El viejo no le había hecho nada. Tampoco había dado explicaciones y no tenía demasiado sentido tratar de huír. Sólo hizo una promesa. No pasaría demasiado tiempo hasta que viera a sus padres.
El viaje era necesario porque hacían falta sus servicios en un lugar muy lejano, un lugar maravilloso que muchos han pisado, pero pocos, muy pocos, recuerdan.
El mismo tren se adentró en un túnel. Por el movimiento de los líquidos y otros indicios sutiles el joven Arthür vió que estaban bajando en pendiente de más o menos unos treinta grados. A una velocidad que no podría ser menos de los cien kilómetros hora. Con un par de curvas. Unas seis horas de viaje.
Monsieur Pesha le atavió con una gabardina tres cuartos color verde oliva y una camisa azul clara con lazo dorado.
Parecía ropa que había ido a parar al vagón pero una vez puesta, viéndose en un espejo roto que colgaba de una pared, Arthür lucía elegante y dinámico, como un detective del futuro.
El viejo hizo una reverencia invitando al niño a salir con un gesto de la cabeza.
-Atrévete. Vamos.
Cuando se abrió el portón estaban en una cueva llena de estalactitas y minerales de cuarzo que brillaban iluminados por las luces del tren. Caminaron hacia la máquina, vagón a vagón de un ser humeaba por todas partes, como un animal exhausto.
Luego unos escalones tallados en la piedra y entraron en una grieta tan oscura que parecía que andaban sobre el vacío. Hizo el camino con un nudo en el estómago y el corazón en un puño. Aterrado pero emocionado, medio consciente de que estaba haciendo una proeza.
Al final de la oscuridad dos puertas de hierro daban a un enorme salón palaciego abarrotado de ventanas que daban a la noche, cuyas paredes estaban forradas de ámbar.
Las velas multiplicaban sus llamas en el reflejo de las paredes y una multitud de seres hacían pasillo en su camino hacia el trono. Entre ellos estaba Cléo y su hermano, y otros niños con vestimentas chillonas y extrañas. Al fondo esperaba una anciana cuyo rostro parecía formado por gemas, oro y cobre. Sentada en un trono, con los ojos cerrados.
Monsieur Pesha hizo el anuncio con voz profunda en un silencio total.
-Os presente a Arthür Guitry, el niño que puede entrar despierto en vuestro reino.
Y luego se giró hacia el joven:
-Arthür, inclínate ante la Reina de los Sueños Olvidados.
Después de ponerse en marcha el vagón abandonado ya no cabía ver a Monsieur Pesha como a un mero vagabundo imaginativo. Arthür comenzó a tomar muy en serio la poca información que le daba y volvió a evaluar en su cabeza las historias que le había contado hasta ahora. ¿Cuántas de aquellas maravillas fantásticas de sus viajes serían verdad?
Cuando le dijo que se requerían sus servicios se asustó pensando en qué podría querer de él alguien tan extraordinario. Y no ya él, sino la persona misteriosa a la que debía entregarle la joya de la libélula en persona. Parecía que aquel hombre era un emisario de algún reino fantástico. Arthür sabía que no estaba dormido y al mismo tiempo dudaba si un sueño podía tener tal intensidad. Trató de consolarse con la promesa de que no tardaría en ver a sus padres; esperaba poder contar con la palabra de aquel personaje fabuloso.
La distancia recorrida hizo que se asustara. Habían viajado a muchísima profundidad, así que debía tratarse de un lugar subterráneo, quién sabe si parecido al centro de la Tierra que describía Julio Verne. Y una vez el tren paró —se sorprendió al ver que era un tren completo, con su locomotora incluida—, el camino fue todavía más emocionante. La oscuridad le asustó y volvió a sospechar que fuera todo un engaño y le llevaran preso a un lugar horrible. Temió descender y descender eternamente en la oscuridad.
Y al fin llegaron a la sala del trono. El ámbar de los muros brillaba a la luz de las velas y más allá de las ventanas sólo se intuía la oscuridad. Todo el mundo le miraba y eso le paralizó casi más que lo impresionante del lugar. Hasta que al fondo de la sala vio a la reina en su trono, majestuosa, y su extraño aspecto y su presencia eclipsó todo lo demás. Tenía que ser ella a quien debía entregar la joya, sin duda, y la sostuvo fuerte en su mano, como tomando fuerzas para recorrer aquel pasillo y acercarse. ¿Cómo sería su voz?, ¿tendría algo de mineral? ¿Y sus ojos?, ¿le fulminarían o convertirían en piedra si la miraba?, pensó un poco aturdido, asustado y sin saber muy bien qué hacía.
Ante la orden de Monsieur Pesha, se inclinó cortésmente, no atreviéndose a incorporarse del todo hasta que ella no se lo dijera y con el corazón saltando como loco en su pecho. Estaba ansioso y al mismo tiempo muy asustado de que abriera los ojos.
Cobijada en sus puños la libélula vibró temblorosa.
La reina se inclinó hacia el chico sin levantarse. Sus movimientos no eran para nada mecánicos y su voz sonó a viola metálica bien afinada. Extrañamente dulce.
-¿Qué regalo me has traído, hijo?
Incorporándose un poco más, algo tranquilizado por la dulzura del tono de la reina y la delicadeza con la que se había dirigido a él, Arthür se atrevió a mirar su rostro. Levantó entonces su mano, en la cual la joya no dejaba de vibrar, inquieta, y la abrió despacio para mostrarla a su alteza.
—Es... Es... La joya más bonita que hay en mi casa —titubeó un poco, no pudiendo dejar de sentirse culpable por habérsela robado a su madre—. Es vuestra ahora. Espero que sea de vuestro agrado...
No podía evitar que le temblara la voz.
Cuando abrió la mano la libélula echó a volar sobre el hombro de la reina.
Un murmullo general, y de nuevo silencio.
-Claro que es de mi agrado.
Se levantó y una ovación apenas contenida sonó de todos los seres que ocupaban el lugar.
-Bienvenido. Estás en tu casa.
Puso su mano y la libélula se posó sobre su dedo gordo. Ambas parecían estar hechas de la misma sustancias. Resultaba obvio que eran dos seres del mismo mundo. La reina se giró y con su primer paso la multitud se acercó a Arthür para conocerlo.
Habían pájaros humanoides, pero también animales a dos patas vestidos y seres que parecían faunos. Algunos eran gigantes y otros diminutos. Y entre ellos, los niños. Hablaban idiomas extrañisimos, pero él podía entenderlos a casi todos.
Una mujer con bonitos ojos azules, cuernecillos y cuerpo peludo ataviado con una cartuchera, patas de cabra, orejas atravesadas de grandes anillas y un rifle antiguo al hombro trató de poner paz en la multitud para que no acongojaran al recién llegado. Parecía algo así como un miembro de la guardia.
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Un niño y una niña se abrieron paso por entre la multitud hasta llegar a él.
El niño vestía un uniforme añil con cuello dorado y solapas de piel marrón que bien podría ser el de un mariscal del siglo XIX.
-Hola, soy “El Caballero de la Rueda” y ella es mi hermana, Cléo. ¿De verdad estás despierto?
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No acababa de decir eso cuando la niña, que vestía de verde con una coraza plateada a modo de pechera, una larga trenza y un curioso casco renacentista se puso a su lado y le arreó una repentina patada en toda la espinilla.
Como sus botas eran medio de hierro, medio de cuero, a Arthür le dolió.
—¡Auch!— exclamó Arthür al recibir aquella patada imprevista. Se apartó de la niña un paso temiendo recibir alguna más —. Sí, sí, ¡estoy despierto! —afirmó enfatizando con un gesto decidido de la cabeza. Aunque ya no estaba seguro de nada todo su ser parecía indicarle que así era. Además, ¿no te despiertas de un sueño cuando te das cuenta que estás soñando? —¿Es que vosotros no estáis despiertos? —dudó de pronto. ¿Podían estar dormidos y no despertar teniendo aquella conversación?
-Somos soñadores.
La voz de la niña sonaba altiva y orgullosa pero sus dientes desordenados evitaban que fuera repelente matizándola con un timbre simpático y travieso. Estaba tiesa, sin duda para tratar de parecer más alta.
-Somos invitados de la Reina de los Sueños Olvidados. Venimos a menudo para ofrecer nuestro servicio como parte de su cuerpo expedicionario.
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-Sabíamos que existían humanos capaces de entrar corpóreamente en los sueños, pero nunca habíamos conocido a ninguno.
La actitud del hermano era mucho más relajada que la de ella. Debían tener una edad muy parecida.
-Eres una persona la mar de singular. ¿Quieres ser nuestro amigo?
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—«¿Cuerpo expedicionario?»— aquel título llamó de inmediato la atención del niño y disparó su imaginación—. Sí, sí, me gustaría ser vuestro amigo —respondió tratando de no ser maleducado y centrarse en lo que no debía ante un ofrecimiento tan repentino y que parecía sincero, aunque fuera por ser alguien «singular». Hacía un tiempo que se había percatado que, de conseguir amigos, tendría que ser porque estos apreciaran sus peculiaridades.
—Pero nada de patadas, ¿eh?— dijo mirando a Cléo medio en broma medio en serio. Algo le decía que no sería la última que recibiría si trataba con ella—. Aunque todavía no sé muy bien por qué he sido traído aquí...— confesó mirando alrededor sin saber si la misión que le querían encomendar le permitiría tratar más tiempo con sus nuevos amigos. Se pasmó una vez más de ver aquel salón mineral gigantesco y las gentes tan extrañas que habitaban allí. Así que todo aquello era un sueño, Cléo y su hermano estaban dormidos en sus casas y él... ¡Él caminaba por allí en cuerpo y alma! Se dio cuenta que esto suponía que, para volver, a él no le bastaría con despertar: Monsieur Pesha debería cumplir su palabra y llevarle de vuelta.
Continúa en "Los Olvidados"
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En esa escena, Arthür recuerda todo lo jugado en esta escena hasta ahora.