Partida Rol por web

The House of YES: Amenazas

Flashbacks: Sonata en B menor

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22/11/2020, 20:35
Arthur H. Wheeler

El día en que todo comenzó yo estaba en mi cuarto. Tenía los ojos cerrados y acariciaba las cuerdas con las yemas de los dedos, encontrando su rugosidad como si se tratase de una vieja compañera. Una nebulosa de un granate aterciopelados llenaba mi mente y ahogaba los gritos que llegaban desde otros lugares de la casa. Es increíble lo grande que era esa casa y lo difícil que resultaba dejar de escuchar los gritos. 

La pelea era por el divorcio, como todas las del último año. Y yo trataba de no escuchar, pero me latía el pómulo y me sabía la boca a sangre. Los gritos se mezclaban con el granate y mis dedos acariciaban las cuerdas, una vez. Otra. Otra. Bum. Bum. Los graves. La sangre. Las cuerdas. El dolor palpitante. Bum. Bum. El zumbido empezó a llenarlo todo, a mi alrededor el aire se iba cargando con electricidad estática. No pensaba, no razonaba. Sólo sabía que quería estar lejos, lo más lejos que se pudiera estar. Y no dejaba de tocar, envuelto en una marea granate que sabía a sangre. Bum. Bum. Mis dedos pulsando las cuerdas. Y, de pronto, llegó el chirrido. 

Fue como si todo se acelerase hasta el colapso. Como si la misma realidad se resquebrajase con la última nota. Un fogonazo blanco y luminoso invadió mi mente de golpe y un sonido como el de un flash al cargarse silenció todos los demás durante varios segundos. 

Noté frío en el rostro y, de repente, el mundo se llenó de ruido. Ya no había gritos, pero había coches circulando, sirenas, el pitido para invidentes de un semáforo. 

Abrí los ojos despacio, para encontrarme sentado en mi silla, con el cello entre mis piernas, en medio de una acera de Manhattan. 

«Ya no estás en Kansas, Dorothy», pensé, en un alarde de cinismo del que me arrepentí al instante siguiente. Pero era cierto. Había «viajado».

 

Los altos edificios que provocaban cierta sensación de claustrofobia en cualquier extraño a la ciudad, el sonido ensordecedor del tráfico, con los típicos taxis amarillos y los repartidores en bicicleta atravesando veloces las nubes de vapor exhaladas por los sistemas de calefacción, las escaleras de incendios, la paleta de colores de las gentes diversas que caminaban con prisa a atender sus quehaceres cotidianos... Todas esas cosas extrañas, y aun así familiares, por haber sido visionadas cientos de veces en las películas de Hollywood, tenían ahora en Sebastian una luz y una intensidad fuera de lo normal. La sensación era parecida a la que tienen los miopes cuando cambian unas viejas gafas sucias y rayadas por otras con una nueva graduación, pero multiplicada por mil. Sintió que, de alguna forma, se había revelado ante él una nueva realidad. Algo que desde hacía tiempo intuía que estaba allí, pero que nunca hasta ese momento había tenido ojos para de ver, u oídos para escuchar.

Sebastian había Despertado, y pasado el instante de estupor inicial al saberse al otro lado del mundo, esa nueva consciencia hizo que no se extrañara al ver a aquel hombre aplaudiendo frente a él.

Vestía de forma elegante, con un traje oscuro con finas rayas de corte impecable, camisa blanca, y la corbata anudada a la perfección. Se protegía del frío con un elegante abrigo tres cuartos, finos guantes de piel, y lucía unos zapatos relucientes, como si acabaran de recibir los cuidados del mejor limpiabotas que se buscase la vida en las sucias calles de Nueva York. Mas bien parecía un gentleman inglés que un oriundo de la ciudad.

Se acercó hacia él, depositando su propio sombrero a sus pies, para dejar después un montón de billetes en su interior. Y aun agachado le habló.

-Es un poco arriesgado hacer un truco así en medio de Manhattan, ¿no cree? Tiene suerte de que yo haya estado aquí esperándole. Perdone por ser tan directo, pero debe acompañarme de inmediato. Le llevaré a un lugar seguro. No soy el único que sabía que vendría, y si no nos marchamos pronto descubrirá que hay otros interesados en usted, pero ellos no serán tan amables como yo.

Entonces se levantó y se remangó el abrigo para mirar su reloj – Tiene exactamente 3 minutos 47 segundos para tomar una decisión – le advirtió, y se volvió hacia la calle para invitarle a entrar en una opulenta limusina* conveniente aparcada justo frente a ellos.

 

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22/11/2020, 21:04
Director

Notas de juego

*la limusina es un Rolls Rouyce Phamtom

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26/11/2020, 03:26
Sebastian Fitzgerald

La explosión sensorial lo había dejado aturdido, pero, a la vez, el muchacho sentía que sus sentidos se habían abierto. Ahora podía ver más allá de la sombra que hasta el momento había considerado la realidad. En el mismo momento en que lo comprendió se dio cuenta de que lo había estudiado ese mismo año en el instituto, en la clase de filosofía. El mito de la caverna,  le había parecido curioso, pero nunca había imaginado que podía ser de verdad

Aún sentía la vibración de la última nota cosquilleando en sus dedos cuando los aplausos hicieron que se fijase en el hombre elegante que tenía delante. Lo miró con los ojos desorbitados, siguiendo sus movimientos con el sombrero, los billetes... y escuchó lo que decía, aunque no lo comprendió del todo. Con lo que sí se había quedado era con esa palabra que ponía nombre al lugar donde había aparecido: Manhattan. 

Sebastian había visto suficientes series americanas como para que el ambiente le resultase lejanamente conocido, pero ajeno al mismo tiempo, como esos parientes que sólo conoces por ver fotografías antiguas en los álbumes familiares. Su cerebro aún estaba procesando que había viajado a miles de kilómetros de su habitación y el hombre ya le invitaba a acompañarle. 

Por un momento estuvo a punto de hacerlo, por la simple inercia de tener un adulto dando instrucciones. Lo contempló de hito en hito y hasta se levantó. Sus ojos fueron desde el rostro del hombre, hasta la limusina, para regresar a él. Pero no. No se iba a montar en el coche de un desconocido, por mucho que dijese saber que él iba a aparecer ahí en ese momento. Que esa parte de su discurso era rara de narices, no lo iba a negar, pero seguía siendo un desconocido, con un coche, intentando meterle miedo con unos «malos» como si fuera un crío. Miró alrededor y negó con la cabeza. 

—Ni de puta coña me voy a ir contigo —le soltó, deslenguado y altanero como el adolescente confuso que era. Si su padre le oyese hablar así seguramente acabaría con el labio partido. Se pasó la lengua por la herida en el interior de la mejilla y el sabor metálico golpeó su paladar con tanta fuerza que apretó los dientes antes de hablar de nuevo—. Mira, tío, no sé si eres un pedófilo o qué, pero no me monto en tu coche ni loco. 

Ahora, que necesitaba ayuda era un hecho. Porque estaba ahí, en medio de una calle de otro país y lo único que tenía encima era la ropa que llevaba, el cello y una silla. Por eso decidió que los billetes sí que se los quedaba. Sin soltar el instrumento se agachó y se metió el fajo en el bolsillo. Con eso podría ir a un hotel y luego ya vería. Volver a casa. O no, porque la sola idea de regresar erizaba la piel de sus hombros. Pero podría pensar. «Eso es. Pensar», le pareció una idea maravillosa. 

En ese momento se acordó de su abuela. De cómo hablaba de su enfermedad como si fuese un don. De cómo parecía comprender el mundo de una manera más profunda. De cómo lo comprendía a él, siempre, como nadie más lo hacía. Respiró despacio, como ella le había enseñado, y agarró el cello con más fuerza. 

Yo me voy ya. No hace falta que cuente los segundos —Recuperó algo de su educación, tratándolo de usted—. Pero dígame cómo sabía que iba a llegar.

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26/11/2020, 18:50
Arthur H. Wheeler

-¿Ve las cámaras de seguridad a nuestro alrededor? No sólo controlan el tráfico, están programadas para detectar cosas como su reciente Despertar. -explicó, señalando con la mirada algunas aquí y allá- Un suceso como este genera una cantidad significativa de energía primordial que puede ser detectada por complejos modelos estadísticos, incluso antes de que ocurran… Pero dejémonos de tecnicismos, lo único que debe saber es que la organización que espía el mundo tras las cámaras siempre anda buscando a jóvenes cómo usted, y yo tengo contactos en dicha organización que no están del todo de acuerdo con sus procedimientos y me han puesto al corriente de su llegada…-

-Entiendo sus reservas, acaba de escapar de casa y al llegar a la terminal se le acerca un extraño ofreciéndole ayuda, yo también habría rehusado. La única diferencia es que usted no ha viajado en autobús y, dado lo extraño e inusual de esta situación, más bien podría decirse que está usted actuando como un náufrago que rechaza la mano tendida desde un bote salvavidas en un mar enrarecido y plagado de tiburones. Puede intentar alcanzar la orilla por sus propios medios, pero créame cuando le digo que esos tiburones existen y que están desesperados por “hincarle el diente”, y no me refiero a nada remotamente parecido a ningún apetito sexual. -

Se tomó un momento para que el chico procesara todo lo que le había contado, y metió la mano en el interior de su abrigo para sacar un tarjetero – Le aconsejo que coja un taxi que le lleve fuera de Manhattan, si intenta escapar corriendo le detendrán – Dijo, ofreciéndole una de las tarjetas - Póngase en contacto conmigo si necesita cualquier cosa. Ha sido un placer escuchar su breve interpretación, espero que tenga suerte y nos volvamos a ver. - y tras agacharse para recuperar el sombrero se lo puso, para levantarlo levemente después a modo de despedida. Se dio la vuelta y caminó en dirección a la limusina, el chofer accionó un botón y las puertas traseras se abrieron automáticamente, una hacia delante y la otra hacia atrás, dejando a la vista los dos asientos enfrentados y dando la bienvenida al cálido interior.

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05/12/2020, 01:57
Sebastian Fitzgerald

Todo aquello de las cámaras de seguridad y la organización que espiaba tras ellas sonaba a ciencia ficción y conspiranoia, la típica patraña que a Sebastian le habían enseñado a rechazar de plano. Y, sin embargo, el cosquilleo del pulso en sus sienes le decía que había algo de cierto en todo lo que decía el hombre. Además de la evidencia de que unos minutos atrás estaba en su habitación y, de repente, estaba ahí, sintiendo a un nivel profundo esa música oscilante que parecía brotar de cada edificio, cada coche y cada persona a su alrededor.

Frunció el ceño cuando lo llamó náufrago. Decía que lo comprendía, pero luego intentaba convencerlo otra vez de los tiburones. Eso lo reafirmó en su decisión de no ir con él, en parte por orgullo, en parte por desconfianza. Se lo quedó mirando mientras duró la pausa, intentando asimilar en ella lo que el hombre decía, pero también todas esas nuevas sensaciones, esa nueva forma de percibir el mundo. 

Cogió la tarjeta por inercia y le echó un vistazo. Acostumbrado a vivir en un entorno lleno de abogados y fiscales casi esperaba ver que el tal Arthur también era del gremio. Hablaba tan bien y sonaba tan convincente como ellos. Se la guardó también en el bolsillo y asintió con la cabeza en su dirección.

Gracias, señor Wheeler. Me iré entonces, antes de que vengan los tiburones. —Lo dijo medio en broma, haciéndose el duro, pero en el fondo sí que empezaba a tener miedo de los ojos tras las cámaras. Y eso que ni siquiera se le ocurría qué podían querer de él. 

Le hizo un gesto de despedida y agarró el cello con más fuerza. No le gustaba trasladar el instrumento sin funda, pero no tenía otra opción. Se la había dejado encima de la cama y ahora tendría que tener mucho cuidado. Pensando en eso se acercó a la acera y trató de localizar un taxi que lo sacara de Manhattan. ¿Hacia dónde? Pues no tenía ni idea. Hacia algún hotel de Brooklyn, quizá, que le sonaba de oídas que también estaba en Nueva York. 

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11/12/2020, 19:33
Director

Arthur H. Wheeler, el nombre le sonaba de algo, aunque no sabía de qué... No pasó mucho tiempo pensando en ello pues, como por arte de magia, el típico taxi amarillo no tardó en aparecer. Aunque era una berlina amplia, tras la negativa de Sebatian de guardar el chelo en el maletero, este tuvo que acomodarse como pudo en el espacio que le dejaba el instrumento en el asiento de atrás. El conductor pakistaní no puso muchas objeciones y después de escuchar las difusas indicaciones de su cliente arrancó.

La limusina no se había movido, se habían cerrado las puertas, pero continuaba aparcada en el mismo lugar. Estuvo ahí hasta que el taxi arrancó, y justo cuando se incorporaban al tráfico Sebastian pudo ver como también se ponía en marcha. Al mirar hacia atrás para constatar que la limusina los seguía hubo otra cosa que llamó su atención; un par de hombres llegaba al mismo lugar en el que él había estado hacía tan solo un momento. Uno de ellos había cogido la silla y la examinaba, el otro hablaba por el móvil mientras miraba a su alrededor,...

Continuaron por la amplia avenida en dirección sur, Sebastian no dejaba de mirar hacia atrás pare ver si le limusina los seguía. Entonces algo ocurrió, todo pasó muy rápido pero él lo vivió como en cámara lenta; escuchó al conductor gritar algo en un idioma que no comprendió, y sintió como pegaba un acelerón. Al mirar hacia delante vio que el semáforo estaba en rojo y que se lo acababan de saltar. Una furgoneta negra que estaba adelantando por el carril derecho a toda velocidad también se lo saltó, con tan mala fortuna que se estrelló de lleno con uno que los coches que venían por la intersección, que ya habían empezado a avanzar, provocando un estrepitoso choque en cadena.

– Uff. Siento mucho siñor, ¿incuentra usted bien? No sé qui pasar, semáforo verde, rojo di repente, sin pasar amarillo... ¡maldita cuidad! Si no acelerar nosotros chocar, ispero que atrás sean bien…

Las sirenas no tardaron en escucharse, pero el taxista no paró. Continuó su marcha hasta tomar el puente de Brookyn , cruzar el East River y salir de Manhattan para dejarlo en la puerta de un Hotel. – Himos llegado, son 20 dólares siñor – le dijo el conductor.

– Gracias siñor, gracias – Y tras coger el dinero se despidió – Ispero qui hotel sea agrado, barato y cómodo, y no piores partes de Brooklyn. Piro cuidado andar por ahí – se despidió.

- Tiradas (2)

Tirada oculta

Motivo: Per + Alerta

Dificultad: 7

Tirada (3 dados): 10, 10, 10

Éxitos: 3

Motivo: Reconoce a Arthur?

Dificultad: 8

Tirada (6 dados): 7, 2, 4, 4, 3, 9

Éxitos: 1

Notas de juego

Edito: había un typo y un comentario al que le faltaban las negritas.

He hecho una tirada de perciepción y otra para ver si el nombre de Arthur te sonaba de algo ya que es un escritos con cierta fama (tu inteligencia + la fama de Arthur).

Pongo aquí el resultado de la primera que ha sido la bomba!

Tirada oculta

Motivo: Per + Alerta

Dificultad: 7

Tirada (3 dados): 10, 10, 10

Éxitos: 3

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18/12/2020, 00:42
Sebastian Fitzgerald

Mientras se acomodaba con el cello en la parte de atrás del taxi, Sebastian notaba la tarjeta de aquel hombre en el bolsillo, casi como si pudiera sentirla. Se puso el cinturón de seguridad por la inercia de la costumbre, pero en cuanto pudo se dio la vuelta para mirar por la ventanilla de atrás. Quería ver qué hacía la limusina y lo que vio fue a esos dos hombres que se detenían donde había estado él. 

El corazón le empezó a latir a toda velocidad de nuevo. Sintió el peligro de un modo más físico que racional, saboreó el metal, sintió frío en las yemas de los dedos. Podía oír los latidos tronando en sus sienes, con un granate aterciopelado y profundo que invadía su visión en cada bum bum

Y el taxi dio aquel brinco repentino que le hizo pestañear y aferrarse a la solidez del mundo. Sebastian contempló cómo la furgoneta negra chocaba con otro vehículo mientras se alejaban. Los ojos enormes de un crío, abiertos como platos, en la ventanilla trasera de un taxi amarillo. 

—Gracias, gracias, gracias —murmuró por lo bajo, sin saber muy bien ni él mismo si la gratitud era para el hombre de la limusina, para el conductor del taxi o para el universo mismo. Lo único que tenía claro era que había escapado de algún tipo de peligro y, aunque el temor hubiese sido inducido por el trajeado, seguía siendo muy real. 

—No se preocupe, tranquilo —le dijo al conductor, volviendo a mirar hacia delante—. Gracias. 

Su postura se fue relajando un poco a medida que las calles se deslizaban al otro lado de la ventanilla. Sus dedos acariciaban el mástil del cello con un gesto descuidado y sus pupilas contemplaban fascinadas el discurrir de aquella enorme ciudad. Estaba acostumbrado al centro de Londres, pero los edificios de Nueva York se le antojaban distintos. Más altos, más grandes, más coloridos, más luminosos. Y sus calles, más llenas de gente, también colorida y luminosa. El mundo entero parecía haber hecho «Click» y haberse conectado de un modo distinto para sus ojos, como si la última nota le hubiese dado sentido y armonía a la partitura entera. 

Y, aún así, Sebastian sentía que sólo había alcanzado a atisbar un pequeño fragmento de la melodía. Sentía con cada partícula de su ser que había más. 

Cuando el taxi se detuvo, no salió de inmediato. Se quedó algunos segundos dentro, contemplando la fachada del hotel. De pronto le dio miedo estar solo en un lugar tan enorme y, como en sus peores momentos, añoró a su abuela con tanta fuerza que le dolió el pecho. 

Pero no podía quedarse ahí eternamente, sentado en el coche y mirando hacia fuera. Así que se apresuró a darle un billete de veinte al conductor y salió, con mucho cuidado al sacar el cello. Era su única posesión y se hacía consciente de ello a cada segundo. 

—Gracias por el trayecto —se despidió—. Parece un sitio perfecto. 

En realidad le parecía un poco cutre. Cuando viajaba con sus padres, antes de que las discusiones alcanzasen un nivel tan álgido que los viajes quedasen aparcados, siempre se alojaban en los mejores hoteles. «Pero ya no estás en casa», se dijo, «Ahora los billetes nos tienen que durar», y ni siquiera tenía claro hasta cuándo tendría que estirarlos. 

Antes de entrar en el hotel miró hacia arriba, paseó sus ojos por la fachada, en busca de cámaras. El tipo le había contagiado su conspiranoia. Pero una vez tomó nota de ese detalle pasó al interior y buscó la recepción. Ahí se plantó, con el cello a su lado, y sonrió para caer bien a la persona encargada.

—Hola. Necesito una habitación para hoy. Quizá para algún día más. 

Cruzó los dedos mentalmente. «Que no me pida identificación. Que no me diga que soy pequeño». 

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06/02/2021, 20:05
Director

«Que no me pida identificación. Que no me diga que soy pequeño». 

- Claro cariño, serán 60 dólares la noche… - le dijo la recepcionista, también sonriente. Era una chica joven, muy guapa, unos cuantos años mayor que él. Pero tras su bonita sonrisa sus temores se hicieron realidad. – ¿Tienes un carnet o algo? – Sebastian pensó en el carnet del conservatorio, que había dejado sobre el escritorio en su cuarto, a miles de kilómetros de distancia. Por inercia metió la mano en su bolsillo, sintió la tarjeta que Arthur le había dado en la mano, y la sacó para disimular e inventarse que había cogido la tarjeta equivocada o algo. La chica cogió la tarjeta, y la miró sorprendida.

– Perfecto, esto nos vale señor Fizgerald - dijo en una torpe imitación del acento británico rematada por una risita. – ¿Vienes de muy lejos no? ¿Traes más equipaje a parte del cello?  -

Al devolverle la tarjeta seguía apareciendo el nombre de Arthur, pero por algún extraño motivo la chica había visto otra cosa...

– Aquí tienes el número de habitación. El ascensor esta a la derecha – le dijo al entregarle la llave. – Veo que eres músico. Ten – le dio una tarjeta – en este club organizan Jam sessions, está muy animado, espero que te guste. ¡Bienvenido a Brooklyn!, si necesitas cualquier cosa aquí estamos –

- Tiradas (1)

Tirada oculta

Motivo: Car + Sub

Dificultad: 6

Tirada (6 dados): 5, 8, 5, 4, 3, 7

Éxitos: 2

Notas de juego

Oz utiliza de forma inconsciente un hechizo de Correspondencia 1 o 2/Mente 3, para que la chica vea su identificación en lugar de la tarjeta de Arthur. Aunque sólo tiene mente 2, que no es suficiente para crear ilusiones, digamos que al acabar de despertar puede hacer cosas como esta a niveles superiores de forma inconsciente. También habría podido coger la identificación con correspondencia 3, pero me pareció más chulo hacerlo así.

edito: una errata

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10/02/2021, 19:10
Sebastian Fitzgerald

Esa noche Sebastian la pasó tumbado en la cama del hotel, abrazado al cello que también había dejado reposar sobre la colcha. Pero no durmió ni un minuto. Continuamente repasaba lo sucedido en su mente, una y otra vez, una y otra vez. No le encontraba un sentido lógico y aún era demasiado joven para guiarse por su instinto y confiar en las sensaciones. Porque siempre había sentido el mundo de un modo distinto, pero ahora lo sentía de verdad. Flotaba en su pecho la impresión vibrante de que podía componer y no solo interpretar y los dedos le cosquilleaban cada vez que acariciaba con cuidado las cuerdas del instrumento. 

¿Pero qué debía hacer? ¿Llamar a casa? ¿Fingir que se había escapado como un adolescente normal? Porque tenía claro, clarísimo, que sus padres no iban a comprender ni a tomarse bien que les dijese que se había teleportado por arte de magia. Como mínimo, lo enviarían con algún loquero. Ya se imaginaba encerrado de por vida, tomado por chalado y medicándose. ¡Pero había sido de verdad! Nadie iba a creerle, pero él sabía que sí, que había pasado. Igual que lo de la recepción y la tarjeta. Eso tampoco se lo había imaginado.

Y todo eso le llevaba a pensar en el hombre de la limusina, el que ya sabía que iba a llegar. No pensaba llamarle, eso lo decidió rápido. En su arrogancia adolescente se creía más que capaz de salir adelante sin su ayuda ni la de nadie. Sólo tenía que ser listo y pensar con calma. 

Los billetes no le iban a durar mucho si se quedaba en hoteles, y ni de coña pensaba ir a un sitio para menores. Ahí buscarían a sus padres, estaba seguro. Pero él sabía que había gente que se buscaba la vida, sus padres le habían enseñado la hipocresía de alzar la nariz con desdén al cruzarse con ellos por la calle y luego organizar una gala benéfica en favor de algún albergue. Pero Sebastian, en el fondo, más de una vez había envidiado su libertad y fantaseado con escaparse de casa y vivir su vida como un vagabundo. O, más bien, como la idea romántica que podía tener un chico de quince años de clase alta de lo que era ser un vagabundo.

···

Habían pasado tres semanas cuando la puerta de la tienda de empeños se abrió, haciendo sonar una campanita tintineante que colgaba sobre ella. La mujer que la regentaba no tardó en salir de la trastienda. Su tez morena desvelaba su ascendencia hindú y poseía unos ojillos astutos y calculadores que examinaron al chico de arriba a abajo. «Otro descarriado», pensó, mientras le dedicaba una sonrisa a la que le faltaban algunos dientes. 

Para ese momento a Sebastian se le había acabado el dinero y se había pateado las calles hasta encontrar un albergue donde no le hacían demasiadas preguntas. Gracias al cello había podido comer más de un día, pero también habían intentado robárselo dos veces. Empezaba a estar algo desesperado. La vida en la calle no era tan fácil ni tan divertida como él había podido imaginar. Había pasado hambre, frío y miedo. Pero era demasiado cabezota como para buscar una cabina y hacer una llamada intercontinental a cobro revertido. 

—Hola —dijo, intentando disimular su evidente fragilidad con una fachada de arrogancia—. Me gustaría empeñar esto —Alzó el cello en el aire al mencionarlo—. Pero no lo venda, por favor. Es solo temporal. Voy a volver a buscarlo. 

«Sí, claro que sí», pensó ella. Eso era lo que decían todos, raro era el día en que no oía esas palabras de boca de alguien que aún no había asumido que en el mundo real cuando uno empieza a meter los pies en el fango las cosas rara vez van a mejor. Empezó a soltarle el rollo de siempre, los dos meses de margen, la importancia de guardar el resguardo y bla bla bla. Les hacía sentirse mejor, como si realmente fuesen a recuperar sus posesiones. Pero luego nunca volvían. Le hizo gracia la atención que ponía el muchacho, hasta le pidió un bolígrafo para tomar notas de los detalles. Pensó que era un chico divertido, para ser un descarriado, y hasta sintió un poquito de lástima por él. Sinceramente, creyó que nunca volvería a verlo.

Pero a los dos meses exactos la campanita de la puerta volvió a sonar y el chico puso un fajo de billetes sobre el mostrador para llevarse su cello. Una y otra vez volvió a empeñarlo y a recogerlo, hasta que se creó una suerte de inercia simpática entre los dos, que se extendería durante mucho tiempo.