Al mirar los meandros cubiertos de lirios del río Lobos, que acaricia la muralla de Burgo de Osma, te asalta un recuerdo, y sin que puedas evitarlo, un montón de imágenes fluyen de tu memoria.
Cuando eras pequeña nunca fuiste a misa. En el castillo de Ucero, donde tu madre servía a la señora de Ucero, esposa del Conde Gregorio, había misa de diario, pero tu madre no consideraba que debieras ir. Los domingos, cuando tenía lugar la misa a la que si asistían otros niños, tu madre te llevaba río arriba, a una casucha en las padreras, que pareciera un montón de piedras, a visitar al sanador al que todos en el pueblo respetaban. Hasta tal punto llegaba la veneración, que había despertado las suspicacias en el mismísimo Burgo de Osma, se decía, cuyo obispo que había enviado varios diáconos a indagar si había alguna herejía. Le había salvado el cura del pueblo de aquel entonces, un hombre sensato, que apreciaba en las labores sanadoras del hombre el origen de esa admiración, y juró por el Señor que jamás oyóle decir nada blasfemo. Quedóse para sí que tal cosa era debido a que no hablaba mucho, y si lo hacía era para dar consejos de salud.
Pero contigo, el hombre, que ya comenzaba a peinar canas, y tenía el rostro arrugado, se mostraba muy locuaz y no paraba de hacer juegos que mezclaba con enseñanzas y chanzas.
Este día sin embargo, estaba serio de semblante. Y nada más verle sentado en una piedra al lado de la puerta de su chamizo, le dijo a tu madre: - Querede verla..-
Jamás habías visto a tu madre tan preocupada. Y tras enviarte al río a buscar ranas, sabiendo lo mucho que gustabas de meter las manos y pies en el agua helada, y desde la distancia, podías ver como el hombre y tu madre discutían, aunque el ruido del río no te dejaba oir nada más. Tu madre te hizo gestos al rato, y al acercarte, te dijo, -Id amb Vermudo, ranita-
Y así hiciste. Subiendo río arriba durante casi medio día, en los brazos del Vermudo, hasta llegar a la laguna de la que surgía el río. Y allí en medio de la laguna negra, helada, viste surgir en el centro, la cabeza una mujer de cabellos largos y negros, que se bañaba.
Al principio de espaldas, se giró como si intuyera vuestra presencia en el borde del lago, y nadando se acerco al borde. No consigues recordar su cara. Estabas sólo, puesto que Vermudo había retrocedido, Y la mujer te habló, mejor dicho, te cantó. Pero no en castellano, sino en otro idioma extraño, que sin embargo parecías entender.
- Sé que él irse ha. Et si dejárate sóla, muchos peligros te acecharan, pequeña mía... Tomad esto, si introdujéralos en el agua, allí estaré.-
Y te dió un collar con una piedra inscrita...
Continuará...
Llevas un collar desde entonces.
El camino de vuelta a la cabaña de Vermudo había sido alegre. El curandero cantaba una sencilla canción, y a la mitad del camino, tú ya la sabías y le acompañabas. Pese a ser un camino lleno de piedras y agreste, conseguías seguir el ritmo, aún cantando. Intentabas ir por delante de Vermudo, que fingía estar impresionado. El último tramo del camino de vuelta lo hiciste en sus brazos, pues no aguantabas más y no veías bien, pues casi era de noche.
Algo había cambiado en tu madre. La mirada con la que te recibió era gélida. Y sin decir nada a Vermudo, que no se despidió de ella, aunque si de tí, emprendísteis el camino de vuelta al castillo de Ucero. Intentaste cantar la tonadilla que Vermudo te había enseñado, pero tu madre ordeno silencio, casi asustada. Y así, en oscuridad y silencio, llegando al castillo de Ucero. Unos jinetes aparecieron ante vosotros.
Tu madre se inclinó. Era el señor conde, que partía de noche, acompañado por varios jinetes que no habías visto jamás. El conde detuvo el caballo, desmontó e hizo algo que nunca había hecho antes, te abrazó y besó. Y lloró. Después volvió a montar, y tras ordenar a tu madre que te cuidara, como criada que era, partió.
Pensarías que aquel día fue un sueño, pero si así fuera, lo deberías haber olvidado, y nunca lo hiciste.
Volviste a subir al lago una sola vez más con el curandero Vermudo, pero esta vez no lo hicistéis sólos sino acompañados por las gentes de Ucero, que de Romería subían a dejar ofrendas a la virgen del río, como decían. Había al final del lago, que no era más que el ensanchamiento del río Lobos, una misteriosa iglesia, construída hace muchos años, cuyos detalles dejaban como imitación torpe la del pueblo. Algunos decían que dicha iglesia había sido construída por unos caballeros extraños y extranjeros, y además de los ornamentos románicos tenía extraños signos en la cantería. Además, dentro a los pies de la imagen de una virgen, había sobre una estela con el grabado de una sirena.
Tan extraño conjunto era guardado por Vermudo, con el beneplácito del párroco de Ucero. Detrás de la iglesia, había una misteriosa cueva en la que no dejaban adentraros a los niños, pero ante la cual os divertíais. Pocas veces tenías ocasión de jugar con los otros niños del pueblo, y la romería es la única ocasión en que podías recordar haberlo hecho.
Fue un día feliz. El lago te daba confianza y estabas contenta. Pero cuando el sol se puso tras el desfiladero y comenzaste a bajar de vuelta con los otros niños, como te había ordenado Vermudo, pues tenía que cerrar la ermita, sentiste un escalofrío.
En Ucero te esperaba la condesa, montada en un carro y acompañada por otra mujer que jamás habías visto, y no tu madre como esperabas. La condesa se bajo del carro después de darte un beso y sonreir. Te dío un mendrugo de pan. Y ordeno al conductor del carro que partierais. No regresásteis al castillo nunca más.
Con el tiempo, recordando aquel día, la sonrisa falsa de la condesa, se convertiría para tí en el símbolo de la crueldad.