Esta es la historia de un tiempo pasado. Un tiempo de mitos y leyendas. Cuando los dioses eran crueles y hacían sufrir a la humanidad, solo un hombre se atrevía a enfrentarse a ellos. Hércules.
La misteriosa y sombría torre de guardia, conocida como la Prisión Astral, fue el lugar de esta trepidante aventura. Las leyendas contaban que por las noches se escuchaban ruidos escalofriantes, y que figuras sombrías entraban y salían por el portón cuando la luna se escondía tras las nubes. Hércules y su nuevo compañero Chat Noir, entraron en ella para desentrañar los misterios que allí les aguardaban. Se sumergieron en una poza del sótano, la cual les transportó a una isla flotante de piedra gris en medio de un vacío cuajado de estrellas. A lo lejos, una brillante estrella iluminaba todo, sin conceder calor alguno, como una madre distante y egoísta.
Un crujido a sus pies les hizo mirar dónde pisaban, y pronto se vieron rodeados de miles de monedas de oro, grandes y pequeñas, acompañadas de rubíes, esmeraldas y zafiros. Cofres a rebosar se acumulaban en los rincones, y por más que ascendieran tramos o descendieran rampas, sólo había joyas y tesoros hasta donde alcanzaba la vista, mientras unas gigantescas estatuas de diosas ya olvidadas custodiaban el lugar, como silenciosas guardianas de jade. A lo lejos, unas escaleras estrechas llegaban hasta un arco de piedra. Y más allá, el vacío.
Nuestros héroes pasaron sin abrir ningún cofre, debido a que les parecieron sospechosos aquellos cofres, y tampoco eran avariciosos. Entraron en el arco de piedra, y fueron transportados a otra isla flotante. En esta ocasión, el suelo estaba alfombrado de miles de pergaminos. Algunos estaban escritos, otros no. Algunos estaban manchados de sangre, otros de tinta y otros arrugados en un montón. Allí, una fantasmagórica figura les exigió un sacrificio para poder pasar. Valientemente, Chat Noir se ofreció a sacrificarse, y aquel ente tomó su bastón de hierro como ofrenda. Sin embargo, este acontecimiento horrorizó al joven héroe, quien huyó del lugar esperando poder recuperar su bastón. Las palabras de Hércules no fueron suficientes para convencerle, y nuestro héroe se vio solo en aquel lugar. Se debe mencionar también, que sin aquella ofrenda de su compañero, Hércules no hubiera sido capaz de enfrentarse a lo que le aguardaba al final de aquella prisión.
Pero aquello no era suficiente para asustar a Hércules, y nuestro valiente héroe decidió continuar su camino, aunque con la soledad como única compañera. Entró en el portal y esta vez se vio transportado a otra isla con tres arcos de piedra, en los cuales habían diferentes figuras en cada uno de ellos: una pirámide de cristal dorado, una esfera plateada y un cubo de jade. Dos llevaban a una muerte segura, y el otro le permitiría continuar su aventura. Este enigma, demostró que Hércules no era pura fuerza, sino que también era una persona astuta. Se dio cuenta de que la clave estaba en el color de cada objeto, ya que en la primera isla se había encontrado unas estatuas de jade, y en la segunda un espejo plateado. Por este motivo, activó la pirámide dorada y el portal se activó, dejándole paso a la siguiente isla.
Una vez más, se vio en una isla con tres arcos de piedra, con diferentes figuras: un prisma carmesí, una esfera plateada y un cubo de jade. Hércules se sintió confuso. ¿Acaso había elegido un mal camino?, ¿era aquello un laberinto de portales? En esta ocasión, Hércules pensó que debía centrarse no en los colores sino en las figuras. Los cubos podían simular los cofres que ya se había encontrado, y la esfera plateada podía referirse al espejo plateado de la segunda isla. Aunque no lo tenía del todo claro, activó el prisma carmesí y atravesó el portal.
Nuestro héroe comenzó a sentirse agotado y sus músculos parecían sufrir los efectos de aquellos portales, sintiendo que no tenía las mismas ansias de combate. Aquella era la maldición de la Prisión Astral.
Una vez más, fue transportado a otra isla, la que parecía ser su última parada. Allí se encontró con la luz de una criatura. Parecía un Dios, un Rey que observaba toda aquella maravilla desde un trono que flotaba de la misma forma que todo en aquel lugar. En vez de rostro sólo había una máscara dorada sin facciones, pero el héroe estaba seguro que había estado vigilando cada uno de sus pasos y elecciones, juzgándole.
Pero no era este Rey quien le esperaba, sino una criatura que parecía estar sufriendo un dolor indecible. Sus movimientos parecían limitados por energías neblinosas que procedían del vacío a su alrededor, y su rostro parecía congelado en un grito silencioso que parecía durar siglos. Era el Prisionero Astral. Tras una breve conversación entre ellos, las fantasmagóricas ataduras que mantenían inmovilizado al prisionero empezaron a desvanecerse, y éste se vio liberado. Aquella era su condena, estar a las órdenes del Rey y acabar con quien se le ordenara.
En el momento en que el prisionero se vio libre, las divinas fuerzas que mantenían aquel islote flotando en la nada se desvanecieron, y pronto Hércules sintió cómo todo se precipitaba a la nada. Cayendo sin control, pronto las sombras lo llenaron todo, puesto que se habían alejado demasiado del Rey en su Trono que todo lo iluminaba. El héroe supo entonces que si no derrotaba al prisionero y volvía a encadenarlo, la isla de piedra se perdería en el mismo Vacío que lo había estado contemplando desde que entró en la Prisión.
Hércules desenvainó su mandoble y encendió su antorcha, para poder ver a través de toda esa oscuridad. Corrió hacia su enemigo e intentó pegarle una estocada, pero la caída de la isla unida a la agilidad de aquella criatura, hizo que no pudiera acertarle. No contento con el resultado, Hércules comenzó a entrar en una especie de estado en trance, donde no paraba de dirigir furiosos espadazos hacia su enemigo.
La hoja de acero del héroe atravesaba la incorpórea existencia del Habitante de la Prisión Astral, mientras éste flotaba a pocos centímetros sobre la superficie del suelo. A su vez, Hércules, agotado, no pudo evitar que su enemigo lo tomara del cuello como si fuera un niño y lo alzara ante él.
- Este lugar es ahora mi morada y mi prisión, Hijo de Zeus. Pero tú no tienes por qué unirte a mí. Es mi destino acabar con tu vida, pero puedes ponerle remedio. ¡Huye mientras puedas! - Le dijo.
Casi parecía una súplica, más que una petición, pensó Hércules mientras el prisionero le lanzaba hacia atrás con suma facilidad. El héroe se dolió del golpe contra la fría piedra, la cual le provocó una herida sangrante, en su pecho al descubierto.
Durante unos instantes, una sensación de miedo irremediable le invadió. Después de vivir innumerables aventuras y derrotar a un sinfín de criaturas, ¿acaso sería finalmente aquel lugar donde acabaría su viaje? Por un momento, pensó en huir para sobrevivir. Aquella sensación era la que debían sentir los humanos. Observó el agónico rostro del prisionero y algo le hizo cambiar de opinión.
Sin perder un solo instante, sacó una pócima roja que tenía en su bolsillo y se la bebió entera. Pensó como podía vencer a aquella figura venida de la oscuridad, cuando tuvo una idea. Solo la luz era capaz de vencer a la oscuridad. Acercó la antorcha a su espada y la imbuyó en fuego. Después, dejo la antorcha en el suelo y agarró aquel flameante mandoble con ambas manos, preparado para darle su último ataque.
Su espada y su rostro iluminado por esa tenue luz, eran lo único que podía verse con claridad en toda aquella oscuridad. Hércules buscó al prisionero con la mirada y cuando lo encontró, pegó un salto con ambos pies y levantó su mandoble, que cayó fuertemente y de forma vertical, sobre la cabeza del prisionero. Su figura se desdibujó, pero de una forma que hasta el momento no había realizado. La expresión de su rostro pareció hacerse más tangible, y el hijo de Zeus pudo ver facciones más o menos humanas, aunque desgastadas por el tiempo.
Aquel embate le había recordado a la figura, quien era en otro tiempo. Era un héroe, al igual que Hércules, y ya podía ser libre. Mientras tanto, aquel extraño Rey parecía irse, habiendo perdido el interés en ellos. El prisionero abrió un portal que parecía llevar a la salida de aquel lugar.
- No sufras por mi. Muero de la forma que siempre quise: combatiendo. Y te lo debo a ti. Gracias, hijo de Zeus. - Imprimió urgencia en sus palabras, y con toda razón. Sin la presencia de su Rey, aquella prisión empezaba a descomponerse: las islas flotantes se desintegraban, uniéndose a la nada que rodeaba todo. La misma sobre la que se encontraba el héroe, apenas sí se sostenía. - Y hasta siempre.
Hércules entró el portal no sin antes dedicar una última mirada a aquel lugar y al prisionero, quien ya parecía muerto. Tras entrar en el portal, Hércules volvió a encontrarse en aquella torre de guardia, pero en esta ocasión solo y con una herida en el pecho. Era la cicatriz que llevaría toda su vida y le recordaría aquel lugar, aquella prisión, y como en una ocasión, el héroe salvó a otro héroe.