El sargento Gndruic, uno de aquellos seres parecidos a los enanos pero mucho menos corpulentos y con las facciones más redondeadas cuya raza al parecer era la gnoma, sería el encargado de hacer cumplir la sentencia de Ediberto. Aquel pequeño ser de cabellos rubios y barba de chivo que no debía superar en ningún caso los cuarenta kilos iba bien armado. Vestía una armadura de un color verde oscuro que relucía con la luz de la luna y portaba un bien afilado filo enfundado en su vaina. Ediberto lo había comprobado tras un primer intento de fuga. Un nuevo corte carmesí lucía en su maltrecho rostro.
No obstante Gndruic parecía un tipo amable con el que se podía hablar. Había pasado junto a él y alguno que otro más de aquellos menudos seres más de tres largas horas. ¿A dónde le conducían? Era un misterio. Lo único que sabía era que viajaban hacia un lugar que sería el portal que rasgaría la realidad para transportarles hasta el lugar del que Chcath le había hablado.
A través de una ventana de ojo de buey al más puro estilo de un embarcación típica de las que surcaban los océanos de Gea, se veía la inmensidad del cielo y bajo aquel artilugio volador quedaba Gea. Desde aquella elevada posición el mundo en el que Ediberto había vivido toda su vida parecía muy pequeño. El rey de Catán había escalado montañas y había contemplado desde la altura como los territorios a sus pies empequeñecían a medida que escalaban. Pero lo cierto era que la altitud que habían alcanzado en aquella máquina voladora era aterradora a la vez que inverosímil para la mente de señor Dolfini.
Desde allí las personas, parecían hormigas, los campos de cultivo se distinguían con claridad debido al cambio de color según lo que se cultivaba, edificios parecían pequeños pedruscos rectangulares y los caminos parecían hilos extendidos sobre un enorme mantel de color verde. Pese a toda la destrucción que había vivido, todas las muertes que había provocado su decisión y todas las consecuencias que para Gea iba a tener el día después de la llegada de Chcath, en aquel momento Ediberto no sentía miedo, remordimiento o pesar. Tan solo se encontraba fascinado con las maravillas que se descubrían ante él.
- ¿Cómo es Chcath como gobernante? - Peguntó el magnate geasiano.
- ¿Cómo? - Preguntó Gndruic sorprendido por la pregunta. - ¿A qué se refiere?
- ¿Es un buen líder? ¿Su pueblo le quiere? - Ediberto dejó de mirar por la ventana por un momento para fijarse en el gnomo que le custodiaba en todo momento. - ¿O es tan tirano como parece?
- ¡Lo es! - Respondió Gndruic. - Es cierto que su apariencia es terrible y que sus actos a veces también lo parecen, pero lo cierto es que si cumples con lo que se espera de ti...
- Es un tirano entonces. - Interrumpió Ediberto convencido de sus palabras.
- ¿Cómo? - Gndruic frunció el ceño, contrariado. - ¡No es eso lo que he dicho, sino todo lo contrario!
- Has dicho que mientras cumplas con lo que se espera de ti, es un buen líder. - Ediberto sonrió. - O eso pretendías decir si no te hubiera interrumpido antes.
- ¡Si, eso iba a decir! - Confirmó el gnomo guardián. - Es un buen líder. Un conquistador ejemplar, pero trata bien al pueblo.
- Trata bien al pueblo si el pueblo hace lo que el desea. - Reflexionó Ediberto Dolfini. - Mientras te den todo lo que quieres no habrá problema. En cuanto algo salga mal... - El Rey, que llevaba las manos unidas por unos gruesos grilletes golpeó sonoramente contra su muslo. - ¡Plas! - Gritó. - Si no haces lo que ordeno y como lo ordeno te aplasto. Es justamente lo que pensaba. Un tirano.
Fue en ese momento en el que una campana empezó a sonar con fuerza interrumpiendo aquella conversación. Gndruic se puso en pie acercándose a la puerta del pequeño camarote en el que se encontraban y abrió una pequeña ventanilla situada en la puerta. Una voz procedente del exterior se escuchó clara en un idioma desconocido para el rey de Catán. El acompañante de Ediberto se sentó de nuevo a su lado tras cerrar la ventanilla.
- Nos vamos. - Dijo el gnomo sin dar más explicación que esa.
Acto seguido Ediberto experimentó una extraña impresión de velocidad en todo su cuerpo, como si de alguna forma una fuerza imposible de combatir le impulsara hacia adelante. Una sensación de vértigo le invadió. Se sentía flotar en el espacio, como si estuviera cayendo al vacío pero todo seguía igual a su alrededor. Aquella vertiginosa sensación de estar flotando en la nada más profunda pronto se vio reforzada porque a su alrededor todo parecía tornarse translúcido, etéreo y por un instante pensó en que se estaba ahogando pues ni el aire percibía en sus pulmones.
Ediberto trató de gritar aterrado, pero ni una sola palabra salió de su garganta. Tuvo la impresión de estar muriendo pero dedujo que no acabarían allí sus días. Trató de localizar a Gndruic pero ya no estaba a su lado, de hecho nada había junto a él salvo una inmensidad oscura que se extendía en todas direcciones. Pronto supo que hasta su propio cuerpo no parecía estar donde debería. No podía ver sus manos, no sentía su cuerpo y hasta su consciencia empezó a desvanecerse.
Para cuando Ediberto recuperó la consciencia de su ser, todo a su alrededor parecía haber vuelto a la normalidad. Se encontraba en el mismo camarote del cual había desaparecido instantes antes, el mismo asiento en el que había permanecido durante casi cuatro horas estaba bajo su trasero y los mismos grilletes que le mantenían inmovilizado oprimían sus muñecas.
Gndruic se cruzó en la mirada desorbitada de Ediberto. Su corazón bombeaba con fuerza, con tanta que casi pensaba que estaba a punto de explotarle dentro del pecho. El gnomo sonreía viendo el sufrimiento de Ediberto y eso enfureció al destronado rey, aunque en cierta manera calmó el sobresalto que padecía. Al ver que el gnomo mostraba una cara amable, su exasperación y su rabia disminuyeron hasta que ambos estallaron en una sonora carcajada.
- ¿Qué diablos ha sucedido? - Preguntó Ediberto. - ¡Por la Gran Madre, pensaba que mi alma salía del cuerpo!
- Es algo normal la primera vez. - Respondió el guardián del Rey. - Has perdido la consciencia por un momento. Les pasa a muchos, no tienes porque sentirte avergonzado por ello.
- ¿Pero que ha sucedido? - Insistió Ediberto. - ¿Qué ha sido todo eso?
- No se si puedo contarte nada... - Gndruic miró de lado a lado como buscando miradas indiscretas o oídos en las paredes. - Me caes bien Ediberto. - Dijo entre susurros. - Has experimentado lo que es el viaje planar. Hemos dejado el plano material para acceder al plano de tránsito o astral como algunos le llaman. A través de el plano astral hemos regresado al material pero en otras coordenadas muy distintas.
- ¿Ya no estamos en la misma dimensión en la que está Gea? - Preguntó confundido Ediberto.
- Realmente seguimos en la misma. - Media sonrisa se dibujó en el rostro del gnomo. - Durante un instante dejamos el plano de Gea, entramos en un canal místico que entreteje la estructura del universo y segundos después regresamos al plano material, pero esta vez en Patark... - Tras decir aquello Gndruic se sobresaltó y miró hacia la puerta. - En Chonobium, quería decir...
- ¿El mundo de Chcath, verdad? - Preguntó Ediberto. - ¿Es allí a donde nos ha llevado el plano astral?
- Al mundo de Chcath, si... - El gnomo dijo aquello sin demasiado convencimiento y con un deje de resiganación en su voz.
Ediberto notó que Gndruic, pese a haber aceptado la supremacía del gólem de piedra y fuego no parecía del todo contento con la actual situación de su mundo. Deducía que Chcath había conquistado su mundo como quería hacer ahora con Gea. Por el tono de la respuesta concluyó que de poder elegir, igual Gndruic no hubiera escogido que Chcath se hubiera proclamado Emperador, Amo, Señor o como quisiera que se autodenominar aquel ser. Era evidente que todo líder no era querido por todo su pueblo y Chcath no era una excepción.
- Mira por el ojo de buey Ediberto. - Dijo Gndruic. - Allí está mi mundo. Un mundo muy diferente al tuyo.
Ediberto se puso en pie y se acercó hasta aquella ventana circular, para hacer lo que Gndruic le había dicho. El rey depuesto miró con su único ojo a través del vidrio que conformaba la ventana y lo que vio del otro lado le sorprendió de una forma espectacular. Para nada esperaba ver lo que su único ojo pudo contemplar. Se trataba de un mundo muy distinto al suyo. Un mundo en el que también había tierra, plantas, agua y construcciones edificadas sin duda por aquella raza de enclenques enanos de facciones redondeadas.
Nada más echar un primer vistazo a través del ojo de buey dedicó una mirada hacia Gndruic. Su expresión denotaba asombro y fascinación. El gnomo sonrió complacido, como si la reacción de Ediberto fuera exactamente lo que esperaba esperaba de él. Gndruic se puso en pie acercándose hasta el señor Dolfini. Agarró sus manos aún unidas por los gruesos grilletes que le mantenían inmovilizado y entonces alcanzó la llave de los mismos, la cual portaba colgando de una cadena que se encontraba alrededor de su cuello. Enseguida abrió los grilletes liberando a su prisionero.
- ¿No tendrás problemas por ésto? - Preguntó contrariado Ediberto.
- No mientras no huyas. - Sonrió el gnomo. - Y... creo que no tienes a donde ir, Ediberto.
- ¿Y tus jefes? - Insistió Ediberto.
- Nadie tiene más autoridad sobre mi en esta nave. - Respondió el gnomo. - Sólo respondo ante Chcath y él no está aquí ahora.
El rey sonrió ante la evidencia. Escapar no era una opción para él. ¿A dónde ir? No conocía a nadie en aquel lugar salvo a Gndruic. No sabría moverse por un terreno tan diferente al de Gea. Era evidente que no tenía a donde ir. Era un extraño en ese mundo, más aún, era un ser extraterrestre en es ese extraño planeta. ¿Quien le iba a ayudar? ¿Quién tendría compasión de un ser procedente de otro planeta como era él? La respuesta era fácil, nadie lo haría. Cualquiera sentiría miedo al verle, cualquiera reaccionaría de forma violenta ante él. Escapar no era una opción.
Ediberto echo un nuevo vistazo a través del ojo de buey. Ante el se extendía un vasto universo plagado de rocas flotantes de un tamaño inmenso. Rocas que parecían estar suspendidas en el cielo como si una fuerza de atracción gravitatoria ejerciera una influencia sobre ellas para mantenerlas inmóviles y a flote. Islas voladoras que se entremezclaban entre las nubes que viajaban con el viento entre estas, al más puro estilo de Gea. Sin duda aquel mundo poseía una atmósfera similar a la de Gea, donde el aire era respirable y el agua se condensaba en aquellas nubes.
Aquellas inmensas superficies de roca tenían tamaños muy diferentes, algunas medían unos pocos cientos de metros, mientras otras parecían albergar kilómetros y kilómetros de superficie. La mente de aquel rey no podía entender el porqué de todo lo que su único ojo le estaba desvelando. ¿Por qué aquellos pedazos de piedra no se precipitaban hacia la nada? ¿Por qué se mantenían suspendidas en el aire? Buscó algún pilar que soportase el peso de aquellos pedazos de roca, aunque ya de por si no albergaba mucha esperanza en encontrarlos.
Finalmente decidió creer lo que veían sin plantearse el porqué y su interés se centró en descubrir que era lo que se fraguaba sobre su superficie. Quiso saber que era lo que cubría aquellas islas y descubrió que aquel mundo no era tan diferente al suyo, no al menos en lo que se refería a los elementos que se hallaban sobre aquellas imposibles superficies flotantes.
La vegetación crecía sobre las islas voladoras como en la más profunda de las selvas de Gea. En algunas de aquellas rocas voladoras parecía haber zonas húmedas. Zonas en las que grandes lagos tapaban gran parte de su superficie. En algunas de aquellas islas bañadas por lagos, parecía como si éstos desbordasen creando impresionantes cascadas que se perdían en dirección a lo que parecía el núcleo del planeta. Ediberto trató de vislumbrar ese centro, pero le fue imposible desde aquella posición. De lo que si se percató fue de que el agua de aquellas cascadas regresaba la atmósfera, pues parecía evaporarse al llegar a cierta profundidad y se elevaba de nuevo hacia los cielos.
Se fijó entonces que sobre algunas de aquellas rocas, se distinguían construcciones. Construcciones muy elevadas que aprovechaban al máximo la superficie de cada isla. Entendió entonces que la civilización que poblaba ese mundo debía construir de forma vertical, pues sin duda el terreno era escaso. Vio construcciones austeras, sin ornamentación alguna. Perro otras en cambio eran mucho más elaboradas, con cúpulas, arcos, columnas... Fue entonces cuando se percató de que alguna de aquellas islas estaba unidas mediante puentes colgantes y gente. Mucha gente que cruzaba dichos puentes y que también poblaban las calles de aquellas ciudades enormes.
Se percató entonces de que una infinidad de naves como en la que en esos momentos se encontraba, sobrevolaban el cielo de aquel mundo. Algunas se propulsaban mediante extrañas explosiones, otras lo hacían gracias a una gran bolsa de aire caliente que elevaba las cabinas de tripulantes y pasajeros. Sin duda no había un solo tipo de artilugio volador, sino cientos, tantos como las muchas mentes pensantes de aquel lugar. Era evidente que la naturaleza de aquel lugar había forzado a sus habitantes a inventar ingenios voladores para desplazarese un lugar a otro. Máquinas que les habían otorgado una gran ventaja de combate ante las fuerzas de Gea. Aquellas gentes se habían adaptado a la perfección a su mundo, un mundo lleno de maravillas, que Chcath había tenido a bien mostrarle.
- ¿Cómo es posible todo esto, Gndruic? - Preguntó Ediberto fascinado sin perder de vista las maravillas que se le desvelaban a través del ojo de buey.
- Así es nuestro mundo Ediberto. - Respondió el gnomo con seguridad. - No he establecido yo las reglas que lo rigen. Ni yo ni ninguno de los míos. Ha sido así desde siempre. Cuando nací las islas ya llevaban eones sobrevolando el denso núcleo del planeta. Nuestra civilización es antigua. Diría que tanto como la tuya, pero al igual que vosotros habéis construido naves para surcar los mares, nosotros las hemos hecho para salvar pos espacios de abismo entre las islas. Una pura cuestión práctica...
- ¿Y esos edificios tan altos? - Preguntó fascinado el rey de Catán. - ¡Casi diría que rozan el cielo!
- El cielo es un concepto muy vuestro realmente. - Respondió Gndruic. - Nosotros tenemos una concepción muy diferente. ¡Hay islas que flotan a diferentes alturas! - Exclamó el gnomo. - Para los habitantes de las que están más cercanas al núcleo, se podrían considerar que las más exteriores están en el “cielo”, pero no, simplemente están a una altura diferente. Más cercanas a las nubes, más alejadas del núcleo. Nosotros llamamos capas de la superficie a las diferentes alturas. No hay una palabra en nuestro idioma para cielo.
- ¡Bueno, aún así son...! - Ediberto se había quedado sin palabras. - ¿Enormes, grandiosos? ¡Son maravillas de la arquitectura!
- En eso coincido contigo. - Concluyó el gnomo. - Vamos a aterrizar.
Gndruic señaló a través de la ventana de ojo de buey una gran isla, quizás la mayor de todas las islas flotantes de aquel para Ediberto Dolfini, disparatado mundo. Se trataba de una roca voladora en la que había espacio suficiente como para alberga una enorme ciudad de altos edificios tal y como los había visto en otras de aquellas superficies suspendidas en el espacio como por arte de magia. Era tan grande aquel pedazo de tierra que además de aquella majestuosa ciudad donde miles de personas debían llevar a cabo su vida diaria, también había espacio suficiente para albergar una considerable pradera donde se aglutinaban gran cantidad de granjas al más puro estilo geasiano, un denso y espeso bosque más similar a una selva que a una arbolada más templada y un amplio lago que estaba siendo navegado por más de un centenar de pequeñas embarcaciones de pesca.
A medida que la nave se acercaba a aquel lugar que solamente era imaginable mediante la interacción de aquella superficie con una de las magias más poderosas que el derrocado rey había visto nunca, los detalles se hacían cada vez más visibles. Aquel inmenso lago se encontraba en los confines de aquel territorio. Lo cierto era que desbordaba en gran cantidad de cascadas que rebasaban el borde de aquella inmensa isla y caían hacía la nada.
- Hacía el núcleo. - Dijo Gndruic. - El agua del lago cae hacia el núcleo. - Le explicó. - El centro del planeta es una gran bola de lava incandescente que se encuentra a una elevada temperatura. Por eso se evapora el agua y asciende de nuevo formando esas densas nubes que ves allí. - El gnomo señaló hacia el oeste, donde unos densos nubarrones amenazaban con romper en tormenta en cualquier instante.
- ¿Pero cómo? - Preguntó Ediberto extrañado por no entender como su guía sabía exactamente en lo que estaba pensando. - ¿Cómo demonios lo has sabido?
- Los gnomos somos poderosos mentalistas. - Le reveló Gndruic. - Puedo leer tu mente con la misma facilidad y claridad con la que tú me ves ahora.
La cara de Ediberto se había convertido en un poema. Aquellos seres eran realmente muy superiores en muchos aspectos a las razas que poblaban Gea. Aunque su mundo podía esconder muchas y grandes maravillas y su civilización podía poseer una tecnología sin duda mucho más avanzada a la que se conocía en su mundo, seguía pensando que la tiranía de Chcath no iba a proliferar sobre Gea. Los geasianos se revelarían, no aceptarían su opresión a cambio de las maravillas que podía ofrecerles, no a cambio del yugo de un déspota.
- ¿Sabes que pienso en todo momento? - Preguntó Ediberto mostrando un profundo interés en la respuesta.
Gndruic comenzó a reír con ganas. Se estaba mofando de un rey y eso parecía divertirle sobremanera. ¿Le estaba tomando el pelo? Todo indicaba que así era.
- ¡No sabes la cara que se te ha quedado! - Dijo entre carcajadas el gnomo. - ¡Te lo has creído pero bien!
Gndruic continuó burlándose de Ediberto durante un buen rato. Aquel hombre era orgulloso, un veterano de guerra, un rey o un noble no dejarían que nadie le agraviara de aquella forma, no obstante, el alivio que sentía al saber que los gnomos no eran una raza de poderosos mentalistas le reconfortaba sobremanera.
Aprovechó el rato en el que las risas no parecían querer abandonar a Gndruic para fijar su atención en las construcciones de la ciudad. Se trataba de una ciudad inmensa, cuyos edificios se alzaban hacia el firmamento como gigantescas torres construidas por titanes. Prácticamente todas ellas estaban fabricadas con piedra y con innumerables ventanales en forma de arco que se reproducían a en alturas alrededor de toda su estructura. Algunos de aquellos edificios tenían grandes balcones en alguno de sus pisos y estaban decorados con estatuas de gárgolas en sus pisos superiores. Muchos de aquellas construcciones acababan en forma de aguja y otras en abombadas cúpulas forradas por piedras de colores que relucían con el reflejo de la luz solar.
Los edificios más altos eran sin duda los del centro de la ciudad. Algunos de ellos parecían estar unidos por puentes a distintos niveles. Puentes colgantes suspendidos a grandes alturas, cuya forma de construcción era todo un misterio para Ediberto. Las construcciones más alejadas del centro disminuían su tamaño progresivamente hasta convertirse en pequeñas casitas a las afueras de la ciudad, no muy diferentes a las que se podían encontrar en Peregasto.
Fue entonces cuando Ediberto vio bajo la nave una gran explanada donde reposaban más de aquellos artefactos voladores. Al fondo de aquella llanura se encontraba casi un centenar de almacenes, donde posiblemente se guardaban los barcos voladores cuando no estaban surcado los cielos. Tras un brusco aterrizaje la nave se detuvo y Gndruic ya había conseguido controlar su incontrolable risa.
- ¿Bajamos? - Le prepuso el gnomo a Ediberto.