Partida Rol por web

Dennettlander--- Adversario

Leonid----Aliado

Avhin----- Mundo

Los colores pastel, el difuminado, la luz, la sensación de paz, de entender lo que pasaba a su alrededor, empezaban a desvanecerse dejando tras de si nostalgia por aquellos breves momentos de tranquilidad en un mundo que sí conocía. Poco a poco creyó distinguir unos cuantos yerbajos, un montón de arena de la altura de una persona y unas cuantas chapas metálicas apoyadas sobre algo.

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El ruido del tren terminó de sacarle de su ilusión. Perry estaba relativamente sobrio y se frotaba la cara mirando a su alrededor. Se encontraba en un solar que lindaba con un parque. En el solar crecían algunos matojos sueltos y había, tras una verja, una caseta grande hecha con placas de uralita que emanaba un repiqueteo metálico.

Empezó a recapitular los datos lentamente. Tenía sed. Estaba sucio, no sucio sin mas, sucio de esa manera en que casi te dificulta el movimiento. La estación de tren. El parque. La estación debía ser la de Ludlow y la caseta de atrás, la Westchester Metal Works (un negocio de carpintería metálica de mala muerte que apuntaba por doquier a ser la tapadera de algo mas rentable). No era la primera vez que despertaba ahí.

Se levantó torpemente, se sacudió con insuficiente ahínco las ropas y se quedó un rato de pie, mirando a su alrededor, como tratando de recordar algo. Como si hubiese algo que recordar. Se quedó con la mirada fija en un charco. Había llovido. Volvió a mirarse ropa y manos y se dio cuenta de que su ropa estaba marrón y verde por el barro y la hierba húmeda y que al sacudirse, lejos de limpiarse solo había conseguido extenderlo y mancharse las manos (mas).

Trastabilló, recuperó el equilibrio y se dirigió al charco ante el cual se arrodillo. Se quedó embobado mirando al charco mientras tocaba su superficie con las palmas de ambas manos. Esos momentos eran horribles; la realidad volvía a acechar, amenazadora, oscura, hostil, pero pese a que ya no podía ver el mundo en el que se refugiaba, este no dejaba de impregnar su cerebro con la melancolía por la perdida de un sitio mejor.

Sacudió su cabeza intentando apartar esos pensamientos, hundió las manos en el charco para quitarse el barro, se mojó la cara para despejarse un poco y se levantó.

Otro día más. Se miró en los bolsillos. 27´4 dólares. Ya no recordaba como había conseguido ese dinero, pero era un buen comienzo de día.

Reorganizo sus pensamientos; con ese dinero podría comprar una dosis y beber durante el resto del día. A esas horas (a las horas en las que hay sol) no conocía a nadie por esa zona que pudiese suministrarle la heroína, pero creía recordar que había una pequeña licorería bajando por Hawthorne Ave. O subiendo. No estaba muy seguro. De todos modos hechó a andar. Tenía todo el día para encontrarla.

La maldita licorería no aparecía. Perry había pasado toda la mañana calle arriba, calle abajo, creyendo cada vez que recordaba el trayecto, pero había sido en vano. Además, todavía faltaba mucho antes de que llegara a encontrarse realmente mal, y la mezcla de sobriedad, cansancio y progresivo enfado lo había hecho inusualmente perceptivo: podía darse cuenta del manifiesto desagrado con que le observaban las brujas desde las ventanas cerradas, del rápido trote con el que un par de niños y una guapa corredora se cambiaban de acera atravesando las calzadas desiertas. El arroyo era un lugar muy solitario…

Así que el mediodía lo sorprendió sentado en las escaleras que conducían a la entrada de un bloque de viviendas, echando un vistazo a la calderilla de sus bolsillos mientras mordisqueaba la saliva reseca de una de sus comisuras. ¿De cuánto dinero podría desprenderse para comer o beber algo sin quedarse con menos de lo que valdría un chute?

- ¡Ey!-, le sobresaltó una voz a su espalda-. ¿Qué mierda…? Esto… ¿Se puede saber qué haces ahí… errr… comemierda?

Perry miró por encima del hombro, con los ojos entrecerrados fuertemente por la luz del sol que los cegaba. Entre lágrimas y muecas de esfuerzo pudo vislumbrar a un hombre joven, de unos treinta y pocos años, aquejado por una avanzada calvicie y una aún más avanzada barriga. Vestía un horrible y arrugado traje azul que casi acentuaba su baja estatura, y se encaramaba sobre unos relucientes mocasines pardos, del mismo tono que el portafolios que agarraba con energía.

- ¿Eh? ¿No piensas… decir nada? ¿No?-. El enano calvo sobreactuaba: era evidente que le tenía miedo al yonki de su escalera, y que trataba de infundirse valor a través de gritos y aspavientos-. ¡Muévete, escoria!

Estaba a acostumbrado a ese trato. La “gente de bien” solía portarse así, ruidosa y virtuosamente indignada por la degradación con que su sola presencia les afligía. Lo único que le sorprendía era no ver a una mujer con él, o mirándolo desde una distancia segura: muchos eran los hombres que sacaban al caballero andante que vivía en su interior con la volátil mezcla alquímica del miedo al indigente y la galantería.

- ¡Que te muevas… he dicho!- concluyó dubitativo el pitufo. Luego tragó saliva y, con un arco del brazo, atizó a Perry con el maletín un golpe que se estrelló contra la espalda y la nuca.

-Las lágrimas son mi pan
noche y día,
mientras todo el día me repiten:
«¿Dónde está tu Dios?»

Recuerdo otros tiempos,
y desahogo mi alma conmigo:
cómo marchaba a la cabeza del grupo,
hacia la casa de Dios,
entre cantos de júbilo y alabanza,
en el bullicio de la fiesta.

Perry se levantó, manteniendo una distancia prudencial pero mirando desafiante a los ojos de aquel estúpido. No parpadeó un solo segundo mientras iba elevando sutilmente el tono de su voz.

-¿Por qué te acongojas, alma mía,
por qué te me turbas?
Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
«Salud de mi rostro, Dios mío».

Se me rompen los huesos
por las burlas del adversario;
todo el día me preguntan:
«¿Dónde está tu Dios?»
¿Por qué te acongojas, alma mía,
por qué te me turbas?
Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
«Salud de mi rostro, Dios mío».

Calló durante unos segundos mientras ladeaba ligeramente la cabeza, como intentando hacer crujir sus vertebras, pero sin dejar de mirar fijamente a los ojos del insecto gordo y calvo que tenía delante.

-Salmo 41.

Durante un segundo esbozó una sonrisa que se desfiguró rapidamente en una carcajada larga y a pleno pulmón a la que se unieron un par de lagrimas que no se sabría decir si eran de la pura risa o de una ironia que encerraba una honda pena. Una carcajada como la que daría un malvado villano de película al conseguir dominar el mundo a costa de todas las cosas que le impulsaron a ansiar tal poder. Una risa que, cuando parecía que se había fundido con el tiempo haciendose así inmortal, se detuvo súbitamente devolviendo la cara de Perry al estado de media sonrisa con los ojos clavados en aquel despreciable enano que le recordaba a su tio Maurice, lo cual es dificil de explicar si tenemos en cuenta que lo único que recordaba del tio Maurice es el odio que llegó a sentir hacia él.

El hombrecillo miró con ojos perplejos a Perry. Difícilmente podría haber esperado palaras de predicador por boca de un yonki desarrapado y maloliente. Y al que, por añadidura, debía mirar desde abajo pese a encontrarse apostado dos peldaños por encima. Sin embargo, la confusión dio paso a un relampagueo de ira.

- ¡Maldita sea, joder!-, aulló el enano con evidente desesperación-. ¿Es que no piensas levantarme la mano o qué? ¿Qué ienes, sanre o melaza?

Ahora era Perry quien no daba crédito. Súbitamente se vio avasallado por un aluvión de molestas estocadas de dedo índice que se estrellaban una y otr vez en su pecho y su vientre. La sorpresa más que el temor le hicieron dar un par de pasos hacia atrás hasta llegar a la acera.

- ¿Nada, medio nena? ¿Qué tengo que que hacer? ¡Pégame de una vez!-, despotricaba, señalando frenéticamente una sudorosa mejilla-. Vale, vale, empezaré yo entonces...

Y Perry pudo ver como preparaba un torpe puñetazo echando su cuerpo hacia atrás, telegrafiando su intención. Fue sencillo como engañar a un bebé bloquear el puño de modo que aquel tipo, arrastrado por su propia inercia, acabaradando un par de pasos tambaleantes hacia un lado. Y también fue extraño el modo en que cerró los ojos para encajar un golpe en la cara que no parecía querer impedir.

Pero el golpe no se produjo. Un par de segundos después el hombrecillo entreabrió uno de los párpados, sólo para descubrir al maleante observándolo con incredulidad. Recobró la compostura, echó su corbata hacia atrás, por encima del hombro, y adoptó una pose de guardia quizá fiera, tanto como podría ser fiero un hamster enfadado, pero desde luego claramente ineficaz.

- Así que lo quieres por las malas, ¿no? Venga, ven a por más.

El cielo había vuelto a encapotarse, en teoría aquella noche había llovido pero al amanecer había cesado el agua y algún que otro tímido rayo de solo se asomó durante el día. Ahora todo se había puesto negro otra vez y el cambio de presión aclaró los sentidos de Perry.

Un trueno, de esos que se escuchan bien lejos, en esos momentos en los que sabes que va a caer el diluvio universal, resonó por todo el cielo. Y la tensión se mantuvo, la tormenta quedó en vilo. Las gotas estaban calculando el momento en el cual aparecer...

Perry se enderezó tras el golpe de aquel esperpento de hombre que estaba pidiendo a gritos que le mataran, hizo una par de lentos movimientos con el cuello haciéndolo crujir y entonces volvió a fijar su mirada sobre el pobre estúpido.

-"No juzguéis a los demás si no queréis ser juzgados. Porque con el mismo juicio que juzguéis habéis de ser juzgados, y con la vara que mediaréis, seréis medidos vosotros." - Dijo con voz seca. - Y te aseguro que mi juicio no será piadoso y aunque la vara me falte, mis puños son suficientes para que me supliques clemencia.

Estas últimas palabras sonaron mucho mas graves y sentidas que las anteriores.

El hombrecillo tragó saliva sonoramente: conforme terminaron las palabras de Perry quiso la casualidad que lo cielos descargaran un rayo que debía de estar muy cerca, pues el trueno no tardó más de dos segundo en seguirlo.

- Ay, madre mía…-, dijo el enano al contemplar el sombrío semblante del que predicaba-. ¡Kayaaaa!

Los ojos de Perry se abrieron como platos cuando aquel tipo pareció animarse temerariamente y se tiró a por él. Como un grotesco niño que se arroja a la piscina para caer a plomo, salpicando lo más posible, así cayó el hombre antes de abrazarse torpemente al cuello y la garganta de Flipster, que salió de su estupor a tiempo de enterrar sus nudillos en la cara fofa del sujeto volador.

Era tarde, claro: pese al golpe, el hombrecillo consiguió aferrarse y, a fuerza de peso e inercia, los dos acabaron rodando por el suelo polvoriento de la acera, enzarzados en inútiles puñetazos y forcejeos. Y entonces rompió a llover.

El enano luchaba como un cerdo enfurecido, bufando y soltando espumarajos por su labio roto y sangrante, y Perry trataba de no matarlo a golpes, por lo que le llevó un minuto y medio conseguir hundirle la gorda barriga hasta el estómago de modo que lo dejara boqueando como un pez. Y el enano, al caer ya definitivamente tuvo la mala suerte de estrellar su barbilla contra el cráneo del exboxeador,  con un entrechocar de dientes que resonó por toda la calle.

Perry salió de debajo del hombrecillo y echó un vistazo alrededor: ambos estaban empapados, y ningún coche patrulla parecía venir bajo la lluvia advertido por los vecinos.

El tipo gañía de dolor en el suelo y parecía dividir su tiempo entre resoplar y buscar algo por suelo, ahora cubierto por una fina capa de barro, polvo y agua sucia, así que el vencedor decidió alejarse, para no buscarse problemas.

-¡Ey, ey! ¡No te vayas aún!-, escuchó decir a su extraño oponente, cojeaba  a toda prisa tras él-. ¡Ey, gracias, gracias…!

Y eso detuvo la marcha de Perry. La estupefacción le hizo volverse hasta que el hombrecillo llegó a su altura.

- ¡Vaya pelea! Pensaba darte estos quince pavos, por las molestias-, dijo mostrándole tres sucios, arrugados y empapados billetes-, pero veo que tienes un buen repertorio de trucos sucios, ¡vaya que sí!-, añadió alborozado enseñándole la gordezuela palma abierta en la que, recubierto de sangre, navegaba un trozo de diente.

Aquel hombre, con el escaso pelo pegado a la calva por la lluvia, con la mitad de la cara abotargada por el inicio de una inflamación y la ropa cubierta de barro le esta mostrando una sonrisa infantil, de oreja a oreja, en la que faltaba la mitad de un incisivo.

- ¿Qué me dices? ¿Cuánto por enseñarme a dar un par de buenas hostias, que lo enseñe en… bueno…  por eso, un par de hostias?