Como solía hacer durante los primeros minutos del día, Sir Rudolph se mantuvo callado. No se trataba exactamente de sueño - había dormido bien - ni de cansancio - estaba listo para comenzar la travesía - sino solo de malhumor matutino, como él lo llamaba para sus adentros.
El joven caballero, montado en su fiel Sansón, sostenía en la diestra una larga lanza de caballería de palosanto que solían llamar "la matalobos" mientras que en la zurda portaba su escudo luminoso, además de las riendas de su montura que colgaban de sus dedos sin que hiciesen presión sobre el bocado del animal
El del escudo brillante guiaba a su corcel más con la presión de sus rodillas que con las riendas, aunque no por eso dejaba de sostenerlas. Del arzón de su silla, surgían los cabestros de sus otros dos animales, lo que le permitía no preocuparse de dirigirlos mientras avanzaba por el camino en dirección a la catedral
Entendido. Tu dirás cuando comenzamos