Partida Rol por web

Uberto sonríe finamente al príncipe y alza sus palmas desnudas hacia él, en gesto de desprotección.

-¿Y, mi señor, qué queréis que diga? Todo es cierto. Lo admito. Soy culpable como el pecado, sí. Consumí al pobre brujo desdichado hasta que estuvo seco, mientras ese chaval mirada alucinado. Y también maté a un par de sus hermanos, de camino. ¿Entiendo que deberéis matarme tres veces, para pagar justamente mis crímenes? -Añade, burlón y desafiante.

La mirada del príncipe es de estupor e indignación. La de Cedric de Cornualles de pánico. La de Aletheia de Lancaster sólo muestra asombro infantil.

¿Intentar fingir que lloraré si mi sire es ejecutado? No, ése no es precisamente mi mayor objetivo. Sin embargo, oír cómo se delata a sí mismo me obliga a abrir los ojos como platos y mirarlo fijamente, para luego dirigir mi mirada hacia Arkwright y finalmente hacia el Príncipe, totalmente atónito.

—¿A qué juegas? —pregunto, en un gruñido, mientras voy devolviendo, lentamente, el objetivo de mis ojos sobre Uberto.

Una mano tiembla. La otra no. Sólo sabe que existe, en este lugar, pero no sabe nada más. Sólo sabe que tiene miedo, tal es su única certeza. Todo lo demás es bruma.

Sí.

Lo hemos notado y es justo que lo digamos. Lo que el joven dice no sucedió, aunque no hay mentira en sus ojos ni en su boca. Pero sí en los hilos que tras él los mueven. Lo recuerda demasiado bien como para que sea verdad: una memoria implantada en su débil y joven mente, un testigo fabricado, una acusación falsa, una maniobra de los Brujos...

Pero si Uberto es inocente, si es inocente, si es, si...

¿entonces...?

De pronto, antes de que nadie pueda responderme, miro al joven mentiroso, al testigo, entornando los ojos, para luego mirar al brujo que orquesta todo esto.

Decidme, Jack Arkwright, si tanto miedo tenía vuestro testigo, ¿cómo recuerda con tal claridad? —miro entonces al joven, aunque me dirija a otra persona—. Estimado Príncipe, ¿hay alguna forma de determinar a ciencia cierta si este joven no ha sido dominado por la voluntad aviesa y artera de estos brujos?

Una mirada fugaz se dirige a mi sire.

No hagáis caso de este loco, la maldición de nuestra sangre ha nublado su mente en demasía.

De nuevo, miro al joven, fijamente, clavando mi fría mirada en sus ojos, tratando de adivinar algo a través de su aura.

-Mi querido Alejandro. Has de saber que un Tremere nunca perdona ni olvida. Somos amigos de nuestros amigos y enemigos de los que nos ofenden. Y Uberto ha incurrido en ese grave error.

El príncipe mandó silencio con un imperioso gesto de su mano. Luego miró al atemorizado Lorenzo, el testigo de los tremere.

-Si mi corazón albergara alguna duda sobre la culpabilidad de vuestro amigo, Alejandro, sería el primero en descubrir si este muchacho ha sido manipulado. -Clava sus ojos en Uberto, antes de continuar-. Pero creo que es inútil: el culpable ha confesado, aquí, ante la máxima autoridad de la Camarilla que hay en esta ciudad. Sin parpadear, ha admitido ser un diabolista: una aberración que se castiga con la muerte definitiva. Y como no creo que haya duda al respecto, tal es mi sentencia y mía será la mano que la haga cumplir: yo, Marsilio de Castilnuovo, vástago del clan Brujah, príncipe de Nápoles, guardián de la Mascarada y representante de la justicia de la Camarilla, así lo dispongo. Si alguno de los presentes, incluyendo a Uberto, quiere hacer una declaración final, éste es el momento.

-Como afecatados directamente por dicho crimen, yo, Jacob Arkwright del clan Tremere, ruego a su Alteza el Príncipe Marsilio di Castilnuovo del clan Brujah, el derecho de mi clan de ejecutar dicha sentencia a nuestra manera. Para subrayar nuestro deseo le ofrezco un juramento de fidelidad y adhesión por las creencias que ambos compartimos y por el bien de la Camarilla en estas oscuras noches en las que vivimos. Hablo en nombre del clan Tremere. Así lo ha dicho el Señor de Oxford y así defenderá con su vida ese derecho.
Miro al Príncipe otra vez con Auspex 2. Miro a la concurrencia con aires del que se sabe superior pero rige el destino de los demás con prudencia y justicia.
Miro en busca de aprobación a Cedric y a Aletheia, esperando que se sumen a mis palabras.

Suelto un bufido ante lo que dice el Príncipe. Me alejo un poco de mi sire, acercándome al centro de la estancia y lo miro.

Uberto de Ercolano... Si esto es un sacrificio, supongo que será para un bien mayor.

Si debe morir en pos de mi victoria, que así sea. No puedo condenarme a mí mismo defendiendo a una mera pieza más. O quizás tenía un as en la manga. En cualquier caso, no debía esperar de mí cosas que yo no puedo adivinar aún. Me doy la vuelta, con cierta indiferencia, para mirar al Príncipe.

Os rogaría que no dejárais tal cosa en manos de los brujos —miro a Arkwright con los ojos entornados—. Comparto que si él mismo se ha delatado, y no hay pruebas que lo apoyen, la justicia caiga sobre él. Pero es digno de Salomón, justo y sabio, además de prudente, que su ejecución sea hecha por vos mismo o quien tengáis por hombre de confianza. Sigo sin confiar en este aquelarre Tremere, y al menos os rogaría que, si Uberto de Ercolano va a morir, muera de verdad y no caiga en manos de quienes pueden hacer Dios sabe qué cosas sobre su cuerpo y su sangre Cainita.

Mi mirada se fija en el Príncipe, sin retirarla.

Así se hará justicia sin lugar a duda alguna.

No, no hace falta.

Pero sí puedes tirar Inteligencia + Alerta.

El aura del príncipe muestra los colores y los matices de alguien dotado de un gran sentido de la justicia autoimpuesto pero que se ha llevado hasta el límite y que intenta controlarse, con grandes dificultades.

Uberto une sus huesudas manos bajo su mentón y dice con voz calmada y burlona,

-Sí me he confesado culpable es para que este nido de víboras, (con la excepción, naturalmente, de nuestro corderillo el príncipe) desaparezca cuanto antes de mi vista. Estoy harto de intrigas y de farsas. Quería ahorrar al señor príncipe la molestia de llamar a algun súbdito suyo capaz de leer en mi aura las trazas del dulce pecado del amaranto. Así podré pasar a enfrentarme cuanto antes con su acero, que es para lo que estamos aquí. Pero mi querido Alejandro (que no es una víbora menos hábil que las demás, ya lo creo), ha mencionado a Salomón, si bien temo que no haya entendido la gran ironía de su metáfora. Pues vos, príncipe, seréis el juez bíblico, sí, ¡pero entonces yo seré el bebé! Y vos, brujo, ¡vos seréis mi verdadera madre! -Una carcajada aguda y desagradable cierra su perorata, digna de un lunático.

Cedric de Cornualles le mira con un gesto cada vez más claro de pánico. Parece que es el único de los presentes que recuerda a un Uberto traído de otros tiempos. Pero sus arrugas callan lo que sus ojos cuentan, y no podéis advertir nada más.

El príncipe prorrumpe en un estallido de cólera.

-¡Basta de locuras! Os dí derecho a unas últimas palabras para que os arrepintieráis, no para que os burlaráis de mí. Está decidido, esta misma noche, una hora antes del alba, seréis ejecutado. -Y luego, más calmado, se dirige a los tremere- Debéis comprender, mis señores, que esta ofensa contra las leyes que rigen nuestra existencia ha de quedar solventada aquí y ahora. Y he de ser yo quien la haga cumplir, como representante de más alto grado de la Camarilla en esta ciudad. Por supuesto, se os garantizará un asiento en primera fila para contemplar la destrucción de este monstruo: tenéis mi palabra de esto.

-Mi señor Príncipe. Conforme a las leyes de la Camarilla no os corresponed a vos ejecutar a Uberto, ya que el pecado fue cometido fuera de vuestra jurisdicción. Os recuerdo que las capillas de mi Clan se rigen por sus propias normas. Además, el infractor ha sido capturado por nosotros en venganza de su asesinato, por lo que nos corresponde llevarlo ante las más altas jerarquías del Clan. Creo que nuestro Justicar, actualemnte afincado en Inglaterra y de cuya parte venimos tiene el derecho inapelable de ejecutar al susodicho. Por consiguiente terminemos ya este juicio y permítanos marchar con el reo con la seguridad de que será justamente ejecutado en retribución a sus crímenes. Si quereis, yo mismo os traeré una prueba de su muerte. Eso en el caso de que no os fieis de la palabra de nuestro Clan.
Miro ahora a Alejandro dejando traslucir una sonrisa de superioridad.
- Mi pequeño amigo, aun no os he faltado al respeto, así que guardad vuestra lengua bífida tras los dientes y evitad así un amargo final. Con la sangre de Uberto ya es más que suficiente.

El príncipe alza sus cejas, intrigado.

-¿De veras? ¿Fuera de mi jurisdicción, decís? Habría jurado que este muchacho -dice, mirando a Lorenzo- jamás había abandonado Nápoles. Reconozco en él a uno de los neonatos de la capilla que vuestro clan tiene en mi ciudad, pues no olvidéis, Jacob Arkwright, que es mi deber conocer a los vástagos que habitan en mi feudo. Por otra parte, el joven habla un napolitano tan cerrado que es difícil imaginárselo viajando más allá de las murallas de Nápoles. Sea como fuere, mis señores, la diablerie es un crímen que castiga la Camarilla, no el muy distinguido clan Tremere, y estoy convencido de que vuestro Justicar convendría conmigo en ello. Las luchas entre clanes pertenecen a tiempos más oscuros: hoy día todos estamos bajo el abrigo común de la Camarilla. Uberto no será juzgado por los Malkavian por ser un Malkavian, ni será juzgado por los Tremere por haber diablerizado a un Tremere. Ni siquiera será juzgado por mí, sino por un poder muy superior y muy otro, que nos acoge a todos, muy por encima de nuestros clanes particulares...

Después de la perorata del príncipe, Aletheia de Lancaster murmura, en voz baja:

-Esto sólo podría decirlo un brujah que actúa como un ventrue...

Pero él no quiere morir. Él no quiere morir.

Recuerda. Recuerda, rápido, esta historia tú la oíste antes.

Dos mujeres se acercaron a Salomón, con un bebé. Ambas decían ser sus madres, ambas querían llevárselo con ellas, regalarle durante su infancia.

Pero él no quiere morir.

Salomón dijo: "Partiré al bebé en dos mitades, y cada una de vosotras podrá llevarse una". Sólo la verdadera madre, la madre verdadera dijo: "No". No quería que lo mataran.

Y él no quiere morir. Y los brujos, que le han acusado, no quieren que muera. Y él lo sabía desde el principio. Y se ríe. Se ríe.

¿No es absurdo?

La perorata sobre Salomón me confunde. ¿Qué debería hacer? ¿Una cosa o la otra? Miro alrededor, sopesando las distintas posibilidades de salir bien parado y evitar que los brujos puedan acceder a su sangre, a los secretos místicos no sólo de mi clan sino del que, después de todo, es mi sire y podría de esa forma revelar secretos sobre mí. Eso no me conviene en absoluto.

Pero una chispa se enciende en cuanto oigo el comentario de Aletheia. Siente desprecio hacia el Príncipe, ¿no es así? Giro la cabeza hasta encontrarme con ella, sonriéndole, negando con la cabeza como quien reprende a un niño pequeño. Un guiño a Malkav, dueño de mi psique abierta a las Verdades, y la locura empezará a apoderarse de ella, esa pasión que siente contra Marsilio, sin que nadie se dé cuenta, será mayor, y mayor, será una pasión incontrolable; lo necesito si quiero evitarme la desgracia. Si mis palabras no pueden hacer nada, que sean los actos de los brujos quienes los traicionen.