La travesía fue bastante más tranquila de lo que se suponía. El mar calmo, como era acostumbrado en aquellas aguas interiores, salvo en alguna ocasión cuando las traicioneras corrientes se conjugaban con fuertes temporales, ayudó a que el viaje se completara en menos de dos días desde que tuvo lugar la reunión con la tripulación.
El ambiente abordo era tétrico. Los marineros, acostumbrados al buen ambiente y a las bromas, prácticamente ni hablaban entre ellos. Los acontecimientos que habían tenido lugar durante la travesía, les tenían aterrorizados. Sumando a aquello, la presencia de aquel extraño y siniestro elfo de ojos completamente negros, junto con su decidida e imponente ayudante, el producto resultante derivaba en una atmósfera de inquietud y silencioso nerviosismo.
No obstante, la suerte en esta ocasión se puso de parte del elfo. Una densa niebla que hubiera hecho que el más ducho en la materia se perdiera, no consiguió desviar el rumbo del Adnan. La pericia de Ghaffik a los mandos del timón hizo justicia a la confianza que tenían en él el resto de marineros y el propio Tamullah. Aquel joven había identificado a la perfección al mejor de los marineros a bordo de aquel balandro.
Tan solo en una ocasión se atisbaron naves a escasas leguas de distancia del rumbo que había trazado el señor Muthar. Con pericia y sigilo lograron esquivar aquellos buques, que resultaron ser naves de guerra sauk, sin que localizaran la embarcación imperiana. Fuera como fuera, al mediodía del cuarto día de travesía, el Adanan avistó tierra y una hora después, habiendo encontrado un lugar accesible para la nave, tiró el ancla y arriaron dos botes para desplazarse hasta tierra firme.
Anwalën había convocado a toda la tripulación a la cubierta del Adnan. Tenía algo que comunicarles a todos ellos. Si no había mentido a los que ahora serán sus superiores jerárquicos, la mayor parte de los presentes podría emprender la travesía de regreso a casa esa misma tarde.
Ya llevaban demasiado tiempo alejados del hogar. Con todo lo que habían vivido, no tenían ganas de permanecer ni un segundo más junto a aquel siniestro elfo. La mayor parte de los tripulantes de aquel balandro imperial, no había entrado nunca en combate y desde luego no querían hacerlo en aguas tildanas. Si tenían que morir, esperaban que fuera defendiendo a su nación y no persiguiendo las pistas de un elfo enloquecido.
Los tres hombres con mayor graduación, ascendidos tan solo unos días atrás por el propio Anwalën, se hallaban sobre el castillo de popa. La tripulación aguardaba abajo expectante. Euyun, la sureña que acompañaba constantemente al capitán de aquella nave, aguardaba junto a Ghaffik, Keled y Wadad.
Euyun lucía un vestido de color lila con cancán. Éste estaba decorado con un cinturón grueso de color negro y sobre el mismo portaba una tela de encaje con trasparencias de color también negro. Aquella tarde brillaba el sol con fuerza y mientras la mayor parte de los marineros sudaba bajo sus uniformes, Euyun se protegía del sol con un sombrilla de color negro.
Lo cierto era que en la cubierta se había generado un murmullo intenso. Al principio la presencia de Euyun había acallado las voces de los impacientes marineros. No obstante, el paso de los minutos había propiciado que poco a poco volvieran a aparecer algunos susurros que a los diez minutos se tornó en una fuerte algarada.
Anwalën Manewë hizo aparición en escena luciendo sus mejores galas. Portaba unas botas altas de cuero negras, un calzón banco y una casaca de color lila con los botones dorados anudados uno a uno hasta la solapa, por donde sobresalía el pomposo cuello de la camisa de seda de color blanco. A la cintura portaba un cinto en el que estaba adosada la vaina de su fiel sable de manufactura élfica y sobre la cabeza lucía un sombrero de tres puntas de capitán con una pluma de color lila a juego con la casaca.
Miró son su oscura y penetrante mirada vacía a todos los asistentes. No todos fueron conscientes de inmediato de la llegada del nuevo y extraño capitán de aquel balandro, pero a medida que se iban percatando de su presencia, los murmullos se iban apagando uno a uno hasta que reinó de nuevo el más sepulcral de los silencios. Se notaba la tensión en el ambiente. Los hombres allí reunidos tenían una mezcla de miedo y esperanza. La mayor parte de ellos sino todos, deseaban marcharse de aquellas aguas cuanto antes. El elfo se lo había prometido. ¿Cumpliría su juramento?
- ¡Mi muy querida tripulación! - Alzó la voz al fin. Anwalën se sentía complacido. En muy poco tiempo había conseguido domar a aquellos marineros, que se habían sometido a su voluntad como corderitos. - ¡Me complace anunciar que tras muchas semanas de travesía, hemos llegado al destino que nos deparaba! - Hizo una pausa en la que con una mirada maliciosa se detuvo a mirar a la tripulación a la espera de una reacción. - ¡Sé que prometí un pronto regreso en cuando fondeáramos en éstas aguas! ¡Sé de buena tinta, que todos queréis regresar cuanto antes a casa! - Soltó una risotada. Los marineros empezaban a temerse lo peor y se miraban los unos a los otros nerviosos. - ¡Soy un hombre que sabe cumplir sus promesas! - Se escuchó cierto alivio entre la tropa, aunque todavía podía haber un temido "pero". - ¡No dejaré de hacerlo hoy! - Las sonrisas entre los muchos espectadores del elfo se hicieron notar. Algunos se dieron la mano, otros se abrazaron y a algunos les bastó con una simple mirada para decirles a otros lo satisfechos que estaba. - ¡Pero debo pediros una última cosa!
Aquello no gustó para nada. Un murmullo generalizado comenzó a gestarse entre los marineros y soldados. Una última petición rompía la promesa que les hiciera días atrás. Una última petición significaba retrasar aún más el regreso y con una guerra en fueros, podía significar no volver a ver nunca más a sus familias y morir en un mar extranjero siendo pasto de los peces del mar de Tildas. Esa no era una buena prespectiva de futuro.
- ¡Dijo que seríamos libres de volver! - Se escuchó entre la multitud.
- ¡Sí, eso dijo! - Habló otro marinero.
- ¡No es de justicia lo que hace! - Exclamó un tercero.
Anwalën miró a Euyun y asintió con la cabeza.
La muchacha se agachó y metió la mano a través las faldas de su vestido sacando acto seguido un trabuco cargado. Apuntó hacia el cielo y entonces accionó el disparador. Una sonora explosión se escuchó en varios kilómetros a la redonda y aquello provocó el más absoluto de los silencios. Habían estado hablando entre susurros durante días, temiendo ser descubiertos al más mínimo ruido y ahora Euyun acababa de dar aviso de su presencia a toda nave enemiga o pelotón militar que estuviera en los alrededores. Toda una imprudencia por su parte.
- ¡Cuando el capitán habla, la tropa calla! - Gritó la sacerdotisa a viva voz. - ¡Cuando el capitán ordena, la tropa cumple! - Dictaminó. - ¡No estáis frente a uno de vuestros mandos habituales, sino ante un elegido de los dioses! ¡Él es el heraldo de vuestro Emperador! - Apretó el puño y lo descargó con fuerza contra el aire. - ¡Nabim Jaffir, sabrá de ésto y entonces preferiréis no haber regresado nunca al Imperio, si es que llegáis a verlo de nuevo!
Fuera por la razón que fuera, Euyun logró devolver la calma entre la tropa. Ni uno solo más de aquellos hombres se atrevió a volver a decir una palabra más fuerte que la otra, ni a emitir queja o sugerencia hacia el capitán de aquella nave. De hecho, el silencio volvió a reinar sobre la cubierta a la espera de saber lo que aquel elfo tenía que decirles.
- ¡Escuchad primero antes de emitir veredicto alguno! - Volvió a intervenir Euyun. - ¡Escuchad, maldita sea!
Anwalën miró a Euyun tras aquellas palabras. Asintió con la cabeza como forma de gratitud. Lo cierto era que aquella joven que reclutara algunos meses atrás en el puerto de Duartala había cambiado mucho, muchísimo. Sabía que los humanos eran gente muy adaptativa, de ahí que estuvieran conquistando toda Gea, pero ahora veía un caso práctico en aquella joven. Había pasado de ser una simple meretriz, para convertirse en una letal asesina y finalmente en la sacerdotisa que iba a liderar su fe en cuanto fuera ascendido entre los Favoritos.
- ¡Como iba diciendo! - Alzó de nuevo la voz. - ¡Necesito un grupo de valientes que permanezcan a mi lado un par de semanas más! - Desveló al fin el misterio. - ¡Cuatro de ellos ya han sido elegidos, más me gustaría que otros dos se unan a mi causa!
Se hizo un gran silencio. Lo cierto es que a nadie le hacía gracia permanecer a su lado ni un solo instante más. Otra cosa que descuadró mucho a algunos de los asistentes, fue el hecho de que ya hubiera cuatro elegidos. Nadie le había comentado a nadie su interés por seguir frecuentando la compañía de aquel tétrico elfo, como tampoco la de su curiosa ayudante. No obstante, algunos de los allí presentes empezaban a temerse lo peor.
- ¿Tu crees que...? - Le dijo el joven Tamullah a uno de los marineros que allí se encontraban.
- Tú sabrás los tratos que tienes con esa gente, hermano. - Le respondió muy serio éste.
- Desde luego, nunca hemos hablado de un después... - Hizo una pausa para recapitular. - Y si lo hemos hechos... nunca quedó nada concretado... - Tragó saliva.
La confianza que se había ganado de Euyun y su maestro le había traído bastante seguridad en los últimos días de viaje. Además, su labor había sido bastante menos agotadora que a lo que estaba acostumbrado en su vida diaria abordo del Adnan. Aunque en lo que a lo psicológico se refería, cuidar de la norteña encerrada e las bodegas del barco tampoco podía considerarse como una tarea fácil. Lo cierto era que aquella mujer le daba escalofríos y temía por su vida, cada instante que pasaba con ella.
- ¿No se estará refiriendo a nosotros, verdad? - Le preguntó Sami al otro oficial del barco.
Sami Wadad no estaba dispuesto a seguir a Anwalën allí a donde les estuviera conduciendo. No al menos sin obtener algo a cambio y sin saber de antemano que era lo que tenía pensado y cuales eran los peligros a los que quedaba expuesto. Era un hombre valiente y era un soldado. Pero tenía en muy alta estima su vida. Ya se habían adentrado hasta la boca del loco y no estaba dispuesto a meterse entre sus fauces, al menos a priori.
- Sólo espero que diga pronto lo que pretende. - Respondió entonces Keled. - Si es así como creemos y hemos sido elegidos para acompañarle... - Tragó saliva. No quería creer lo que iba a decir, pero se temía que así fuera. - ¿Cómo logramos evitarlo? Si, le decimos que no igual nos mata. Si no lo hace, igual quien nos mata es el resto de la tripulación. Si nadie acepta ir con él... - Resopló. - ¿Quién diantre sabe lo que nos hará?
- ¡A los que vengan conmigo, les prometo una gran recompensa! - Desveló finalmente sus intenciones. - ¡Quien me acompañe, no tendrá nunca más que preocuparse por el oro que pueda amasar! ¡Tendrá el suficiente como para vivir tres vidas! - Hizo una pausa dramática premeditada, para observar como calaban sus palabras entre la tripulación. Algunos pocos parecían pensárselo. La mayoría creía que no valía la pena todo el oro del mundo por seguir a aquel lunático hasta literalmente, el fin del mundo. - ¡Quien esté interesado que acuda a mi camarote en diez minutos! - Y tras aquellas palabras se marchó de nuevo hacia sus aposentos.
- ¡Jhawad, Wadad y Keled! - Intervino Euyun nombrando a los tres marineros allí presentes que se habían temido lo peor. - ¡Vosotros debéis venir de inmediato ante el capitán!
Miró entonces a sus espaldas. Allí se encontraba el timonel, Ghaffik Muthar, quien al ver el rostro de la sureña tragó saliva. Euyun le señaló. Él señaló hacia su propia persona y Euyun asintió. Ghaffik cerró los ojos y tragó saliva. Entonces volvió a abrirlos y sólo se encontró con la maliciosa sonrisa de Euyun.
- Si, Ghaffik, a usted también le necesitamos ahora en el camarote del capitán... - Y entonces se marchó.
- Tot, protégeme. Señor de los desiertos, protégeme aun cuando estoy lejos de la arena madre. - El señor Ghaffik comenzó a entonar una conocida oración hacia el dios único y todopoderoso de los sureños. Una oración muy corriente entre marineros. - Yo te imploro humildemente, dios único y verdadero, que me protejas de todo mal y si la muerte me ha de llegar, que tu bendición sea conmigo. Que si en el mar mis huesos han de reposar, hasta la última gota se seque y en arena yazca eternamente. - Ghaffik comenzó a desfilar camino de los aposentes del elfo Anwalën Manewë en aquel balandro mientras continuaba recitando aquellas oraciones, pues temía realmente por su vida. - Perdóname Tot, por haber abandonado la sagrada arena del desierto y haz que regrese una vez más a ella, para que la gran madre me acoja con sus brazos abiertos. ¡Sea así, mi buen Tot, así sea!
Momentos después, Anwalën y Euyun se introdujeron en la sala de mandos de aquella nave a la espera del resto de invitados. Euyun se encontraba algo nerviosa. Necesitaban a algunos de los mejores hombres para llegar a las profundidades de Angrakok y transportar a la rebelde Elsabeth hasta el lugar donde debía llevarse a cabo el ritual. Pese a que ella hubiera contado con no menos de una veintena de hombres, el elfo le explicó que prefería que fueran pocos pero leales. Necesitaban del sigilo y cuantos menos pies pisando el suelo de aquel reino subterráneo, sería mejor.
Aquello tenía lógica. Necesitaban a un mínimo de dos hombres para controlar a la díscola norteña y con otros cuatro buenos guerreros podían apañárselas para enviar batidores para que exploraran los pasadizos que tenían que tomar antes de que cayeran en una emboscada o se metieran en la boca del lobo. No podían obviar que aunque el reino trasgo se hubiera prácticamente vaciado para ir a la guerra, sin duda seguiría colmado de aquella diabólicas criaturas crueles y llenas de maldad.
El primero en llegar fue el señor Ghaffik, quien todavía recitaba algunas oraciones en silencio, pues sentía que ser miembro de aquella expedición sería lo último que haría en vida. Trataría de evitarlo como fuera, aunque difícilmente lo haría sin perder la vida. No conocía demasiado a aquel elfo, pero lo que si sabía era que no dudaría en acabar con quien no estuviera de su parte. No por nada, Ghaffik intuía desde el primer momento que los asesinatos de los mandos de la nave eran cosa de Anwalën y de su diabólica ayudante.
Posteriormente entraron Sami Wadad e Isa Keled. Los dos portaban gran seriedad en el rostro. Por como había hablado Euyun, parecía que daba por hecho su participación en aquel asunto, algo que ellos dos no tenían demasiado claro. De hecho, la idea que tenían en mente era la de rechazar completamente cualquier proposición por parte de su capitán. Ya habían aguantado demasiado hasta la fecha y no querían pasar ni un segundo más del estrictamente necesario a su lado.
El último en llegar fue Tamullah. Jhawad era de los cuatro ahí sureños allí presentes, quien parecía mostrar mayor entereza. Quizás de todos aquellos hombre, era con Tamullah con quien Euyun había mostrado un trato más humano. No conocía mucho más a Anwalën que el resto de los marineros allí presentes, pero con la mujer había trazado cierta amistad, por llamarle de alguna forma. Euyun le había cuidado durante las guardias en las bodegas. Se había interesado por él y eso quizás le otorgó un voto de confianza por parte del joven tripulante.
Anwalën permaneció sentado y con lo dedos de las manos entrelazados, mientras reposaban sobre la mesa. La oscura mirada de aquel ser milenario permanecía fija y perdida en algún lugar de la mesa, aunque probablemente estuviera recordando lugares del pasado o incluso del futuro. Nadie sabía muy bien que estaba pasando por la mete del elfo. Quince minutos pasaron desde que entraran a la sala, hasta que el elfo pareció reaccionar.
Durante ese tiempo nadie dijo nada. Euyun permaneció quieta, de pie y apoyada contra la pared. Lo único de su cuerpo que no permaneció quieto fue la mirada de aquella mujer, fue su mirada, que confiada, se posaba sobre los rostros preocupados de los allí presentes. Parecía estar analizándolos uno a uno en busca de alguna pista acerca de la decisión que tomarían en cuanto les fuera planteada la misión que tenían entre manos.
El resto de asistentes permaneció también en silencio. Se miraban entre ellos preguntándose el porqué de aquella reunión, el porqué del silencio de sus anfitriones y sobre todo el porqué de que hubieran seguido la corriente a aquel malévolo ser hasta llegar hasta el punto de locura en el que se encontraban. No obstante, fuera por miedo o por otra razón, nadie dio nada, nadie hizo nada y nadie decidió salir corriendo de aquel camarote antes de que resultara demasiado tarde. Y fue entonces cuando el elfo alzó la mirada y habló de forma clara y concisa.
- Debo llegar hasta las profundidades del reino de Angarkok y os necesito a todos vosotros. - Cuando dijo aquello se escucharon bufidos y lamentos a partes iguales procedentes de los cuatro sureños. - Se que lo que os pido puedo resultar peligroso, pero conmigo nada tenéis que temer. - Habló antes de que tuvieran tiempo de réplica. - Necesito porteadores y necesito a alguien que se haga cargo de la custodia de Elsabeth hasta llegar al lugar al que debemos llegar. - Les explicó. - Espero que ninguno de vosotros se niegue a ayudarme, pues confío en vosotros más que en cualquier otro miembro de esta nave. ¿Vendréis conmigo? - Preguntó.
- ¿De cuanto tiempo estamos hablando? - Preguntó Jhawad. - Deseaba regresar al hogar. Cuando dijisteis que podríamos regresar una vez concluyéramos la travesía... - Resopló. - Viendo como se habían puesto las cosas, no tenía muchas esperanzas en regresar a casa. Me encomendé a mi buen dios Tot y pedí porque cuidara de mi familia si no regresaba. Cuando hablasteis de que podríamos regresar yo...
- Entiendo tu preocupación. - Intervino Euyun. - ¿Confías en mi? - Le preguntó.
La relación que tenían él y Euyun, no se podía considerar que fuera de una verdadera amistad, aunque habían mantenido algunas conversaciones y parecía que Euyun sí confiaba en él, al menos más que en cualquier otro miembro de la tripulación, aquella confianza no era del todo recíproca.
- Bueno... sí... - Dijo él. ¿Qué hacer sino contestar afirmativamente?
- ¡Me alegra escuchar eso! - Exclamó la sacerdotisa. - Puedo prometerte que a lo sumo, nos llevará una semana más. Todo saldrá bien y podrás regresar a casa mucho más rico de lo que nunca soñaste. ¡Eso te lo prometo!