sí pues, tras una primavera que se había deslizado bajo tus pies tan rápida como un suspiro, llegó el verano. Era alto, apuesto, rico y amable, de ojos misteriosos en los que se intuía oleaje aún sobre una sonrisa que parecía inocente, presto, respetuoso y agradecido, peor seguido por una gélida y rígida capa de habladurías, pero te dio igual.
La primera vez que lo viste fue para alcanzarle un vaso de agua y sostener una jarra que tu padre, Mazeed, le había ofrecido ante su petición de algo con que paliar el duro sol del mediodía al llegar a vuestro pueblo. No te fijaste demasiado en él, excepto en su exótica y exuberante barba, preguntándote qué le daría su tono azul cobalto cuando la luz incidía sobre ella.
La segunda vez vuestros ojos se cruzaron en una celebración tumultuosa en la que le pueblo se había volcado, buscando el favor de tan singular visitante. Vuestros ojos se cruzaron, sus océanos colmaron tus cielos, su sonrisa inocente se deslizó sobre tus labios, aún desde la distancia, y sus dedos no tardaron en recorrer tu descubierta columna, en la intimidad de una esquina.
Te comentó que le obsesionabas desde que posó sus pupilas sobre tu talle. Le dejaste continuar. Y confesó que hacía días que su cometido había terminado en estas tierras, pero no podía alejarse de allí sin ti. Puede que aquel lance te asustase en un primer momento, pero su figura también comenzó a obsesionarte, cambiando recuerdos, escribiendo poesía sobre estos, diciendo que no fue ni vuestra jarra ni el agua de la fuente lo que sació su sed aquel mediodía.
Su cortejo no había hecho más que comenzar. El encuentro en la fiesta solo había sido 'una advertencia'. Desde entonces, cada día, aprovechó para visitar vuestra otrora gran casa, ahora poco más que ruina, para regocijo de tus padres, quienes entreveían en el favor del noble extraño la posibilidad de un nuevo florecer. Con cada saludo traía un nuevo presente, desde una sencilla bandeja de alfajores para acompañar el chai hasta un nuevo caballo para tu hermano mayor, quien todavía lloraba la pérdida de su última montura. Puede que aquellos regalos no tuviesen tu nombre puesto, peor notabas cómo acariciaban tu alma en los puntos exactos.
Hasta tu prudente madre, Hamsa, trató de tomar parte en el cortejo, poniéndose de parte del extranjero. Y tú tampoco eras de hielo, buscando el cálido tacto de sus dedos, ni eras ajena a las promesas de riqueza, no solo para ti, como su esposa, si no para tu familia, que tan grande había sido y tan profundamente había caído.
Mil voces te acuciaban cada día, mil pétalos arrancabas real y figuradamente, mil consejos te fueron dados, mil sueños protegieron entre las capas de tu ajuar, mil milésimas de segundo le hicieron falta a tu padre para responder a su pregunta, tras cerciorarse de las estrellas que también brillaban en tus ojos.
Y así llegaron procesiones, con saltimbanquis, actores, músicos y comerciantes. Las mejores telas para tus vestidos, las mejores carnes para los convidados, los mejores presagios de una pitonisa y los mejores versos de tu futuro esposo en los labios del más elocuente coro de bardos. Todo el pueblo se volcó en la mayor fiesta que había vivido en décadas, ni en tus sueños más salvajes habías intuido el espectáculo que se abría ante tus ojos. Todo desde las manos de quien ya era tu esposo, tratando de mostrar a sus invitados que, por mucho que él les colmase con los mejores presentes, su alegría no se podía comprar a la de aquel que acababa de descubrir a la joya, a la maravilla, al amor de su vida.
Fueron dos semanas de preparativos, festejos y diversiones, tres días de celebración desatada en la que no faltó de nada y sólo sobró maravilla y unas pocas horas de despedidas, de tus padres llorando de ilusión al ver a su hija convertida en mujer tomando su propio sendero. Otros jóvenes del pueblo también lloraron, y en tu fuero interno eras muy consciente de por qué, lo que henchía y calentaba tu ego, decidida a entregarte a tu hombre para que otros solo pudiesen soñar lo que habían perdido.
Durante la ceremonia te llamó la atención que por la parte de tu esposo sólo hiciesen acto de presencia los comerciantes y artistas a los que había invitado y una menuda señora mayor, la única que vino desde sus tierras, a la que te presento como su ama de llaves, Dorina. Esta os seguía, desde la distancia, en un enclenque carromato el día en que pusisteis camino hacia tu nuevo hogar.
Dos días de viaje con diversas paradas os separaban de la enorme mansión, flanqueda por un frondoso jardín algo descuidado, y rodeada a su vez por un bosque más oscuro que el que siempre recordarías como parte de tu infancia, si no era el corazón de esta, pero que podía prometer futuros paseos.
Vuestro hogar tenía por nombre la maison du soufflet, un nombre exótico que él prometió explicarte cuando tuviese algo más de tiempo, no sin sonreír con la mirada, tenía cinco pisos o puede que más, escaleras que se hundían en sus entrañas incluso desde fuera del propio edificio, decenas de chimeneas y centenares de ventanas de todas las formas y tamaños que pudieses imaginar, algo que tanto te recordaba a las descripciones de los castillos encantados como de las casas de las brujas en los cuentos que tu madre te susurraba en cama.
Llegaste deseosa de conocer, saber y explorar, pero tu esposo tomó un porte sombrío al ver que tenía invitados esperando en la puerta. Dos jóvenes mensajeros llevaban medio día haciendo guardia para informarle de un problema en una finca que atesoraba, situada a varios días de jornada a caballo en la dirección contraria a aquella por la que habíais venido.
Tras disculparse contigo, depositando un ligero beso en tu mejilla, se retiró a sus salones para hablar con sus inesperados visitantes. Dos jóvenes mancebos tomaron tus equipajes y dispusieron el ajuar y los bultos de tu esposo en el recibidor del caserón. Dorina, silenciosa, te guió hasta vuestros aposentos y no debieron de pasar ni diez minutos antes de que Barba Azul te tomase de nuevo en sus brazos, esta vez en vuestro lecho, cubriéndote de besos antes de disculparse, pues su presencia era necesaria con urgencia en Nojerón y no sabía cuánto tardaría en volver.
- Soy el último que quiere ausentarse de este lecho ahora mismo, esposa mía, te lo juro por todos los ángeles que nos bendicen desde los cielos y los demonios que nos envidian bajo nuestros pies, pero de este viaje puede depender nuestro futuro bienestar. Te pido paciencia con este pobre viejo loco, y te regalo todo lo que veas, sientas y oigas entre estas paredes. Quiero que conozcas cada esquina de tu nuevo hogar. A sus gentes, sus maravillas y sus pequeños secretos. Algunas de sus alas han de ser arregladas, pero ahora que estás a mi lado esas labores se retomarán con más dedicación y ganas que las que nunca habría tenido en mi triste soledad. Ten este juego de llaves, con ellas podrás retirar los envoltorios de todo este hogar, que es un regalo más para tus gozos. Puedes recorrer todos sus pasillos y habitaciones en completa libertad, solo te pediré que no hagas uso de esta llave, la más pequeña y oxidada del manojo, es de mis estancias privadas y no hay nada en ellas que te pueda reportar alegría o ganancia, pero todo el resto de la maison es tu nuevo patio de juegos.
Depositó en tu pálida mano un aro de acero del que colgaban decenas de llaves, todas distintas entre sí, con formas y materiales imposibles. Te indicó a qué llave se refería e incluso comentó en qué lugar se encontraba la pequeña puerta que abría. Te volvió a tomar entre sus brazos, besándote apasionadamente durante una eternidad, hasta que ambos quedasteis sin aliento, para después salir apresuradamente hacia su vestuario y sus caballerizas.
Viste partir a su comitiva desde la ventana de vuestros aposentos, despidiéndola con la mano hasta que ya no era más que un punto ínfimo penetrando en el bosque.
Durante días te hiciste con los caminos y estancias comunes del palacio, sin necesidad de echar mano de aquel pesado manojo de llaves, pero cuando estos se tornaron semanas, tu aburrimiento hizo mella en los ánimos y terminaste por consultar a Dorina, quien se ofreció a ser tu lazarillo por las esquinas más ocultas del caserón.
- Soy la habitante más anciana de la mansión. Lo crea o no, mi señora, yo fui niña entre estos muros, así que cada vez que una puerta era construida para una nueva estancia o sus dueños decidían ampliar alguna de sus alas, yo era la primera en recibir la llave de los nuevos aposentos. Sé tan bien como cual es el color de mi alma a qué puerta pertenece cada una de estas pequeñas.- Comentó agitando el llavero.- Así que permitidme guiaros, tan solo indicadme qué llave despierta vuestra curiosidad. Elegidlas con cuidado y conocimiento de que, tan cierto como que vos sois la nueva luz de este hogar, hay esquinas oscuras y paredes bastas con las que no querréis toparos.- Sonrió la anciana, ofreciéndote aquellas maravillas colgantes, esperando a que te decidieses por una.