Abres los ojos con esa sensación cálida y blandita todavía acompañándote, al menos en lo que tardas en ubicarte una vez más en tu realidad. Esa cárcel blanca y limpia en la que los grilletes están hechos de esparadrapo y las cadenas tienen forma de aguja clavada en tu muñeca.
El silencio de la habitación en la que te mantienen encerrada sólo se interrumpe por un tecleo suave que no tardas en localizar en la butaca que Aharon ha convertido en suya. Tu marido está allí sentado con su portátil sobre las rodillas y parece enfrascado en ese momento por lo que la pantalla tiene para sus ojos.
Venimos de Capítulo 1: Tú ya no eres sólo tú (Wamai).
Aharon tarda aún varios segundos en darse cuenta de que has despertado, pero cuando levanta la cabeza para mirar en tu dirección lo hace con el gesto de quien lleva largo rato haciendo esa misma comprobación cada rato. Detiene el movimiento cuando sus ojos se cruzan con los tuyos y una vez el contraste divide su rostro entre el alivio por verte despertar y la tristeza porque lo hagas en ese lugar.
—Milka —dice con suavidad, apartando el portátil para dejarlo sobre la mesita de modo que si mirases hacia él verías un e-mail a medio escribir en su pantalla. Se echa hacia delante en el asiento para acercarse a ti mientras sigue hablando—. Tengo noticias del marido de Helga—anuncia sin esperar a que seas tú la que preguntes—, pero me temo que no te van a gustar.
Sus ojos caen por un instante con esa apuesta de la que no parece dudar y, cuando los alza de nuevo, su mano busca la tuya con una caricia prendida de las puntas de sus dedos.
—¿Cómo te sientes? ¿Has podido descansar algo? —pregunta entonces, como si así esas noticias que no quiere darte pudieran quedarse en el limbo un rato más.
La luz artificial del hospital parece más fría que antes en contraste con el sol de kenya, pero mi cabeza no tarda demasiado a asegurarme que las luces no han cambiado lo más mínimo. Hay el mismo número, la misma intensidad, y la misma apatía.
Muevo la muñeca engruilletada ampliando la molestia de la aguja y del esparadrapo. Odio este lugar, dios me perdone, pues además me dejo odiarlo con la intensidad necesaria para que el hospital lo sienta.
Empiezo a incorporarme con el sonido del teclado y una sonrisa ilusionada que nace del estomago se posa en mis labios al presuponer que Blumer ya habrá contestado y Aharon estará preparando alguna carta-queja al hospital.
Veo y entiendo la expresión de Aharon, recuerdo otras veces en las que se ha debatido entre el alivio y el fastidio, pesar, tristeza, cansancio... Y aunque la mayoría son recuerdos en los que no es marido sino notario, puedo verle con ese mismo rostro cada vez que vuelvo a casa.
Escucho mi nombre sostenido por plumas de cigüeña y dudo en el cuándo lo escucho hasta el punto de punzar en mi cabeza. Esta exactitud en el habla solo puede hacerla un judío.
Quiero preguntarle por su descanso, por la hora, por los niños y por el informe pero él ordena mis prioridades, erróneamente y suprime todas las demás.
Aprieto suavemente los ojos para aliviar el dolor de cabeza y me muevo en la cama con su anuncio hasta dejar colgadas las piernas y descolgar mi sonrisa.
Mis ojos corren a su portátil cuando los suyos bajan y mi mano escala la palma de aquella que trae suavidad al golpe hasta encajarse en su muñeca.
— Enséñamelo —le pido casi rozando la orden—. Quiero verlo —insisto sintiendo la aguja helada en mi vena—.
Ahora que tus ojos han empezado a acostumbrarse a la habitación empiezas a ver más detalles en el rostro de tu marido. Aunque un segundo repaso, uno que nace de la comparación con esa imagen de dos segundos atrás imperecedera en tu memoria, te dice que muchos de esos indicios han nacido en el mismo momento en que has pedido el ordenador directamente, sin responder a sus preguntas antes. Es como si con aquella petición hubieras adelantado un momento que él esperaba aplazar como si no fuera ineludible.
Aharon está ahora más pálido que antes de que visitases Kenia y sus ojeras están marcadas en su rostro más profundamente que antes de que visitases el baño. Todo él está contenido, incluso su respiración, como si toda la situación que os rodea le oprimiese de alguna forma. Y aún así no parece darse cuenta de hasta qué punto él no es prisionero, sino carcelero.
Tu marido apenas duda un instante cuando le pides el portátil. Y su duda no parece residir en si dártelo o no, sino en cómo hacerlo. Al final aprovecha el momento para guardar como borrador el mensaje que estaba escribiendo y sólo entonces se acerca él con el ordenador. Toda su actitud indica que, si se lo permites, se sentará contigo, dispuesto a acompañarte contra todos los cuchillos que puedan salir de esa pantalla.
El correo es escueto y la dirección parece la de la propia consulta privada del médico.
Estimado señor Cohen:
He analizado los resultados de las pruebas que me ha enviado. Siento que nos conozcamos en estas circunstancias y no poder dar este tipo de noticias en persona, como acostumbro.
Mucho me temo que las evidencias son claras. Tal y como se puede ver la fisionomía es anómala, concretamente en la zona de los lóbulos frontales. Por deferencia a ustedes he consultado a mi socio y colega, pero ambos coincidimos en que la situación es grave. Además no me avergüenza decir que los dos, tal y como me dijo que advirtió Geller, lo habríamos diagnosticado equivocadamente como encefalitis, lo cual demuestra que les está atendiendo la persona adecuada.
Sólo puedo decirle que están ustedes en buenas manos. No conozco a la doctora Geller personalmente, pero su reputación es merecida. Si alguien puede hacer algo, esa es ella. Y si hay algo que Helga o yo podamos hacer para facilitar la situación, por favor, no se lo piensen. Estamos aquí para lo que necesiten.
Por favor, manténganme al tanto de cómo se desarrolla todo.
Un cordial saludo,
T. Blumer
Tras el escrito hay una de esas firmas genéricas que hablan sobre la confidencialidad del propio correo y la responsabilidad de borrarlo si quien lo lee no es el verdadero receptor. Sin embargo podrías apostar con total seguridad que Aharon ni siquiera ha echado un ojo a esa parte, pero sí habrá leído tres, cuatro o treinta veces todas las palabras que lo preceden.
—Lo siento, Milka —enuncia tu marido cuando considera que has terminado de leer. Su tono es totalmente pesado, como si a las propias palabras les costase arrastrarse hasta la salida de su boca. En tu memoria, por más que rebusques, nunca le habías oído llegar a ese punto, ni siquiera tras la muerte de Adam—. Lo siento mucho.
Mientras tus ojos están en la pantalla una sensación imprevista empieza a crecer en ti. Parte de tu vientre, calentándolo a fuego lento, y poco a poco se va extendiendo con un ritmo pulsante. Es como si con cada uno de tus latidos creciera un poco hasta llegar a tus hombros, tus manos y tus piernas. Es un sentimiento agradable y lánguido, pero también firme y ligeramente salvaje. Se trata de un cosquilleo placentero que envía señales por tu cuerpo, uno que poco a poco se va volviendo más y más sexual hasta que tu respiración empieza a verse afectada, haciéndose más densa y pesada. Incluso puedes recrear con total precisión un aliento entrecortado jadeando en un contrapunto perfecto con el tuyo.
Estás caliente, vaya si lo estás. No necesitas tocarte para saber que la humedad ha empezado a extenderse por tu ropa interior. Aún con todo lo que tienes encima sientes tus ánimos inflamados y probablemente si hablases tu voz sonaría incluso aún más grave de lo habitual.
Y la cosa no se detiene. De repente sientes algo más, un creciente y frío camino que eriza tu piel, como si alguien estuviera recorriendo con un hielo tu pecho y tu ombligo hasta acercarse a tu sexo. Y es tan extraño estar notando esas cosas como el hecho de sentir que no hay nada malo en ello. Tu mente parece dispuesta a apagarse durante algunos segundos, inundándose poco a poco de ese placer del que ni siquiera eres dueña.
No necesito preguntar para que mi memoria me responda sobre el descanso de Aharon; es evidente que no lo ha tenido, como es evidente que al parecer yo sí.
— Dos Milkas —sonrío con un hilo de pesca por labios a Wamai mientras Aharon se acerca—.
Le observo en silencio, y le comparo sin querer con otros momentos de ojeras y palidez pero no encuentro peor estado, ni precedente que me dé una explicación a sus sentimientos.
Le falta la culpabilidad. Y sin ella, por más que yerre, jamás rectificará.
Hago un ademán de moverme a un lado para dejar sitio a mi marido en la cama y aunque el desplazamiento real que consigo es mínimo, no necesita más; ni espacio, ni palabras para saberse bienvenido.
Tomo el portátil, y conforme voy leyendo, mi sonrisa crece y mis pulmones se abren para recibir algo más de aire del que querría respirar en ese lugar. Siento el calor de la victoria en mis tripas acelerarme el pulso. Nunca hubiese imaginado que tener razón y poder gritar "te lo dije" pudiese sentar tan bien.
Bajo la pantalla del portátil, satisfecha con lo leído y llevo mis ojos a Aharon esperando mi misma sonrisa en él. Pero al mirarla, me centro en aquellos pequeños detalles que no son solo suyos, sino también de Adam.
Le recuerdo, le recuerdo con gran intensidad. Recuerdo sus labios prometiendo que aquello de lo que no te arrepientes, está bien para dios, y le recuerdo equivocándose; recuerdo sentirme plena con su mirada, conectada como con la de Anabelle. Recuerdo sus labios de nuevo y siento el calor en los míos, el mismo calor de sus hombros, de su torso y del infierno entre abriendo un ojo.
Siento el frío sobre mi vientre, y sé que no es mío, no hubo frío entre nosotros, no hubo siquiera espacio para el viento. Pero ahora lo disfruto, venga de dónde venga.
Intento contener el cosquilleo eléctrico que recorre mis carnes, los espasmos de mi cuerpo y mi voz. Quedando solo como respuesta para Aharon unos ojos abiertos con pupilas dilatadas y una mirada impropiamente salvaje.
Con el pulso tembloroso, dejo el portátil a un lado, cerca de la almohada y ligeramente por detrás de mí.
— ¿Por qué? —le pregunto a mi marido con un tono demasiado grave y en palabras comprimidas para que quepan en un mismo soplo de aire— ¿Qué sientes? —añado con esfuerzo cuando las olas de placer se alejan momentáneamente de mi garganta. Quiero explicarle la verdadera lectura de ese correo, necesito hacerlo, pero cada vez más extensión de mi cabeza asegura que puedo esperar unos segundos, un par de minutos, solo un poco...
Mis labios y mis párpados cambian sus papeles, y ahora dejo entre abiertos los primeros y cierro los segundos.
— Sin culpabilidad, está bien —me justifico elevando el rostro al techo por primera vez en muchos años no para hablar con Dios, sino dejándome llevar por el mismo sentimiento que me dio tres hijos y me arrebató un esposo—.
Y solo cuando mi cabeza me resulta demasiado pesada por el tono muscular que me queda, dejo caer mi frente al hombro de ese treinta por ciento de Adam que sigue a mi lado.
Con tus preguntas Aharon parece dispuesto a contestar, pero algo en tu inmediata reacción le retiene un instante. Mientras tanto esa sensación, lejos de menguar, crece, elevándote a un estado que nunca antes has conocido. Puedes sentir la excitación inflamándote, pero hay mucho más. Esos detalles antes tan claros, como el del hielo recorriendo tu vientre, empiezan a difuminarse alrededor de todo tu cuerpo y es como si alguien acariciase cada pliegue de tu piel y de tu cerebro. Notas esos hilos indefinidos e invisibles que te han unido con aquellos desconocidos vibrar en sintonía, llamándote, y de alguna forma sabes que todos estáis sonando con la misma melodía.
No es sexo, o no es sólo sexo. Es una forma de sentir liviana, intensa y cargada de significado. Por más que recurras a tus recuerdos no has vivido nunca nada igual, y no es necesario que alguien te toque para que todo tu cuerpo vibre y sienta como lo haría aún más de lo que sería capaz en un sueño o en una película.
Tus ojos permanecen cerrados, sin que les des conscientemente la orden de hacerlo. Mientras en tu cuerpo todo es calor tú te sientes como si estuvieras suspendida sobre él, como si flotaras en una densa nube de profundo deseo hacia algo del todo indefinido. Algunas imágenes cruzan por delante de tus ojos.
Ves a ese chico que conociste junto a Wamai, Wes, en la ducha, y sientes entre vosotros la misma conexión que con los demás. Su mano le ayuda a encontrarse y a inflamarse mientras el agua desdibuja todo tipo de formas sobre su piel. También ves a un chico joven y apuesto, y sientes entre vosotros la misma conexión que con los demás. Roza con sus labios el cuello de una a la que conoces, Morgan. Y en ese mismo momento sientes una chispa de electricidad entre sus pieles como si saltase también a la tuya.
Y por último... Una chica rubia y de formas definidas que también entiendes como una más de vosotros. La observas sobre la cama de un elegante hotel a media luz. Está desnuda y sentada sobre un hombre también sin ropa. Sus movimientos son rítmicos, como si escuchase el latido de la canción del sexo. Con cada uno de los vaivenes de ella te notas cada vez más excitada y al mismo tiempo te sientes cada vez más cerca, hasta que llega un punto en que tienes la sensación de que sólo tendrías que extender una mano para tocarla.
Seguimos en Capítulo 1: Tú ya no eres sólo tú (Ruth).