Hacía una mañana radiante en Val Royeaux.
El sol refulgía en lo alto, arrancando prístinos destellos de la calzada de mármol pulido de las calles aledañas a la Plaza del Mercado de la capital de Orlais. Contemplabas el pasado sin ver realmente a una patrulla de chevaliers emperifollados desfilar gallardamente por ellas, con las alabardas enhiestas, desde tu cómodo asiento en la terraza de Le Masque du Lion. Un grupo de nobles, enmascarados y empingorotados, cuchicheaban con aspecto conspiratorio unas mesas más allá, enredados tal vez en alguna descabellada maniobra del sangriento pasatiempo nacional: el Gran Juego. Pero tampoco les prestabas demasiada atención. Degustabas un vino de tinta del país, de buena cosecha, que olía a café y a frutos rojos, y eras ajeno a todo lo que te rodeaba. Tu indiferencia sólo era comparada a la Madame Mordisquitos, la última dragona que había derribado el dueño anterior de la cantina, cuya cabeza estaba disecada en la fachada del edificio.
Entonces sonaron las notas de un piano, desde la otra punta de la terraza, y saliste de tu ataque de introspección.
Tu maestro, Varnel, estaba sentado delante de ese piano. Capturó la atención de todos los presentes enviando las notas a que flotaran en el aire, y la mantuvo con su ademán rebelde y risueño. ¿Cómo era capaz de atraer hacia si todas las miradas, casi de forma hipnótica?
—Buenos días, Val Royeaux.
Y entonces empezó a tocar.
—He oído que existe un acorde secreto
que Andraste solía cantar, y que agradaba al Hacedor.
Pero a ti no te interesa la música, ¿verdad?
Era algo así como: la cuarta, la quinta
cae la menor y sube la mayor.
El rey, confundido, componiendo un aleluya.
»Aleluya…
»Bueno, tu fe era fuerte,
pero necesitabas una prueba.
La viste bañarse en el lago.
Su belleza, y el brillo de la luna, te derrocaron.
Te ató a la silla de su cocina.
Rompió tu trono, te convirtió en Traidor.
Y de tus labios arrancó un aleluya.
Aleluya…
Habías ayudado a Varnel con alguna de las estrofas de la canción. Hablaba de amor y de desengaño, de la distancia fría que se extiende y crece en una pareja tras una infidelidad. Pero también narraba la historia de Maferath y Andraste, que usasteis para hilar el discurso de la canción.
—Cariño, he estado aquí antes.
He visto ésta habitación y he hollado éste suelo.
Solía vivir en soledad antes de conocerte.
He visto tu bandera sobre el arco de mármol,
pero el amor no es una marcha victoriosa.
Es un frío y roto aleluya.
Aleluya…
Varnel levantó la vista del piano y trabó la mirada con la tuya. Sin dejar de mirarte, siguió cantando, como dedicándote la siguiente estrofa:
—Bueno, hubo un tiempo en que me dejabas saber
que era lo que pasaba ahí abajo.
Pero ahora nunca me lo enseñas.
Pero recuerda cuando me uní a ti,
cuando la paloma blanca volaba también,
y cuando cada suspiro que dibujábamos era un aleluya.
Aleluya…
Bueno, quizá haya un dios allá arriba.
Pero todo lo que he aprendido sobre el amor
ha sido matar a alguien que ha desenvainado más rápido.
No es un lamento que oigas por la noche.
No es nadie que haya visto la luz.
Es un frío y roto aleluya.
Aleluya…
El cambio de escena se ha producido en un parpadeo. Antes de parpadear estabas en la Tumba de la Novia Roja con tus compañeros guardas, después estás en Le Masque du Lion tomándote un vinito al sol. Tu PJ es consciente de este cambio.
Reconoces este momento como un recuerdo de tu vida: sucedió cuando estuvo viajando con su maestro cantando y tocando de ciudad en ciudad. La única diferencia es que Jarlath tiene la apariencia de ahora y no la de la antaño. Y que Varnel no te miró de forma tan insistente en las últimas estrofas de la canción.
Ni qué decir tiene que puedes entrar cuando quieras, interrumpir la escena, ponerte a cantar con Varnel o saltar encima de la mesa y ponerte a bailar una jota aragonesa.
Jarlath cerró los ojos e inspiró profundamente el aire fresco del lugar, mientras dejaba que los sonidos propios del mercado cercano lo inundasen de alegría y vida. Tantos colores sonoros, tantos matices distintos, consonantes y disonantes, unidos en perfecta armonía para dar forma a la vívida experiencia del júbilo humano, más real y tangible que la masilla de un escultor. La risa de los niños, pura y timbrada, mientras jugaban saltando y chapoteando en los pocos charcos que quedaban de una llovizna reciente. El incesante parloteo altisonante de las damas y los caballeros, de alta y no tan alta cuna, que fingían poseer intereses más elevados y refinados que la fiesta, la comida y la bebida mientras flirteaban los unos con los otros sin asomo de recato. El golpeteo de los cascos de los caballos, resonantes como timbales, percutiendo en la parte grave de la polifonía, mientras los gentilhombres que los montaban se saludaban con interjecciones impostadas. Lejos, muy lejos, distinguió el claro son de unas trompetas, pero su atención se distrajo al captar unas notas robadas al viento, acordes puntuales entonados por un piano. Y ajeno a todo, el inconstante fluir del aire, pasando entre las marmóreas columnas y haciendo ondular las suaves cortinas que arrojaban su sombra fosca. Casi podía intuir el brillo áureo del sol sobre el telón cerúleo del firmamento, una bóveda en perfecta sincronía de sonidos y silencios, que fluctuaban con la cadencia eterna del mismo tiempo.
Todo en una única fracción de segundo.
Abrió de nuevo los ojos. Y entonces, se dio cuenta. El recuerdo volvió a su mente a toda velocidad, como una estocada precisa. La cueva, las arañas, aquella sala llena de cadáveres marchitos… Hacía un instante estaba en la Tumba de la Novia Roja. ¿Qué hacía pues allí? Le sobrevino un súbito aturdimiento cuando reconoció el lugar en el que se hallaba: Le Masque du Lion, sofisticada casa pública y centro de reunión de las gentes de Val Royeaux, la capital de Orlais. Miró un momento la copa que sostenía entre sus dedos, con una expresión confusa en el rostro. Sus oídos reconocieron entonces la música de piano que llegaba a ellos, y sus ojos buscaron por toda la zona al dulce perpetrador, el bello rostro que el tiempo no había logrado borrar.
Y allí estaba. Varnel. El hombre que le había enseñado a vivir estaba allí, como antaño, tocando sus ágiles dedos una melodía que llegaba directa al corazón, al tiempo que su voz liviana y armoniosa entonaba una canción cuya letra quería decir muchas cosas. Jarlath se quedó completamente paralizado, viendo cómo la imagen de su maestro muerto, ahora vivo y lleno de calor, energía y música, lo miraba con intención desde el otro lado del piano. Los ojos de Jarlath se llenaron de lágrimas, y sus labios formaron, mudos, las palabras de una pregunta que quedó a medias. No podía hacer nada. Sus ojos deseaban creer lo que estaban viendo, y sin embargo, el trovador fue repentinamente consciente de estar viviendo un sueño. Casi sintió como si, en algún otro lugar, lejano y oscuro, debiera ejercer un esfuerzo consciente por mantener cerrados y dormidos sus ojos, la puerta por la que escapa el alma, para retenerse a sí mismo en su interior, en aquel lugar del que desearía no volver jamás. No quería despertar. No sin antes saber qué significaba aquello, y por qué su mente lo flagelaba con aquel exquisito dolor.
—Varnel… —logró decir al fin, en una voz tan baja que apenas logró oírse él mismo—. ¿A dónde te fuiste? ¿Puedes oírme?
Suspiró profundamente, tomando una bocanada de aire que parecía bien real. ¿Podían doler tanto los sueños?
Val Royeaux rieló a tu alrededor por un momento, como si vieras al través del aire caliente del desierto del Acceso Occidental.
Al otro lado de la terraza, una multitud de curiosos se acercaron a Varnel. El maestro trovador te sonrió por encima de los hombros de la gente. No te había escuchado, evidentemente, pero te hizo un gesto para que te acercaras. Te levantaste, pusiste un pie delante del otro pero, por más que caminabas no lograbas acercarte. Varnel sonreía ajeno a tu pugna, y te indicaba más enfáticamente si cabía, que te acercaras a él.
¿Qué era aquello? ¿Una especie de pesadilla, un castigo por algo que Jarlath no comprendía, o no recordaba? A pesar de su denuedo, de su deseo por acercarse a Varnel y de sus largos pasos en pos de él, la distancia que los separaba parecía un obstáculo insalvable. El espacio parecía alargarse hasta el infinito, en una estancia que apenas tenía unos metros de longitud. Todo aquello tenía más de ilusorio, de onírico, que de real. Y sin embargo, Jarlath no podía por menos de ver a su maestro ante él, sonriéndole e indicándole que se acercase, completamente inconsciente de lo que le sucedía a su alumno. Jarlath no dejaba de decirse a sí mismo que aquello no era real, no podía serlo; y no obstante, tenía la ominosa sensación de que, de algún modo, era importante. Estaba siendo puesto a prueba de alguna forma por aquel sueño a medio camino entre el recuerdo y la alucinación, y tenía que descubrir la forma de reunirse con Varnel.
Así que dejó de caminar. Sabía que no lo lograría de aquel modo. El lugar donde Varnel estaba más vivo era en su interior, así que no tenía sentido buscarlo en otro sitio. Allí, inmóvil, en pie en medio de una multitud que se agolpaba alrededor de Varnel, cerró los ojos —¿estaba cerrándolos realmente? ¿Dónde estaba su cuerpo en aquel momento?—, intentando aislarse de las sensaciones que lo rodeaban, de la luz, de los ilusorios sonidos, del calor —¿hacía calor? ¿Hacía frío?—, de la imagen de Varnel que no era Varnel. Y, en el centro de un vacío oscuro, mudo e infinito, buscó la verdad. Se buscó a sí mismo, puro, libre de todo engaño. Solo allí, creía, podría encontrarlo.
«Varnel —llamó con la voz de su mente—. Varnel, estoy aquí. Y no tengo miedo. ¿Tú también estás aquí? Si no, nada de esto tiene sentido. ¿Me estarás esperando al otro lado, o ya me has olvidado? Siempre me he sentido tan pequeño…».
Entonces, las palabras perdieron su forma y se convirtieron en un torrente fluido, impreciso e implacable de imágenes, pensamientos y sensaciones que se volcaron estrepitosamente en aquella nada espesa, hasta parecer más reales que la realidad que estuviera fuera de él, fuese cual fuese. Un calor sofocante, húmedo. La luz del sol de la mañana en sus pestañas antes de abrir los ojos. Una niebla ondulante que hacía música, del color del atardecer. Una lluvia que reía a carcajadas mientras caía sobre un paraje desolado y carente de todo color. Una figura desnuda, de espaldas a él, sumergida hasta las rodillas en el agua de un lago. Su hermano Winoc, que lo miraba con rostro ceñudo, reprobatorio… Una moneda de cobalto giraba frente al telón negro de sus ojos cerrados, acercándose hasta golpear su cara. Era grande como un plato, y estaba caliente. Quemaba. ¿El calor era real? Logró volver a encontrar la lucidez, y trató de poner orden a sus pensamientos, de que estos volvieran a formar palabras coherentes.
«Varnel —murmuró con aquella voz que no salía de su cuerpo—. ¿Me oyes? No me dejes perderme aquí. Siento que voy a enloquecer. Te echo de menos. Ven, por favor».
Jarlath casi pudo oír sus últimas palabras, a pesar de no estarlas pronunciando. Tenían un matiz suplicante, como si estuvieran cargadas de lágrimas. Alargó una mano invisible, inmaterial, hacia la oscuridad, sin temor de lo que esta pudiera devolverle a cambio…
Bueno, pues no tengo ni idea. Trataré de llevarlo como si fuera un sueño lúcido, dentro de lo que cabe, porque es a lo que más se me parece. A fin de cuentas, el mundo de los sueños es el Velo, que es a donde van los espíritus al morir. Así que si esto es un sueño, Varnel estará por aquí, de alguna manera, en alguna parte... or whatever. En fin, que lo estoy intentando XD.
Tu intento fue recibido con un silencio atronador, vacío, negro. No había ninguna presencia que te diera la bienvenida, ni que tomara tu mano metafórica. Tus intentos habían sido en vano pese a tus denodados esfuerzos.
Abriste los ojos. No te habías acercado un ápice a Varnel. Ahora toda clientela de Le Masque du Lion, arracimada en torno a tu maestro, se había girado y te miraba como una única persona. Empezaron a reírse y a burlarse de ti y de tus fútiles intentos. Eran tantos, y tan ruidosos, que empezabas a perder a Varnel de vista.
El negro presentimiento de que nunca llegarías hasta él empezó a atenazarte las tripas.
Jarlath estuvo a punto de intentar caminar de nuevo hacia su maestro, pero contuvo el impulso. Sabía que no serviría de nada. Aquello era como un sueño gobernado por otro, en el que él no tuviera ningún control sobre los acontecimientos. Lo peor de todo era que tenía la sensación de que aquella ensoñación tenía algún propósito, uno importante, y que él no lograba comprender.
El bardo se sentía frustrado y al borde del llanto, pues el dolor por la pérdida de Varnel era muy reciente, y aquella visión vacía de su maestro, lejos de consolarlo, volvía a abrir las heridas que ya creía cerradas. Hizo un esfuerzo por no dejarse abrumar por la impotencia.
—¿Quién eres? —preguntó de pronto—. ¿Qué intentas decirme? ¿Qué tengo que hacer?
Y de repente, Jarlath supo que no tenía ningún sentido esperar respuesta alguna. Se sentía como un niño que estuviera hablando con alguien que solo existía en su imaginación. Un fantasma. La frustración dio paso al horror. Sabía que si permanecía allí por más tiempo, corría el riesgo de volverse loco. Desesperado, se dio la vuelta y echó a correr, tratando de alejarse para siempre de aquel lugar ilusorio y cruel.
No echó la vista atrás.
Pues, a menos que nada lo impida, me voy corriendo de aquí. Ahora sí que hago un intento consciente por «despertar», si es que eso tiene algún sentido.
Giraste sobre tus talones y, sin mirar atrás, huiste a toda velocidad.
Corrías, pero las carcajadas de los nobles enmascarados te perseguían, perforando tus tímpanos como un millar de agujas. Corrías, y el suelo se sucedía bajo tus pies a toda velocidad, pero todo Val Royeaux se reía de tus vanos esfuerzos. Corrías, pero querías aullar como un perro que había perdido el juicio.
Corriste hasta que te aguantaron las piernas y te ardieron los pulmones. Y después te derrumbaste sobre el pavimento para tomar aliento.Todo se oscureció a tu alrededor, notaste la rugosidad de la tierra en las palmas de las manos en vez del pulido mármol de Val Royeaux. Y había algo más en tu mano derecha.
Los grillos cantaban, y frente a ti chisporroteaba alegremente una fogata. Varnel era ajeno a tu presencia y tarareaba unos versos a medio componer mientras afinaba su laúd. Un escalofrío recorrió tu columna vertebral. Aquello era otro recuerdo: la noche maldita en la que los engendros tenebrosos atacaron vuestro campamento.
Una docena de infectados emergieron de la oscuridad. El fuego irisaba en el cruel acero de sus armas. Querías gritar, avisar a Varnel, pero no podías. Un genlock tiró del cabello de Varnel hacia atrás y le puso la espada curva en el cuello mientras dibujaba una sonrisa sádica. Varnel te miró.
—¿Por qué no me salvaste? —te preguntó con voz pesarosa.
El genlock deslizó el arma por el cuello de tu maestro y lo degolló como a un cerdo. La sangre brotó a borbotones, acompañando a la risa estridente de una voz sin cuerpo, desconocida, y que poseía un espeluznante tinte de malévolo regocijo, triunfal, casi demente. Miraste en tu mano, y al abrirla, comprobaste que estaba ahí la púa del laúd de Varnel. Un recuerdo sentimental que aún guardabas. La púa te atravesó la carne y la viste caer al suelo lentamente, como si el tiempo discurriera perezosamente.
La púa cayó sobre el lecho de hojas secas, y tuviste la perturbadora sensación de que algo se desdibujaba en tu interior: una persona querida, un maestro que era mucho más que un maestro. ¿Quién era esa persona que los engendros acababan de asesinar? ¿Qué hacías tú ahí? Una cara en blanco era lo único que evocaba tu mente cuando tratabas de ponerle nombre. Un nombre que desconocías, un rostro sin rasgos, sin una identidad a la que aferrarse por más que te esforzaras.
Era como tratar de evocar un recuerdo que ya no estaba ahí.
Jarlath es incapaz de recordar a Varnel. Es perfectamente consciente de que no puede; sabe que había una persona que lo instruyó en las artes, que estaba a su lado en muchos momentos de su vida, que era muy importante para él y que debería recordarlo, pero simplemente es incapaz de hacerlo.