iba a poder hacer algo más? Sin embargo no se lo dijo.
—Nada más que te llamara la atención, ¿no?—preguntó Hellas, pero como no esperaba que fuera a sacarle más información al pescador siguió hablando— Deberíais ir a dormir Fink. Y yo tengo que darme prisa. No tengo ganas de aguantar a Kester farfullando toda la mañana por haber llegado tarde.
Fink negó con la cabeza, de modo que te despediste de él con el consejo de que se fuera a la cama. Quizá ahora que se había quitado el peso de encima pudiera dormir algo después de todo. El pescador asintió, te sonrió y agitó la pipa a modo de despedida.
Saliste de la insalubre corrala y te dirigiste aún a los más insalubres pozos de la curtiduría de Kester. Para ello, como cada día, tuviste que cruzar el Río del Martín Pescador por el puente de la Aleta de Tiburón, llamado así por sus peculiares pilares triangulares. Era curioso, pero siempre que lo transponías se te ponía el estómago del revés, incluso antes de que a tu olfato llegara la acre pestilencia proveniente de la extensa curtiduría instalada en la pelada ribera de la marisma. Te detuviste un momento a recuperar el aliento antes de continuar hasta la peletería donde ahora trabajabas curtiendo pieles. A nadie parecía importarle lo que le hiciera eso a tu propio pellejo. A diario veías hombres mayores que tú bombeando sangre de sus pulmones cada vez que tosían. Sabías que era cuestión de tiempo antes de que te convirtieras en uno de ellos.
Tu jefa, Kiorna Kester, discutía en el patio de la curtiduría con un gigantesco orco. Llevaba una armadura de cuero claveteado, y una enorme espada curva a la espalda de cuyo pomo colgaba unos llamativos flecos de color rojo. El marrano agitaba una extraña piel en frente de la mujer.
—... ¿Me estás intentando timar? —le espetaba, agitando el puño—. ¡A mí nadie me tima!
Kiorna extendió ambas manos como si quisiera calmar al orco.
—Sé lo valiosa que es la piel de basilisco, y estoy segura de que te costó mucho matarlo, pero no puedo utilizar esto para nada —replicó la peletera y metió un puño entero en el agujero que tenía la piel—. Está estropeada. Así que no te voy a dar ni un cobre. ¡Y te rogaría que abandonaras la peletería! Estás asustando a mis empleados.
Kiorna dejó al orco con la palabra en la boca y dio un par de palmadas al aire.
—¡Vamos, todo el mundo a trabajar! —dijo, e hizo como si no pasara nada.
Pero el orco seguía allí y no se iba, dirigiendo una mirada iracunda a la dueña de la curtiduría.
Que el orco no se marchase era más malo para él que para los demás. Kester sabía perfectamente como lidiar con ese tipo de gente y además la peletería estaba llena de trabajadores rudos y fuertes. De hecho Hellas era la rara avis del lugar, pero se le daba bien el tintado de las pieles. Sabía de combinaciones y tiempos de inmersión para que las pieles consiguieran el color adecuado.
Pero la joven vio en el orco la oportunidad perfecta. En el fondo ella quería pasar al área comercial. Así se quitaría de todos estos malditos efluvios y podría negociar un salario mejor. Con decisión, Hellas avanzó hacia el aventurero de piel amarillenta.
—Vamos amigo—dijo con voz amistosa—. No te interesa enfadarla. Piénsalo bien, ¿quién no querría disponer de una auténtica piel de basilisco para trabajarla? ¡Es una oportunidad única! Y no sólo por el dinero que uno puede sacar, sino por la fama que da trabajar con pieles tan exóticas. Un día empiezas con basiliscos y cuando te quieres dar cuenta te traen... ¡Piel de cocatriz! ¡Piel de dragón! Y puedes ser tú el que se las traiga. Pero si quieres que esto funciones, tienes que llevarte bien con tu cliente.
Hellas le guiñó un ojo al orco.
—¿Me entiendes?
Motivo: Persuasión
Tirada: 1d20
Resultado: 10(+7)=17 [10]
Kiorna Kester no te perdía vista mientras te acercaste y hablaste al orco. Aquella era, sin duda, tu oportunidad y estabas dispuesta a aprovecharla. El orco frunció el ceño profundamente, en un gesto obtuso, cuando le interpelaste. Cuando le guiñaste el ojo sonrió y asintió vehementemente, te señaló con el dedazo, te devolvió el guiño del ojo y... borró la sonrisa para volver a dibujar aquel gesto obtuso.
—No —dijo negando con la cabeza—. No lo entiendo.
Hellas se abstuvo de poner los ojos en blancos o lanzar algún comentario sarcástico, pero lo pensó. Kester la estaba mirando y tenía que aprovechar la oportunidad. Además, si salía mal no le cabía duda de que iba a caerle una bronca por no estar ya con los tintes. Con descuento de sueldo incluído. Así que tenía que hacerlo bien.
—Perdona, a veces me pongo un poco enrevesada—dijo fingiendo disculpa—. Si ya has sido capaz de matar a un basilisco, seguro que puedes matar a otro, ¿a que sí?
La joven volvió a sonreír, estaba claro que ese tipo de gestos tenían efecto.
—Y nadie va a ser más justa contigo que Kester, te lo prometo. Si te interesa llevarte bien con una curtidora, te aseguro que es con ella. Y eso va a ser bueno para ti. Hoy estas cazando basiliscos pero piénsalo, ¡igual en unos meses cazas dragones! ¿No te gustaría? La piel de dragón vale montañas de oro y eso sin contar el propio tesoro del dragón. Hazme caso, tienes que llevarte bien con mi jefa.
El orco pareció seguir, con cierta dificultad, tu cauce de pensamiento, pero no estaba del todo de acuerdo con la conclusión.
—No estoy seguro de eso. Hay una tiefling, en el Enclave Thayino. Ella también paga bien y seguro que no es tan remilgada como tu jefa —dijo el marrano—, ni tan insoportable.
La lascivia brilló en los ojos del orco un momento mientras se mesaba la barba enmarañada.
—Sí, creo que debería ir allí ahora mismo. Y cuando mate dragones, también.
Bueno, si se marchaba sin destrozar nada podía apuntarse como una victoria. Estaba claro que el orco no era muy listo y a saber si realmente había entendido qué era lo que pasaba con la piel de la bestia. Seguro que los thayinos lo trataban estupendamente, sí. Para usarlo como un títere en sus planes.
—Como quieras—dijo componiendo la mejor de las sonrisas—. Buena suerte en el enclave. Y si no te va bien, aquí seguiremos. Y te explicaré todo lo que necesitas saber sobre el estado de las pieles para mejorar tus técnicas de caza.
Después, se dispuso a acompañar al orco amablemente hasta la salida de la peletería.
Acompañaste al orco, alejándolo de los pozos de curtiduría, hasta la calle de tierra apisonada que lo conduciría al enclave Thayino. Kester contempló tu ida y venida, y asintió en un gesto de aprobación.
—Bien hecho —dijo sin sonreír, pues Kiorna nunca sonreía—. Y ahora, a trabajar.
Se dirigió hacia el edificio de la curtiduría a grandes zancadas, pero se lo pensó mejor, giró sobre sus talones y volvió a acercarse a ti.
—Pásate por tu oficina cuando hagas el descanso. Puede que tenga algo para ti.
Satisfecha por el devenir de los acontecimientos, y optimista ante la perspectiva de un ascenso que te alejara de los vapores tóxicos de los tintes, te pusiste a trabajar en tu pozo durante un par de horas, en el que la monotonía solo fue rota por el tañido de las campanas llamando al Consejo de Marjal Salino a reunirse. El sol ya empezaba a levantarse cuando un mozo se acercó a la peletería chillando a voz en grito:
—¿Señorita Blauerwels? ¿Está aquí la Señorita Blauerwels?
El zagal llevaba un zurrón de cuero cruzado sobre el pecho y agitaba una carta en el aire. Te acercaste a identificarte y el muchacho te entregó la misiva.
—No pone de quién es —dijo, encogiéndose de hombros.
Entregó la carta y se largó corriendo por donde había venido. Tú sí sabías de quién era aquella carta, pese a la discreción del sobre en blanco, pues reconociste la pulcra letra del mayordomo de Anders Solmor:
Después de leer la carta, Hellas arrugó el papel y lo dejó caer sobre una de las tinas con tinte haciéndolo inservible.
Joder, justo ahora que tenía que hablar con Kester.
La joven chasqueó la lengua molesta. Sabía lo que tenía que hacer. Era el precio a pagar por ayudar a los demás y mantener también a salvo a los suyos. Y tenía que ser algo gordo si Anders se había decidido a llamarla.
—¡Dile a la jefa que me he dejado el almuerzo en casa!—le dijo a Jenkins—. Luego iré a verla.
Y sin decirle nada más a nadie, salió de la curtiduría, saliendo hacia su casa. Sin embargo al torcer dos calles, se metió en un callejón, se echó la capucha de la capa sobre los hombros y puso pies en polvorosa hacia el Salón del Consejo.