El cansancio empezaba a hacer mella en el enano, lo que ralentizaba sus ataques y los hacía más pesados y previsibles, pero su corazón quedó destrozado cuando vio como la espada llameante del Rey Brujo se hundía en su capitán. Alguien le atacó, pero el enano logró desviar la cimitarra negra con su escudo. La visión del Señor de Angmar en el suelo también hacía dudar a sus enemigos. Hubo un largo momento de confusión.
Faramis cayó al suelo entre sus hombres herido de muerte, una riada de hombres, trasgos y lobos se mezcló en una enmarañada batalla sin orden. El caos finalmente se resolvió cuando dos cuernos sonaron para dar la temida orden de retirada. Incluso los Ragger rompieron filas para acatar la orden, mientras lo que restaba de caballería se encargaba de cubrir la retirada contra la desordenada turba agmareana que avanzaba como una ola. El Príncipe Aranarth gritaba a sus hombres que se retiraran a la empalizada que protegía la Colina de la ciudad.
Los lobos se cebaron con los rezagados, mientras sus jinetes les clavaban sus lanzas. El terreno nevado y encharcado dificultaba la huida y Nagredog, con su maltrecha rodilla lo tenía peor que nadie.
Motivo: Ataques a Nagredog
Tirada: 1d100
Resultado: 39
El vado se había perdido, la orden de retiraba anunciaba el fin. Faramis había muerto, el príncipe toco retirada y el enano vio como hasta los mas aguerridos compañeros se precipitaban a acatar la orden. Rápidamente vio como la caballería acudía para dejar que los hombres tratasen de alcanzar la colina sin miedo a ser ensartados. Uno tras otros, los caballos hacían feroces pasadas entre el enemigo sesgando sus vidas.
El enano reacciono y trato de imitar los compañeros. En su retirada veía a los caídos, muertos a manos del enemigo, y también a muchos incapacitados que por sus heridas solo esperaban una muerte digna. Apesadumbrado, Nagredog cojeaba , no podía correr, solo caminar, y su avance no era nada rápido. Su destrozada rodilla le hacia ver las estrellas a cada paso, temía no ser capaz de llegar, de hecho, era casi imposible que lo hiciese a pie antes de que la caballería se replegara. Si eso ocurría, se daría la vuelta para enfrentarse una ultima vez al enemigo...
Los jinetes permitieron dar una opción a Nagredog para llegar con vida a zona segura. Afortunadamente, el terreno también dificultaba el avance de los orcos, y la nieve era tan densa que tanto los hombres del príncipe como sus perseguidores tenían dificultades para avanzar por ella.
La Colina, ofrecía en su base una empalizada con varias plataformas para los arqueros. En lo alto de una refulgía un pendón carmesí: el de Faramis Eketta y sus Raggers. Desde ahí podrían reagruparse para soportar el último golpe del enemigo. Al darse la vuelta pudieron descubrir un mar de enemigos contra apenas 300 hombres sanos y multitud de heridos, entre ellos el propio Nagredog, que había realizado un esfuerzo sobrenatural para llegar con la rodilla rota hasta La Colina. El enano pudo divisar a Dimrod entre los heridos. Una fea herida hacía brotar sangre de su estómago mientras el eriadoriano respiraba con dificultad.
-Es mi final... -Dijo un hilo de voz al reconocer a su amigo. -Muero con Arthedain, con Faramis, pero... ¿dónde... dónde está mi hija? Mi hija... mi...
Dimrod gastó su último suspiro en señalar con un dedo hacía un recoveco en la ladera. Allí, tres Raggers intentan reanimar a la incosciente Melyanna, superada por la visión de la muerte de Faramis.
El enemigo se frenó, reorganizándose tras la persecución, mientras grandes murciélagos revoloteaban sobre sus cabezas. Aranarth estaba sobre un pequeño promontorio tras la empalizada. Su caballo blanco aún resistía el cansancio y su amo se aferraba a la silla y a la espada. Los enemigos avanzaban implacables, portando cuerpos de dunedain atravesados por lanzas. Las primeras filas de orcos y hombres llegan a un tiro de piedra, gritando victoriosos y lanzando cientos de jabalinas y lanzas.
Lejos pero visible, la oscura figura del Señor de Angmar lanzó un terrible grito de guerra que hizo incluso huir a algunos defensores colina arriba. Pronto, la turba de enemigos se abalanzó contra la empalizada. Ologs y trolls llegaron a la barrera de troncos y la destrozaron y, cuando se retiraron, decenas de enemigos se colaron por el hueco dejado para asesinar a quienes opusieran resistencia.
La esperanza parecía perdida, y muchos hombres corrían desesperados ladera arriba. Entonces un aterrado grito se alza hasta los oídos de los defensores.
Oscuras figuras se recortaban en el horizonte, sobre la silueta de las ruinas. Una extraña luz, velada por la niebla del combate, revelaba pequeños destellos en la distancia. Una señal, fuera del alcance de la vista de todos, desencadenó una lluvia de flechas como nunca antes se había visto; saetas que impactan feroces en las primeras lineas enemigas: los Edain se cubrieron, desconcertados. Sonaron entonces potentes cuernos, y después un grito, y enseguida la ladera se vio asaltada por los elfos de Cirdan, guerreros de brillante armadura azul, que corrían cuesta abajo para unirse a los de Arthedain, mientras el grito de guerra se alza sobre el resto de sonidos:
-¡Gondor! ¡Gondor! ¡Eärnur ha llegado!
Los batallones gondorianos tomaban el llano, provocando una atropellada reorganización de la tropa angmareana, mientras los blancos blasones de Glorfindel de Rivendel refulgían al este. Los lanceros de Cirdan acometían ladera abajo contra el ejército del Rey Brujo. Las posiciones ahora estaban invertidas. La horda de Angmar inicia una precipitada retirada hacía el vado, con la esperanza de defenderse lo suficiente para poder huir de noche; pero son las lanzas de la caballería de Eärnur lo único que se encuentran durante su huida. El ejército enemigo rompe filas y se dispersa, aterrorizado.
Una tenebrosa figura casi caída sobre un caballo que trotaba por las lejanas lomas al norte del río huía despavorida. La capa negra era cada vez menos visible cuando, entre las nieblas de las lomas, la figura de Rey Brujo de Angmar se funde con la oscuridad de la noche y de la memoria.
La salvación se presento al fin, lo hizo a lomos de la esperanza, Eärnur acudía en su ayuda. El sirviente del mar apareció cabalgando delante de un enorme ejercito. Lanceros, arqueros y jinetes se precipitaban sobre las hordas del Rey Brujo golpeándolas como las olas se baten contra el acantilado. El enemigo se batía en retirada.
Nagredog respiro aliviado, pudo al fin dejarse caer en la hierba para sufrir por sus heridas. Entonces vio a Dimrod, justo cuando moría... Lo hizo con honor, junto a Faramis, y aunque el enano sintió la pena, sabia que era el mejor modo de hacerlo. Pero no muy lejos de allí, estaba el cuerpo de Melyanna, tres de sus compañeros trataban de reanimarla. Nagredog se levanto de nuevo, si todo aquellos, si todo por lo que había pasado las ultimas semanas, la joven tenia que sobrevivir, había esperanza para ella...
Los campos nevados a los pies de Annuminas quedaron sembrados con decenas de miles de hombres, orcos y trolls. La lluvia formaba siniestros charcos entre los cuerpos y el Baranduin corría furioso llevándose cuerpos y sangre, tornándose rojo y negro.
Faramis fue hallado muerto junto a la montura decapitada del Rey Brujo. Aunque herido y cansado, Aranarth acudió con Melyanna, ofreciendo un consuelo que él mismo necesitaba, mientras observan como los raggers que aún viven recogen el cuerpo del líder caído y lo transportan a la Colina, donde más tarde sería enterrado en la Pradera de los Héroes, en un gran túmulo. Aranarth rendiría allí el último homenaje a su amigo. Nagredog fue atendido para curar sus heridas y participó como uno más en las celebraciones por Faramis y los demás hombres caídos.
A cientos de kilómetros de allí, cuando el sol se levantaba alto en la cúpula celeste, muchos hobbits miraban asustados el Brandivino: sus aguas eran oscuras y corrían furiosas. Parecían arrastrar lo que quedaba de los Reinos del Norte: el odio y la muerte. Al menos así lo interpretó Matha, la hobbit amiga de Melyanna que les había acompañado al principio de aquella misión que había empezado como una simple escolta a Fornost.
Epílogo
Y resultó que en aquella batalla cayeron los dos grandes poderes del Norte, que nunca más volvieron a recuperar la grandeza de los días pasados. La matanza fue tal que no quedó orco vivo al oeste de las Montañas Nubladas, pues todos perecieron en el campo de Annuminas; junto a ellos, los más valientes jóvenes arthedain murieron con sus esperanzas hechas añicos. También cayeron allí muchos elfos de noble corazón con muchos años por vivir entre los mágicos bosques del oeste.
Unidos por la desgracia, Melyanna y el Príncipe Aranarth comenzaron la dura tarea de salvar todo y a todos los que pudieran ser salvados entre los restos de un reino naufragado, y en ellos fue puesta la esperanza de una nación. El joven fue Príncipe de un reino que dejó de existir en la tierra, pero no en sus corazones. Aranarth y los doscientos dunedain supervivientes siguieron defendiendo sus antiguas tierras por muchos años, conocidos como Los Montaraces del Norte. Durante el resto de sus vidas, recordaron su dolor subiendo a la ladera sitiada con el estandarte bien alto, en desafío al mismo Señor de los Nueve.
Al Oeste, muchos elfos tomaron los barcos a Valinor, entristecidos por tanta muerte de parientes y amigos. En el este se estremecían los poderes oscuros, sabedores de la derrota de Angmar. En el sur, el Reino de Piedra se ponía de luto durante cien días. En el Norte, el rey Averdui llevaba a un poblado lossoth, aterrado sin saber que su Reino había caído. La cruenta batalla de Annuminas parecía haber sacudido el corazón de la Tierra Media.
Durante la primavera, en Rivendel, el amor floreció entre el primer Capitán de los Montareces y Melyanna Forestel. Poco después la dama dio a luz a un bello niño de cabello negro al que llamaron Arahael. Con el tiempo sus orígenes fueron olvidados por el pueblo de Arnor y así vivieron hasta el final de sus días en la casa de Elrond.