Parte I
- No menosprecies nunca los dictados del destino.
Así terminaba mi padre siempre su historia sobre aquel iniciático, místico y enriquecedoramente espiritual viaje de juventud al Egipto más ignoto y desconocido. Como un mantra… como algo que no debía ser olvidado. Escuché esa historia de niño docenas de veces… cientos tal vez. Era mi cuento de cabecera para hacerme conciliar el sueño. Cada día mi padre desgranaba algún hecho, algún momento en particular de aquellos días que pasó rodeado de lujos y dunas hasta que me quedaba dormido. A la noche siguiente volvía a retomar el relato desde el punto dónde lo había dejado y avanzaba un poco más hasta que, con el devenir de las noches, lo terminaba llegando otra vez al corolario que lo coronaba y lo resumía. El destino… Yo escuchaba atónito con los ojos todo lo abiertos que el sueño me permitía, con los cinco sentidos de punta disfrutando de su manera de entregarme un tesoro tan importante para él. Disfrutábamos juntos de cada pausa, de cada inflexión en su voz… estudiada. Bebimos juntos de aquel manantial tantas veces que de verdad llegué a creer a pies juntillas todas y cada una de sus palabras. Pero me hice mayor…
De cualquier modo Leonard Morrison cambió su vida por completo tras aquel paso por la tierra de los faraones. Nunca llegó a ser corresponsal en zonas de conflicto armado como siempre soñó pero encontró algo mucho más importante. Algo que debía hacer por encima de cualquier otro encargo, más importante que un mero deseo por fuerte que éste se impulse en la voluntad del hombre. Su dictado… su destino era SER QUIEN ERA. El más noble destino. Tras su regreso a Canadá anduvo perdido unos meses… algo más de un año. Según palabras propias “intentando descubrir si aquello que había vivido realmente había tenido lugar o se trataban de las alucinaciones propias de quien ha estado demasiado tiempo expuesto a los efluvios químicos del tóner en suspensión”. En varios momentos pretendió ponerse frente al teclado y plasmar aquella intensa experiencia en un poco de prosa pero jamás se vio con el suficiente valor. Escribir sobre aquello… intentar contarlo con la más aproximada dosis de realidad ensombrecería el recuerdo y restaría la parte más espiritual de todo el asunto. Si con alguna palabra se podía explicar aquella experiencia sin par era, simplemente, con el término inexplicable.
La vida continuó y conforme aquel suceso se iba alejando en la memoria iba adquiriendo una nueva dimensión. Concretizándose. Primero los meses, luego los años… Sin que ocurriese nada en particular consiguió un empleo en la revista Vue Weekly dedicada a la promoción y difusión de actividades culturales de todo tipo, especialmente las artes escénicas. Algo como ayudante de redactor suplente junior… de poca monta. Pero aquello le hizo enormemente feliz. Escribía… y sus palabras eran leídas por gente. ¿Sería aquel su destino? No parecía un mal plan, en absoluto. Con el tiempo fue ganando cierto peso en la publicación y en un par de años más ya era redactor de pleno derecho. Cada semana escribía algún artículo, una reseña sobre un espectáculo o una exposición que había visitado la ciudad. A veces incluso viajaba a otros lugares por todo el país para cubrir ferias o grandes eventos. Visitaba con frecuencia a sus padres y tenía suficiente dinero como para permitirse un apartamento cómodo y coqueto.
Pero el destino no se detiene hasta que no llegas a él.
Un invierno especialmente frío, lo cual es mucho decir para la gente de Canadá, acababa de dar comienzo de manera temprana cuando mi padre fue a cubrir una importante exposición de arte contemporáneo a Montreal. Artistas pujantes de todo el país exponían un conjunto sin par de piezas escultóricas de los más exóticos y, a la vez, comunes materiales sobre pilastras de yeso blanco. Dioramas sobre el universo, el hombre, las emociones en estado puro, la sexualidad, el tiempo y, como no, el destino. Así se llamaba la pieza de Gabrielle Chritien una joven montrealesa de la isla de Pincourt que enmarañaba docenas… cientos de varillas de cobre formando secciones e intersecciones imposibles en una espiral plástica e irregular hasta que, casi de manera fortuita, afortunada, dos de esos hilos perfectamente torneados conectaban como si siempre hubiesen sido uno. Destino. Se conocieron… charlaron sobre arte, sobre lo inefable… cenaron y pasaron la noche siendo uno.
Seis semanas después, de algún modo, la llamada que mi padre recibió no le terminó de sorprender demasiado a pesar de las circunstancias.
- Estoy embarazada, Leo... – aseveró ella sin duda en la voz pero cargada de miedo y de angustia.
- No menosprecies nunca los dictados del destino. – Respondió él.
Parte II
Antes de que yo naciera mis padres ya habían comprado una bonita casa en uno de los barrios residenciales de clase media en Edmonton. Mi madre se había mudado rápidamente antes de que una barriga prominente hiciera el traslado más complicado y arriesgado pero aquella circunstancia no menguó en ningún momento la determinación que ambos imprimieron a aquel proyecto de vida… de familia. Se habían enamorado, sin más. Y si el destino no me hubiera puesto a mí de por medio, probablemente ese amor habría muerto solapado por un alud de kilómetros y varios océanos de tiempo.
El junio de mi nacimiento fue especialmente soleado. Mi madre siempre lo destacaba. Nací con la complexión de mi padre… pequeño… canijo. Sin su carisma y sin una sonrisa que aún hoy resulta atractiva en él pero heredé sus ojos castaños amables y unas formas más suaves y armoniosas, pese a la delgadez, éstas por parte de mi madre. Desde pequeño fui un muchacho tímido e introvertido. La vida pasaba ante mis ojos abiertos de par en par sin que yo hiciese nada para subirme a ella. Solía jugar sólo, no tenía demasiados amigos pero nunca me faltaba imaginación. Mi madre seguía trabajando en sus esculturas en el sótano de la casa y, aunque mi padre había cambiado un proyecto de futuro emocionante por una realidad monótona y rutinaria, eso no le hacía infeliz. Más bien al contrario… crecí en un clima en el que la armonía que proporciona la autorrealización fue la máxima en mi proceso de educación.
No recuerdo cómo ni porqué comencé a bailar pero lo hice de bien pequeño. Mis padres me inscribieron en un conservatorio municipal de danza infantil dónde di mis primeros pasos en lo que ahora se ha convertido, no sólo en mi trabajo, en el epicentro de mi vida de adulto. La disciplina que me imbuyó la danza fue aplicada al resto de las parcelas de mi vida y, siendo un buen estudiante y un hijo poco menos que modélico, pasé por la adolescencia con un enorme blanco en lo que a las experiencias de la vida se refiere. No tardé en descubrir mi homosexualidad. De forma tímida… prohibida. Una mirada furtiva en el vestuario… un encuentro fugaz. Pero no aprendí lo que era el amor, lo que significaba amar a otra persona, a un hombre, hasta algunos años después.
Parte III
Aún no había terminado secundaria cuando tuve claro que mi vida iba ligada al mundo del ballet. Encima del escenario la timidez se borraba bajo un manto transparente en el que era la vida la que se subía a mí como un tren de mercancías que salta y vuela sobre un mar sólido y vibrante. Mi cuerpo obedecía a los dictados de la coreografía y la belleza adolescente me estallaba en cada poro de mi cuerpo.
La noticia de haber sido aceptado en la escuela Juilliard de Nueva York llegó como el festival de la primavera al hogar de los Morrison. Celebramos la recepción de la notificación que me daba acceso a mi futuro como bailarín, durante días. Mis padres enmascararon convenientemente el sentimiento de añoranza que estaban experimentando con mi partida y así, con dieciocho años recién cumplidos, llegué a la ciudad que nunca duerme.
Mi padre había pactado con uno de sus compañeros de viaje de juventud, con un neozelandés que tenía un hijo de mi misma edad, un tipo rebelde y mal encarado al que había conocido años atrás y que, al no prodigarnos demasiado por medios sociales, apenas nos acordábamos el uno del otro, alquilar un apartamento minúsculo que pudiéramos compartir. Egipto ya quedaba muy lejos y mi mente había relegado aquel relato que tantas veces escuché al cajón de las fantasías. Una especialmente hermosa… especialmente relevante en mi vida. Pero fantasía al fin y al cabo.
Recuerdo aquella sensación que me asaltó en mi vuelo de varias horas desde el Aeropuerto Internacional de Edmonton hasta el John Fitzgerald Kennedy de Nueva York. Era evidente que tanto mi padre como el Sr. Booth pretendían obtener un interesante mix de aquel experimento. Tal vez yo pudiera aportarle algo de calma y disciplina a Oliver, el hijo del señor Booth, mientras que él debería hacer de mí un muchacho algo más dispuesto a bregar con las inclemencias de la vida. Oliver también iba a ser alumno de la Juilliard pero en su caso en la modalidad de Música. Un músico rebelde. No me imaginaba compartiendo piso con alguien así, desmelenado y sucio por rebeldía de cliché pero en ningún caso me permití un comentario en contra. En cierta parte de mi interior, yo también deseaba que alguien me sacara de mi cascarón y me escupiera a un mundo devastadoramente cruel.
Aún hoy no sabría cómo describir mi relación con Oliver. Su paso por mi vida me hizo mucho bien, de eso no cabe duda. Descubrí en él muchas cosas… la amistad… algo parecido a la fraternidad. Pero en cierta manera creo que siempre me sentí junto a él como una polilla ante una luz demasiado brillante. Es imposible de obviar, imposible negar su belleza y su poder de atracción pero potencialmente peligroso… inestable. Como alumno de la Juilliard era brillante pero muy poco dado a seguir normas y estudiar con verdadero ahínco y disciplina. Si hubiera que resumir nuestros tres años como compañeros de piso… como amigos… probablemente concluiría con que nos hemos influenciado bastante menos de lo que nuestros padres habrían querido y notablemente más de lo que cualquiera de nosotros estaría dispuesto a admitir.
Fueron unos años intensos. Me sentía vibrar a cada segundo… vivo como nunca antes había estado. Las primeras borracheras… los primeros encuentros sexuales… un ligero tonteo con algunas drogas… la burbujeante necesidad de vivir a toda prisa. La juventud. Hasta que en el tercer año de estudios Oliver decidió cambiar el rumbo de su vida. Las fiestas se hicieron continuas, las drogas más potentes y frecuentes y su necesidad ávida por devorar todo lo prohibido que se le ponía por delante hicieron que se formase una terrible disyuntiva entre nosotros. Pasaban los días sin que tuviera noticias suyas… ni por casa ni por la escuela hasta que acabaron por expulsarle. Aquello fue terrible. Le destrozó aunque jamás lo reconoció. Su formación era importante y, aunque no fuese un estudiante disciplinado su talento era innegable. Y el hecho de no tener un punto de referencia, la escuela, algo que le atase a una realidad con deberes, con obligaciones para con otros hizo que, definitivamente se dejara ir. A causa de aquello tuvo una importante discusión con su padre. Jamás le pregunté los términos pero la resolución de la misma implicó un corte radical del “grifo económico”. Dejó el piso y nos despedimos con un fuerte abrazo y la promesa de no perder el contacto. No demasiado.
Y así fue como, con su partida, comprendí lo que significaba amar a otro hombre. Al margen de la pasión… más allá del deseo. Oliver supuso un punto de referencia muy importante en mi vida en una época concreta y, por lo tanto, un eje para mí. Lo amé con furia… casi con desesperación. Lo sentí mío. En secreto… con el silencio como único confesor. Y sin embargo me niego a menospreciar su inteligencia pretendiendo que él nunca lo supo. Tanto da.
Parte IV
Empezó entonces otra etapa de mi vida. Se mudó al piso otra estudiante de la Juilliard. Una aspirante a superestrella de Broadway con más ganas que talento pero con más posibilidades de las que suele tener la media de actores y actrices que viajan a la gran manzana en busca del sueño americano. Sally era alegre, divertida, en ocasiones excesivamente cargante pero siempre optimista. Llevaba un tiempo viéndose con un miembro del equipo de voleibol masculino de los Violets de la Universidad de Nueva York. Un hijo del medio oeste que, teniendo más músculos que cerebro, había conseguido una beca completa en la mencionada universidad para honrar los colores de su equipo y elevarlo a lo más alto de la NCAA. Así, John pasaba largos ratos en casa; cenaba con nosotros, veíamos los tres la televisión, se quedaba a dormir… era inaguantable.
Sin embargo él estaba encantado de compartir sus días con su chica y el compañero de piso gay de la misma. Se sentía como si viviera en una especie de teleserie a medio camino entre la comedia de situación y una cinta de cine X. Pronto empezó por tomar la costumbre de exhibir su cuerpo delante de mí. Y no es que simplemente se quitase la camiseta cuando hacía calor… aprovechaba para salir de la ducha con todo al aire con cualquier excusa y no regresaba hasta haber comprobado que había percibido toda su anatomía en sumo y perfecto esplendor. Nunca supe si me buscaba o si quería ser encontrado pero lo que sí puedo asegurar es que, de mi parte, sólo se llevó algunas miradas de indiferencia. Y esto era muchas veces un verdadero esfuerzo. John sería un cretino pero era un excelente deportista y su cuerpo llamaba a la lujuria a cada centímetro de piel. Sin embargo jamás me dejé llevar... no por Sally… ni por mí… por John.
Me metí de lleno en mis estudios. El ballet otra vez me rescató. Apenas comenzó el último curso me obsesioné por conseguir lo que jamás había conseguido… por ir un poco más allá… ensayar más horas… hacer más ejercicios… siempre más. Le había cogido algo de manía al binomio Sally-John y procuraba no estar en casa más que lo justo. Me quedaba después de clase practicando, iba a la biblioteca o sacaba entradas para algún espectáculo de danza… una sola entrada, por favor. Llegaba tarde al piso, me duchaba con el pestillo de la puerta echado y muchas veces cenaba algo de fruta en la cama, mientras hablaba con mis padres por Skype.
- ¿Vendréis al festival de fin de carrera?
- Pues claro que si, Nat. Qué cosas tienes…
Mi trabajo casi obsesivo durante aquellos meses dio su fruto y tras las ovaciones del Festival fui invitado a realizar las pruebas de acceso al American Ballet Theatre. Me concedieron una generosa beca de tres años e ingresé en el Corps du Ballet.
Casi de manera simultánea John acabó los estudios de, lo que fuera que estuviese estudiando, y propuso matrimonio a Sally con intención de mudarse a Ohio dónde él debía tomar las riendas de una empresa de mensajería que su padre había regentado allí hasta la fecha. La respuesta de ella fue afirmativa con lo que volví a recuperar mi piso y mi estabilidad emocional. Agradecí enormemente estar en fechas previas al estreno de Orfeo et Eurídice, el primer ballet en el que trabajé como miembro del American, y así tener excusa para no ir a la boda de los tortolitos. Me da que la despedida de soltero de John habría sido un momento para recordar… o no. De cualquier modo redecoré el apartamento. Instalé un pequeño despacho en el otro dormitorio y aproveché para comprar muebles nuevos.
Fue como volver a empezar.
Hola, ¿cómo te llamas?
El humor siempre ha sido una buena excusa o quizás en mi caso, la excusa adecuada para hacer frente a una realidad que apenas lograría arrancarte una miserable sonrisa en el mejor de los casos. Puede que por ello, cuando en la barra de un bar, en la discoteca o en cualquier otro antro, en el que el mero hecho de respirar te convierte en algo follable, un hombre me ha preguntado por mi nombre, me he limitado a responder que Estela. Algo que siempre hizo reír a Estel en las ocasiones en que fue testigo de ello. Desde luego no era la respuesta que la gran mayoría esperaba y ante su extrañeza añadía gratuitamente que, además, era Virgo e hijo de la metafísica y de la arqueología, y que mis padres hubieron de conformarse conmigo pese a que una estela funeraria babilónica hubiera representado la culminación a todas sus aspiraciones y expectativas.
Humor, simple y negro humor, aunque en el fondo de mi ser, siempre he pensado que no estaba tan errado acerca de lo que mis padres hubieran esperado de mí.
Pero explicar un chiste siempre lo desvirtúa y le hace perder valor. O se tiene el ingenio para entenderlo a la primera o se carece de él. No obstante entiendo que esta introducción necesite de una explicación que jamás quise dar a aquellos que tras mi respuesta me miraban ofendidos o súbitamente desinteresados desde su altar egocéntrico, dejándome así tranquilo con mis amigos o mi buscada soledad. Y como la mayoría de las cosas, todo es muy sencillo cuando se conocen las premisas.
Un padre especializado en religiones y teogonías, una madre arqueóloga y la extraña historia de cómo se conocieron y decidieron unir sus destinos para siempre, no es sino la solución al enigma representado por aquel blastocito que culminaría en quien ahora soy. Omar.
¿Y de dónde eres?
Perseverancia. Nada como ella. Esa constancia en la consecución de un fin, incluso cuando todo está aparentemente en contra de tus posibilidades y que respondería a la naturaleza presuntamente insaciable del hombre. Sin embargo, un viejo proverbio árabe señala que solo serían insaciables la muerte, las arenas del desierto y la vagina de una mujer. Por fortuna, no he tenido la ocasión de comprobarlo.
Mis primeros latidos tuvieron lugar en Londres, el lugar elegido por mis padres para vivir. Supongo que su aire cosmopolita, el ser un crisol de culturas y razas y el marco laboral de ambos, se ajustaba a la perfección a sus particulares idiosincrasia y necesidades.
A fin de cuentas, no puedo ni quiero olvidar que mi sangre es mitad egipcia y mitad española y japonesa. Integran mi ser, al igual que lo hace mi sexualidad. De algún modo, en la suma de todo ello he aprendido a ver una señal de identidad y una constante. El destino siempre se ha empecinado en hacer de mí alguien que muchos calificarían de original, incluso de exótico, pero que en la realidad del día a día solo se traducían en tres términos sinónimos. Diferente. Distinto. Diverso. Una trinidad de palabras que empiezan por “d” y que en su momento llegué a despreciar y ahora defiendo. Sí, con “d” también. A ellas se sucedían otras que, sin embargo, constituían el origen de mi malestar. Esta vez con al “i”, en una evolución lógica del diccionario. Inestabilidad. Inmadurez. Inseguridad. Y todo podría haber concluido con la “s”. Silencio. Soledad. Suicidio. Pero odio las tragedias y opté por recomenzar mi diccionario personal con la “a”. Aceptación. Alegría. Amor. Sí, lo reconozco, parece un cutre manual de autoayuda. Pero sirvió y es lo que hay.
¿Estudias o trabajas?
¿Hay alguien que no odie los clichés? ¿Esas fórmulas repetidas hasta la saciedad y que por ello mismo resultan absurdas? ¿Para qué quieres saberlo? ¿Acaso vas a ofrecerme una beca o un puesto de trabajo? ¿Por qué no preguntas lo que realmente quieres saber? Un “me la estudias o me la trabajas” resultaría incluso original por inesperado y quién sabe, hasta la fortuna podría sonreírte.
A diferencia de mis compañeros de clase, no tenía clara mi vocación. Realmente no sabía qué quería estudiar y, simplemente, me dejé llevar por la opinión de quienes creían saber lo mejor para mí. Acabé en el Imperial London College. Absurdamente caro, absurdamente prestigioso y absurdamente encorsetado. Un trimestre bastó para saber que mi futuro no estaba allí. Fue fácil abandonar. Fue fácil comentarlo. No fue fácil que lo aceptaran en casa. No, yo no era fácil. Aún recuerdo el portazo que di al salir con una mochila y lo poco que había logrado meter en ella, dejando atrás familia y quién sabe qué más. Eché mano de amigos y conocidos para tener dónde dormir. Trabajé donde pude y me aceptaron para ganar el suficiente dinero que me permitiera salir adelante, compartir un miserable piso de estudiantes y pensar en lo que realmente deseaba. Solo logré sobrevivir. Y Estel se convirtió, inesperadamente, en mi tabla de salvación. No sé cómo lo logró, aunque sí el porqué. Y siempre le estaré agradecido por ello. No fue fácil disculparse. No fue fácil reconciliarse, especialmente conmigo mismo. Demasiado orgullo mezclado con estupidez. Ahora lo sé. Entonces no.
Un casual documental sobre reporteros de guerra despertó algo en mí, apenas unos días después. ¿Casualidad? ¿Destino? Tal vez. No lo sé. Pero me aferré a ello. Opté por la universidad pública y los medios de comunicación. Nunca me he arrepentido. Estel había dejado atrás Barcelona para estudiar en Londres. Compartir piso fue lo más natural. Aquellos fueron grandes años.
¿Qué buscas?
¿Perdona? Eres tú el que se ha acercado como un perro en celo olisqueando mi culo. ¿O es que acaso mi fotografía aparece en un catálogo de la desesperación o ha saltado en tu programita internauta de caza y captura alguien que quieres creer soy yo? Anda, olvídame, salvo que lo que realmente estés preguntando es, qué me interesa en esta vida.
La vida es una búsqueda continua. De experiencias, de amistades, de amor, de vivencias. Algunas son buenas. Otras no. Algunas cosas llegan a término. Otras, demasiadas para mi gusto, son abortadas al poco de comenzar. Eso te vuelve escéptico y un poco cabrón, además de un cínico. Pero no en exceso si lo analizas públicamente, si lo descuartizas y trivializas, si sales de tu ombligo, si tienes tu propio muro de la vergüenza, tu muro de las lamentaciones, el muro que documente tu día a día en forma de imágenes.
No sé cómo comenzó. Lo reconozco. Soy bueno recordando a las personas, no las cosas. Así que sí, sé quién lo inició. Estel, cómo no. Desnudó completamente una de las paredes del salón. Quitó baldas, muebles, cuadros. Incluso pintó la pared de blanco. Todo en una tarde, de modo que cuando llegué, me lo encontré ya hecho. Y en medio de aquel lienzo virginal, una fotografía sacada con su inseparable Lumix. De ella y de mí, juntos, frente al British Museum. En blanco y negro, como siempre le han gustado aquellas que deben ser especialmente expresivas. A partir de ahí, cada día era inaugurado con una nueva imagen y poco a poco, la pared se convirtió en la obra de arte personal de Estel y en un documento de nuestras vidas. Para mí era el horizonte al que debía mirar, el faro que me guiaba en un mar turbulento.
¿En tu casa o en la mía?
El sentido de la oportunidad es básico. Elegir el tiempo y el espacio adecuados para actuar es muy, pero que muy complicado. Casi imposible. Por ello alguien nos dotó del sentido de obviar. Vale, puede que no sea un sentido aceptado por la comunidad científica, pero la realidad es lo que es, y obras son amores y no buenas razones. Y llegados a un punto es mejor no arrojar por la borda una ardua labor de acoso y derribo.
Mi casa fue la de Estel y la de Estel fue la mía. Un pequeño piso con un cuarto de baño compartido y que amenizaba nuestras mañanas con una dura competencia por ver quién lo conquistaba en primer lugar, una cocina maltrecha e infrautilizada donde se acumulaban los restos de comida de la noche anterior antes de ser desahuciados al contenedor de basura, nuestro gran salón y zona común y dos dormitorios que vieron pasar muchas cuerpos y quedarse pocos rostros. Allí hablé, reí, lloré, amé, me emborraché, tuve sexo, hice el amor con e hice el amor contra. Resumido en una palabra, viví.
Han sido, ¿cuatro años? ¿Cinco tal vez? Un ciclo irrepetible y que tampoco quisiera repetir. Todo tiene su lugar y su momento. La oportunidad existe y debe aprovecharse o se escapará de entre tus manos como la arena. Las oportunidades perdidas no pueden recuperarse. Las oportunidades vividas no deben revivirse. Evolucionar es la palabra. Mirar adelante, seguir, buscar. Lo demás es estancamiento y en el peor de los casos, involución. Quiero pensar que en ese tiempo aprendí lo suficiente y si algo quedó en el camino, tampoco me arrepiento. Mi relación con mis padres mejoró. Nació mi hermana. No en ese orden, pero lo prefiero enumerado así.
Un tiempo en el que he acabado mis estudios, en el que he empezado a trabajar detrás del objetivo ojo de un objetivo. Soy el ojo que todo lo ve. Un Gran Hermano digitalizado. Ha estallado la guerra. Una guerra. Otra más. E iré a ella. Con ella.
¿Escupes o tragas?
Uno siempre tiene la oportunidad de tropezarse con un romántico, alguien con la adecuada mezcla de generosidad, espíritu soñador y carácter sentimental que hacen que te enamores de él. Lástima, este no era el día. Ni el tuyo, cariño. Has llegado lejos, pero de aquí no pasas.
Sí, soy un romántico. Supongo que lo saqué de mi madre. Quiero algo más que buen sexo y una cama vacía al amanecer. Quiero despertar abrazado a quien me ha elegido y a quien yo he elegido y saber que lo haré también al siguiente día. Y al otro. Y al otro. He amado. Me han amado. A veces, hemos coincidido incluso. No es fácil. No es imposible, porque incluso en el lugar más insospechado, en la persona más inesperada, en el momento más inoportuno, estará ahí, agazapado, esperando a que dejes de pensar en ti mismo y, entonces, saltará sobre ti. Y te habrás enamorado.
- ¡Buenos días, América! Aquí Jimmy Knowlton cabalgando las ondas como cada mañana para traeros la mejor música de ayer, hoy y siempre. Esto es ¡La máquina del tiempo! Acabamos de escuchar Tarot Woman, canción interpretada por un enérgico Ronnie James Dio y que nos transporta a la era dorada del hard rock y el heavy metal. Corría el año 1976 cuando el grupo Rainbow lanzaba al mercado su segundo disco, Rising, todo un éxito de ventas. Y nuestro invitado de hoy tiene mucho que ver con Rainbow y la música de los 70 y 80, tenemos con nosotros a Oliver Booth, líder de una de las bandas que más fuerte están pegando en el panorama musical actual, Bizarre Outsider. Bienvenido al programa, Oliver.
- Gracias, Jimmy, es un placer estar aquí, he crecido con tu programa y ¿Por qué no decirlo? Eres responsable de mi afición por la música, así que parte de mi éxito te pertenece.
- Vaya, espero que me lo agradezcas con un porcentaje de tus ventas [Risas] Bien, hablemos de tu último álbum, el que realmente ha catapultado la carrera de tu grupo ¿Qué es para ti Mindblaster?
- Bueno, Jimmy, es una difícil pregunta, Mindblaster es el resultado de mucho trabajo y esfuerzo. Es un intento por traer a la juventud actual la música con la que crecí, el rock de los 70 y 80, como tú bien has dicho. Seré sincero contigo, Jimmy, los grupos de ahora hacen una música de mierda… ¿Puedo decir mierda en este programa?
- Ya lo has hecho, hijo [Risas]
- Se han perdido los valores de una generación que vivió por y para la música, vivimos en un mundo en el que casi toda la música es fabricada en masa por un ordenador ¡Los músicos se han convertido en tipos que aprietan botones! Yo he querido lanzar un salvavidas a esos jóvenes que desean despertar, eso es Mindblaster, Jimmy.
- ¡Wow! Demoledoras declaraciones, sin duda. Pero háblanos del contenido del disco, porque al escucharlo parece que quieres contarnos una historia.
- Así es, Jimmy, se trata de una historia que me contaba mi padre cuando era pequeño, cuentos de niños, ya sabes. ¿Sabes, Jimmy? Mi padre y yo nunca nos hemos llevado bien, siempre intentó encorsetarme en unos estudios que no hacían más que cortarme las alas. Mindblaster es una parodia de eso que era tan importante para mi padre, es en realidad un mensaje para él ¡Jódete, viejo, he triunfado a pesar de que intentaste joderme! [Risa histérica]
- [Silencio incómodo] Errr… ¡wow! Te has ganado un descanso, os dejamos con otro temazo de Judas Priest que pegaba fuerte en las listas de éxitos en 1980.
***
Jimmy levanta el brazo derecho mirando a través de la ventana de aquella especie de pecera en la que estamos metidos. Mantiene el brazo levantado unos dos segundos hasta que una luz roja que hay encima de la puerta se apaga por fin, entonces se quita los auriculares, los deja sobre la mesa y se toma unos segundos para masajearse las sienes. Va a decirme algo, lo sé, estoy seguro, pero no sabe cómo hacerlo. Yo estoy como un flan, y además no dejo de sudar, hace un calor horrible en aquel sitio, además es agobiante ¿Por qué los tíos de la radio siempre están metidos en un sitio así? Para estar más tranquilo tamborileo con mis dedos en la pierna, pero la otra no se está quieta… maldita sea, me va a hablar, que me habla, que me…
- Mira, hijo, vamos a hacer una cosa ¿Quieres? Me vas a dejar que lleve yo la entrevista – me dice como si fuera mi padre.- ¿A qué viene esa mierda de tu padre? ¿Sabes cuánta gente escucha este programa? – abro la boca pero no me deja hablar.- ¿Y sabes a cuántos les interesa tu mierda de historia? – vuelvo a intentarlo pero no me deja.- A ninguno, joder, a nadie le importa una mierda que te lleves mal con tu padre ¡Que le jodan! – me señala con el dedo.- ¡Y que te jodan a ti también! Ya estás contando alguna historia de cómo te follaste a una puta cuando estabas hasta el culo de cocaína o te puedes ir por dónde has venido ¿Has entendido?
Me quedo pasmado con lo que me dice aquel viejo gordo y calvo, ese tipo es la némesis de todo amante del heavy metal, en lo que ninguno desea convertirse. Atrás quedó su larga melena, su hambre de rebelión, su cazadora de cuero… tengo claro que prefiero morir antes de verme convertido en eso. De repente me da un asco terrible, tanto que me entran arcadas. La cara del tipo es un cuadro cuando se da cuenta de que estoy a punto de vomitar y se levanta a toda prisa para acercarme una papelera. Echo la pota, a la mierda los huevos revueltos del desayuno y esa mierda de café que me habían servido, al menos la camarera tenía un buen culo, una pena que ni siquiera supiera quién era yo.
Vomito algo más que el desayuno, vomito toda la mierda que le tendría que haber dicho a aquel tipo. No debí haberme dejado convencer por los chicos, “Es el mejor programa de radio del condado” me habían dicho, “Tienes que ir, Oliver, es nuestra oportunidad” habían dicho también. Y tenían razón, pero ya sabía yo que algo saldría mal, estaba cagado de miedo. Lo mío es componer canciones, hacer actuaciones, vivir la vida, no tengo alma de político, no sé venderme. El caso es que vomito también mi minuto de gloria y mando a la mierda todo el esfuerzo… así soy yo.
- ¡Joder! ¡Me cago en la puta! ¡Contrólate, chaval! – dice él, con la mayor cara de asco que he visto nunca.
- Lo siento, tío – es lo único que soy capaz de decir, mientras me limpio la barba con la manga de la camisa.
Se levanta y abre la puerta, después le tira la papelera a alguien que pasaba por allí y se dispone a cerrar la puerta. Enseguida se lo piensa mejor y la deja abierta, mejor que se ventile un poco la pecera. Vuelve a sentarse y empuja la silla hasta donde estoy yo para hablarme con confianza… ¡Yo no confío en ti, gordo hijo de puta!
- Escucha, no pasa nada, te has colocado antes de venir, es normal, yo también lo hago – me dice el tío ¿Cómo demonios podía saberlo?- No tienes que estar nervioso, tú haz lo que te he dicho y ya está – me da una palmadita en la espalda y sonríe.- Porque como me jodas el programa te juro que te arranco las pelotas ¿Entiendes?
El puto gordo me acojona, me pongo blanco y asiento, no podía hacer otra cosa. Él se queda satisfecho y vuelvo a su puesto, se coloca de nuevo lo auriculares y se dispone a continuar con el programa. Yo estoy decidido a hacer lo que me ha dicho, aún no he tirado mi minuto de gloria, todo puede aún salir bien, los chicos estarán orgullosos de mi y lo celebraremos esta noche con una fiesta loca… Pero justo cuando la luz roja se enciende, me doy cuenta de que no lo he vomitado todo, algo aún se me ha quedado atragantado y está deseando salir…
***
- Bien, bien, bien… pues después de este momento musical regresamos con Oliver Booth, que nos estaba hablando acerca de su último disco. Dinos, Oliver, ¿Cómo llevas el tema de ser famoso? Seguro que las fans más jovencitas se te tiran a los pies, ya sabes a lo que me refiero [Risa babosa]
- Si, Jimmy, ya lo creo, pero fíjate que también hay algunas fans de la vieja escuela, tu ya me entiendes… Las mejores son las mujeres de los rockeros veteranos ¡Oh, Jimmy! Eso sí que son curvas, ellas sí que saben follar al ritmo de una canción… Como tu mujer, Jimmy, ¡Menuda zorra tienes! [Risas… sólo Oliver se ríe] ¡Ah! ¿Qué no te lo ha contado? Pues no veas como la chupa cuando pones Iron Maiden de fondo, se vuelve loca… ¡Ah! ¿Qué a ti no te lo hace? Debe ser porque eres un puto gordo seboso calvo y arrugado que seguro que no eres capaz de encontrarte la polla…
- Estás muerto, chaval [Sonido de una silla al volcarse]
- ¿Te crees mejor que yo? ¡¿Te crees mejor que yo?! ¡Eres una mierda! ¿Te enteras? ¡Una puta mierda!
[Corte abrupto de la emisión]
***
Espero impaciente a que coja el maldito teléfono. Menos mal que en aquel pueblucho de mierda todavía quedan algunas arcaicas cabinas de teléfono, porque esos cabrones me han jodido el móvil. Me duele la mandíbula, el gordo pegaba fuerte, eso hay que reconocérselo. Le doy dos golpes al cristal porque estoy muy nervioso y necesito que coja el puto teléfono.
- ¡Joder! Menos mal que estás ahí… Si… Si… ¡Ah! ¿Lo has escuchado? ¿Y qué te ha parecido?... Si, es cierto, me he pasado un poco… Bueno, tampoco exageres, se lo merecía… No, no, no… tío, no, no te portes como si fueras mi padre otra vez… ¡No me jodas!... ¿Y eso qué más da?... Vale, vale, sí, estaba colocado ¿Estás satisfecho?... Necesito que vengas a buscarme, tío… Gracias, no sé qué haría sin ti, Nat…
Cuelgo, salgo fuera de la cabina y me lio un canuto, aún tengo un largo rato hasta que llegue.
Estoy sentada en la cama, escribiendo en este diario que desde que vine de Egipto había dejado olvidado en uno de los cajones de la mesita de noche, hace ya tantas semanas.
Pero hoy he soñado con serpientes. Con "aquellas" serpientes.
Son las cuatro de la mañana y está lloviendo fuera, las gotas golpean fuertemente en la ventana y el aire suena furioso, es lo que tienen los inviernos en París, pero Shawn duerme a mi lado como siempre, tranquilo y relajado, ajeno a mi pesadilla. Mejor así, no lo quiero preocupar y que piense que tengo estos sueños muy a menudo porque no es así, solo quiero recordar lo bueno de todo aquello, lo que nos une a ambos, lo que nos une a los demás. Todo lo positivo en definitiva. Nada de miedos, no tiene sentido. Bastante tiene él con su nueva entrevista de trabajo mañana en la que espero que tenga suerte, es lo único que creo que necesita para sentirse totalmente a gusto y cómodo en París. Diga lo que diga, no le gusta sentirse el amo de casa y esperar a que sea yo la que traiga siempre el dinero a final de mes, aunque ya le he dicho que no hay ningún problema por mi siempre que él se sienta a gusto en mi ciudad. Y conmigo. Me encanta ver como duerme, es la inocencia en persona.
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Tanto tiempo sin escribir y ahora dos días seguidos…
¡Lo consiguió! ¡Consiguió el trabajo!
No ha podido esperar a contármelo y ha ido al Museo. Ha entrado como una exhalación, gritando, en la sala donde todos estábamos trabajando concentrados en silencio, asustando a todo el mundo incluida a mí que no sabía qué pasaba. ¡Solo un portazo y gritos! En ese momento, al ver la cara de todos mis compañeros lo hubiera agarrado del cuello de la chaqueta, que le obligué a ponerse esa mañana para la entrevista, y lo hubiera sacado de allí a rastras, pero él ha sido más rápido y ha abortado cualquier intento de silenciarlo al lanzarse hacia mí en su carrera, agarrarme en sus brazos, y levantarme del suelo apretada en un fuerte abrazo que casi me deja sin respiración mientras no dejaba de gritar de alegría y reírse. ¿Cómo enfadarse con él? Creo que eso es imposible, nunca lo conseguiré. Ni yo ni nadie. Aún recuerdo perfectamente las sonrisas de mis compañeros…y ya me estoy imaginando que tendrán tema para meterse conmigo en las próximas semanas.
Nos hemos ido a cenar a un sitio maravilloso. La comida excelente, el lugar delicioso, el vino insuperable. Después hemos paseado por la orilla del rio tranquilamente mientras dejábamos volar la imaginación de lo que sucederá en su futuro aprovechando que la noche se había despejado. Sé que está un poco asustado, aunque es incapaz de reconocérmelo, pero debería saber que es un libro abierto en cuanto a emociones. Tal vez lo sabe, y tal vez por eso no me lo dice con palabras porque lo que es su cuerpo lo grita con cada gesto. Pero sé que lo hará bien y pondrá todo su empeño en ello, porque es lo que necesitaba, es lo que quería. Trabajar con su cámara de fotos y viajar al mismo tiempo, tal vez incluso le encarguen algún trabajo en su tierra, Le Figaro es importante, es su sueño, y por fin lo ha conseguido. No se puede ser más feliz que yo esta noche.
Solo un detalle ha enturbiado esta noche maravillosa. Vuelvo a estar despierta. Esta vez no han sido las serpientes, ni nada malo, pero después del sueño me he despertado y lo recuerdo perfectamente, de hecho, acabo de volver a la cama después de levantarme para comprobar si el esenciero está en su sitio o no de nuevo. Sé que es imposible, pues nunca volvió conmigo, pero el sueño era tan vívido... La imagen de él, el olor que desprendió al abrirlo… lo había olvidado, pues nada huele igual a aquel olor que desprendió su interior, pero sí, ahora lo recuerdo como si lo estuviera oliendo en estos mismos momentos... Huele en la habitación, huele la casa entera. !Está en todos sitios! No entiendo porque ahora tengo que soñar con esto ni oler ese olor tan característico, no hay nada en la casa que huela de esa forma, ni siquiera que se le aproxime….¿me habrá sentado algo mal en la cena? ¡Es tan raro!
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Y no hay dos sin tres, diario. ¡Estoy embarazada!
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De repente, algo suave y húmedo se posó tentativo sobre el hombro de Charlotte, buscando algo.
-Ahora no... es pronto aún...¡Lárgate a la cama! –dijo sin poder dejar de mirar de reojo y sonreír. Miró su reloj solamente para comprobar que aún era temprano- Por pedir que no quede ¿eh, pequeño?
Dejó a un lado la tableta en la que estaba leyendo su regalo de cumpleaños. Veintiocho años ya, ¡qué barbaridad! Aunque realmente no se sentía con esa edad, sino más pequeña, aunque... ¿¡a quién le importaba!? Había sido toda una sorpresa recibir aquel regalo una semana antes porque siempre había querido tenerlo, desde que supo que su madre lo tenía e intuyó lo que podía estar escrito en el, pero nunca lo había pedido, aunque nunca había ocultado sus ganas de que llegara a sus manos. Y ya era la cuarta o la quinta vez que lo leía desde que lo había recibido por correo electrónico, convertidas decenas de hojas de papel en un personal e íntimo documento pdf. ¿O sería la sexta tal vez? ¿O la séptima? ¡Qué más daba! ¡Era tan interesante!
Pero ahora la reclamaban. Y no podía decir que no.
Le prestó atención a lo que había junto a ella, bueno, más que junto, sobre ella, sobre su hombro para ser más exactos. Una cosita pequeña, no más grande que un simple huevo, totalmente peluda, con una cola más larga que su propio cuerpo y un par de ojos enormemente grandes, negros y redondos que le suplicaban por la siguiente toma de alimento.
-Aún es pronto–le repitió pasándose a la pequeña cría de lémur a su mano y acariciándola con cuidado para no asustarla. Enseguida, como si algún tipo de señal hubiera sido gritada al aire, cuatro crías más aparecieron de la nada. Una de ellas se encaramó a su cabeza, otra se quedó quieta en su hombro y las otras terminaron en su mano junto a la primera-¡Vale! ¡Vale! ¡Ya lo pillo! –dijo con aire resignado mientras sonreía y se encaminaba a zona que había a pocos pasos de donde estaba sentada en el pequeño puesto de estudio, lo cual implicaba a una silla y una mesa plegables.
Las pequeñas crías comenzaron a moverse inquietas cuando vieron su alimento, y saltaron a la mesa que tenían dispuesta como lugar de alimento conforme Charlotte les llenó el pequeño plato con la dosis adecuada y la distancia fue suficiente para que pudieran saltar sintiéndose seguras. Charlotte se aseguró de que todas comían sin problema antes de volver a su sitio y apuntar unas breves reseñas en su ordenador que permanecía encendido en la mesa.
“Doce semanas, todo perfecto. Comen y se relacionan bien, están sanos, sin muestras de ningún problema de salud incipiente. Ya piden el alimento, lo reconocen y escogen a discreción lo que más les gusta de lo que se les ofrece. Pero ya andan buscando su propio alimento, las he observado esta mañana, no tardaran en dejar de venir aqui y valerse por si mismas”. Mientras grababa el documento, su mano libre se deslizó en busca de la tableta para seguir leyendo.
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Hoy nos han dicho que será una niña. Sé cómo se llamará, porque siempre me ha gustado ese nombre. Charlotte. Shawn me ha dado su visto bueno y nos hemos ido de compras a petición suya. Quiere buscar una casa más grande para ella, con jardín donde pueda jugar cuando sea grande y una habitación de juegos para los días lluviosos. No he podido resistirme, me ha encantado la idea y mejor ahora que cuando no pueda moverme. ¡Estoy gordísima ya!¡Como estaré dentro de unos meses!
Han desaparecido los sueños, aunque el olor del esenciero aún permanece a mi alrededor, cada vez más sutil, más leve. Creo que desaparecerá en algún momento y entonces lo echaré de menos. Se lo comenté a Shawn y ha intentado buscar una explicación coherente para ambas cosas pero creo que es imposible encontrar una explicación que no nos devuelva a Egipto. Me gusta pensar en aquello, me gusta el olor. Me gustaría que ella también fuera capaz de olerlo ahora y recordarlo en el futuro. ¿Será capaz de oler lo que yo huelo? No lo creo.
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Charlotte sonrió, recordando el piso de soltera de su madre, el que le habían dejado para ella desde que se quiso independizar cuando empezó a ir a la universidad. El que ahora era su base central de movimientos, llena de posters de animales, esquemas, libros, revistas de biología…. Una leonera. Su madre ponía el grito en el cielo cada vez que entraba allí a causa del desorden reinante, pero su padre siempre reía detrás de ella y le hacía gestos a escondidas de que no le hiciera caso. Y pensar que allí habían pasado juntos los primeros meses de su relación. Se le hacía raro pensarlo.
Pasó varias páginas hasta que encontró otro día que le traía muy buenas vibraciones mientras que su nariz se arrugaba al respirar hondo y llegar hasta ella los dulces y suaves efluvios de la caca de lémur. Estaba segura de que aquel esenciero olía a todo menos a aquello. Suspiró con fuerza, tendría que dedicarse un rato a la limpieza de aquella zona. Pero después. Aún quería releer otros párrafos.
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Acabamos de llegar a casa. ¡Los tres! Es pelona, se pasa el día entero durmiendo y ¡es tan pequeña! Me da susto cogerla y a Shawn también, vamos a tener un problema como no nos acostumbremos. Somos capaces de enfrentarnos a Umayma y sus secuaces…pero incapaces de coger a esta pequeña. ¡Increíble! No se lo contaremos a nadie o se reirán de nosotros. La semana que viene vienen a casa nuestras dos queridas parejas: Xavier y Halima, y Sofia y Harold. Les pedimos que viniesen porque quería estar acompañada los últimos días, que imaginé serían muy pesados, y aún creen que estoy a falta de un par de semanas para dar a luz. No les hemos dicho nada de que ya somos papas, de que Charlotte tenía ganas de conocernos a todos y ha venido antes de tiempo ¡Será una sorpresa!
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Charlotte levantó la vista para vigilar a las crías de lémur que formaban parte del proyecto en el que estaba trabajando en aquellos momentos en Madagascar. Al principio también había tenido miedo de manipularlas, cuando les salió el pelo la cosa mejoró y ahora ya había dejado de ser un problema. Pero podía llegar a entender a sus padres. Leer aquel párrafo le hizo recordar una cosa.
Minimizó la aplicación que usaba para su trabajo y se conectó a internet, abriendo el Skype inmediatamente.
Ambos estaban conectados, pero no disponibles. Sonrió. Eso significaba que no estaban en mitad de la nada luchando por ser los primeros en conseguir un buen reportaje, eso significaba que estaban a salvo. Abrió el grupo en el que los tenía a los dos y escribió un pequeño mensaje para cuando pudieran leerlo.
Cita:
Sí, los echaba de menos. Hacía tiempo que no se veían, desde que ella vino a Madagascar hacia ya cuatro meses, pero aquel proyecto le encantaba aunque estuviera tan lejos de sus padres y sus amigos. Increíblemente, el estar separados geográficamente nunca había sido un problema para que la amistad que nació con la de sus padres germinara en ellos y mantuvieran el contacto hasta la actualidad. Es más, Charlotte los consideraba sus mejores amigos y, aun en la distancia, sabía que siempre estarían allí para lo que necesitara, al igual que ella para ellos. De hecho era raro el día que no mantenían una conversación por Skype y la informaban puntualmente de todo lo que pasaba en sus vidas. Retomó el diario esperando mientras tanto a recibir una respuesta.
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Estoy triste diario. Triste y contenta a la vez. Ha decidido irse de casa, a mi antiguo ático para poder estudiar mejor. Dice que este año en la carrera tiene que tener concentración total y todas esas cosas que se dicen para minimizar el tener que decir directamente que se quiere tener independencia. Está ya en tercero de Biología y le va a las mil maravillas. Desde siempre le han encantado todos los bichos vivientes imaginables, ninguno le da miedo, así que estudiar Biología fue un proceso natural más que una elección premeditada para ella. También creo que hay algo más, algo que no me ha querido decir, y por eso intuyo de lo que se trata. Un chico. Es muy extrovertida en todo, menos en ese tema, así que casi apostaría que ha ocurrido algo que la ha impulsado también a volar de casa. Pero no creo que se trate de algo positivo, más bien creo que se ha llevado una gran desilusión, aunque solo con el tiempo conseguiré sonsacarle que ha pasado, cuando pase la tormenta y solo sea un recuerdo más. No estoy preocupada, porque es fuerte en el fondo, aun cuando tiene la lágrima más floja que he conocido y es más indecisa que un péndulo de Foucault en las cosas a las que no presta demasiada importancia o atención o la pillan desprevenida. ¡Se parece tanto a su padre y a mí!. Ha heredado la sensibilidad de Shawn, mi timidez en ciertos momentos que contrastan con sus reacciones tan abiertas en otros, es tan simple como complicado entenderla. En fin, si nos necesita, vendrá. Si no viene y quiere espacio, se lo vamos a dar. Todo tiene su tiempo y no hay que forzar las cosas. De todo hay que aprender y creo que está aprendiendo algo importante para ella.
Nos ha hablado de una beca que puede pedir este año si sigue manteniendo las notas igual de buenas. Mezclan bichos con país extranjero y no me hago a la idea de que se vaya lejos de París.
-borrones en la tinta-
Shawn ha leído el último párrafo, me ha quitado la pluma inesperadamente y me ha hecho una pregunta. “¿No hubieras ido a Egipto porque estaba lejos?”
Tiene razón. No hay que tener miedo y ella ya es mayor. Egipto nos cambió a ambos la vida, no París. ¿Quién sabe dónde está el futuro de Charlotte?
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La luz verde pasó a roja indicando que la tableta se quedaba sin batería. Charlotte, o Lotti como la llamaban familia y amigos, apagó el aparato mientras buscaba algo con lo que limpiarse la nariz y la cara, no quería que ninguno de sus compañeros la viera llorando. Por mucho que leía aquella anotación no conseguía emocionarse. Cuanta razón había tenido su madre.
-¡Como me conoce! ¡No hay quien le oculte nada!
Consiguió encontrar en uno de los bolsillos de sus pantalones de faena un pañuelo de papel ya usado anteriormente pero que, a falta de algo mejor, le sirvió para lo que necesitaba. En ese momento, un trueno sonó sobre su cabeza avisando de que la tormenta de la tarde no tardaría en dar comienzo. Prestó atención al equipo electrónico que tenía allí y lo protegió de la lluvia que no tardaría en empezar a caer, se puso el impermeable que tenía colgado de una de las ramas del árbol que tenía más cerca y devolvió de nuevo la atención a su ordenador, abriendo el programa de conexión con su oficina en Paris del Smithsonian Institute y esperó paciente a que cargara.
Lotti recordó aquel tercer curso de carrera, sus dudas respecto a aquella beca que uno de sus profesores le animó a solicitar. Aquella beca cuya solicitud vio aprobada mes y medio más tarde y que la llevó a Washington DC durante aquel verano. La primera vez que salía de casa y era para cruzar el Atlántico, todo un reto que fue una gran recompensa aún a pesar de todos los miedos y dudas que tenía antes de coger aquel avión. Pero mirando ahora en la lejanía, aquel reto había supuesto el comienzo de su carrera.
A aquella beca de verano siguió otra el verano siguiente, también en el Smithsonian pero en su delegación de Panamá. Y antes de terminar la carrera ya le habían planteado unirse a ellos ya que necesitaban alguien con su perfil en la nueva base del Instituto en París. Aceptó, aun sabiendo que aquello le supondría un esfuerzo adicional para terminar sus estudios, pero la propuesta era más que buena. La querían para hacer lo que ella quería hacer, lo que siempre había soñado, estar con animales, aprender de ellos, ayudarlos a no extinguirse.
Entró en un nuevo proyecto de recuperación de especies en peligro de extinción y a Washington DC y Panamá siguieron Costa Rica, Australia y Nueva Zelanda en una rápida espiral de proyectos y actividades orientadas al conocimiento de las especies en peligro, sus necesidades y sus posibilidades de recuperación, así como el establecimiento de las correctas actuaciones del plan de reproducción en semicautividad en su propio entorno natural, la formación de personal nativo y el seguimiento del proyecto desde París.
En aquel momento, estaba destinada a la Reserva Natural de Lokobe, en el noroeste de la isla, donde le quedaban aún cuatro semanas antes de volver a París con los resultados de su estudio, estudio que inicialmente, parecía que iba a ser un éxito gracias a aquellas crías de lémur que habían salido adelante en la primera fase del proyecto en el que estaba destinada.
Cuando el programa cargó descubrió que le habían mandado ya la documentación para la vuelta a París. Sonrió y volvió a abrir el Skype sin perder un segundo.
Grupo Omar-Estel
Cita:
Cerró ese grupo y abrió otro.
Mama-Papa-Sean
Cita:
No veía el momento de que Estel, Omar y su hermano pequeño llegaran para estar con ella esa semana. Iba a ser emocionante tenerlos allí con ella. ¡Mucho!
La tormenta tropical decidió que aquel momento era el más idóneo para comenzar. Lotti levantó la vista justo para ver como las pequeñas crías echaban a correr para buscarse un refugio lejos de los truenos entre las copas de dos de los árboles junto a los que estaban. Apagó el ordenador y lo guardó rápidamente en una bolsa antihumedad especial para evitar males mayores, tenía allí toda la documentación del proyecto y no quería que nada se estropeara. Las gotas caían cada vez con mayor fuerza, pero a ella no le importaba, simplemente tenía ojos para las maravillosa vista que tenía desde donde estaba de la bahía. Allí, en mitad del bosque tropical de la reserva, bajo el silencio de la tormenta y delante del infinito, echó de menos a los suyos, pero se sintió feliz, feliz de ayudar a que aquellas pequeñas cosas peludas en peligro de extinción siguieran andando por la isla, feliz de estar allí y feliz por saber que dentro de cuatro semanas estaría de nuevo en casa.
La llegada al mundo de una nueva criatura es siempre motivo de alegría y expectación, no solo entre la pareja que ejercerá de futuros padres si no también entre los familiares y amigos más cercanos. Todos se preparan para recibir al protagonista y este se convierte durante días, semanas, meses o incluso años en el indiscutible rey de la casa. Esto es así en la mayoría de los casos. No en el mio pues desde el principio aprendí que debería compartir mi vida con otra persona.
Al principio uno no se da cuenta, crece tranquilo y feliz en el vientre de su madre, sin presiones, hasta que un día decide estirarse un poco más de lo habitual y se tropieza con algo, o más bien con alguien. Tras el susto inicial que te llevas, ya que no esperas encontrarte a nadie más allí en mitad de la oscuridad, uno solo puede preguntarse: “¿Y este que hace aquí?”.
Es en ese mismo instante cuando comienzas a sospechar que tu vida no va a ser como la de los demás, que no vas a ser el único protagonista de la fiesta y que te verás abocado a compartir con alguien el resto de tu vida. Al principio la convivencia no es fácil, probad a compartir unos escasos centímetros cuadrados junto a alguien más y veréis como las fricciones empiezan a surgir por doquier: “Échate hacia otro lado que me estás molestando”, “Deja de pisarme el cordón umbilical”, “No te lo comas todo que yo también quiero”...
Con el paso del tiempo uno se va haciendo a la idea que deberá convivir lo más pacíficamente posible con el invitado sorpresa y es cuando oye a sus padres decir: “Mira está dando pataditas”
Y tu piensas: “¿Pataditas? Le estoy dando lo más fuerte que puedo, pero rebota”.
Al final llega la hora de enfrentarse al mundo y uno que siempre se ha comportado como un caballero educado cede el honor de salir en primer lugar al otro. Un error, cuando uno sale con el camino ya despejado se encuentra que lo reciben con una tanda de palmadas.
“Algo hizo cuando salió y me ha echado a mi la culpa”.
Por mucho que uno llore e intente explicar que no ha hecho nada, que ha sido el otro, el daño ya está ahí irreparable.
Se que a estas alturas a la mayoría la situación les parecerá insostenible, solo apta para tipos de una pasta muy especial, pero cuando uno finalmente se encuentra en el mundo real y puede abrir los ojos se da cuenta que el destino aún le tenía preparadas más sorpresas. Alguien inteligente siempre puede sacar provecho de las situaciones difíciles, se hace a la idea de que tendrá que compartir protagonismo y atenciones, pero también compartirán castigos, trabajos, juegos... y puede hacer del otro un compañero ideal.
Pero... un momento. No es “el otro”, es “la otra” ¿Una niña? ¿Se han confundido? ¿Ya no quedaban niños? ¿Alguien puede llamar a París? ¿Reclamar a la cigüeña? ¿Por qué todo el mundo parece encantado? ¿A que quieren que juegue con ella? ¿A las muñecas?
Uno no se da cuenta de repente, pero a medida que va creciendo es consciente de ciertos detalles que los hacen diferentes y se ve obligado a plantearse todas esas cuestiones, pero nadie parece ver mayor problema, claro que ellos no tienen que explicar a sus compañeros de colegio el porqué va vestido igual que una niña. Ese problema es recíproco, porque ella tiene exactamente el mismo problema con sus compañeras, son este tipo de situaciones las que de alguna forma te unen un poco más si cabe a tu compañera inseparable a lo largo de los años.
Como buenos hermanos lo compartíamos casi todo y no fue hasta la adolescencia cuando tuvimos nuestros propios cuartos separados. Aunque los dos lo negaremos, siempre echaremos de menos aquella primera etapa en la que compartíamos habitación, a pesar de ser esta un continuo campo de guerra dividido por una línea de cinta americana que delimitaba la zona que pertenecía a cada uno. Después trasladamos las discusiones a los pasillos, el baño y cualquier otra estancia que tuviéramos que compartir para sufrimiento de nuestros padres que no creían merecer tan terrible castigo. A pesar de eso, en líneas generales no les dimos muchos problemas en la niñez, alguna que otra trastada infantil inevitable pero nada que no fuera típico de dos hermanos que se pasan la vida juntos.
Esa es la difícil vida de tener una hermana melliza como Melyssa, aunque el embarazo y la niñez podría no haber sido tan duro como creo recordar, siempre he tendido a dramatizar mi relación con ella. Será porque somos de caracteres tan distintos y siempre acabamos discutiendo por cualquier cosa, aunque la sangre nunca llega al río pues al final hemos aprendido a convivir juntos. Incluso diría que a pesar de estar siempre llevándonos la contraria podría considerarse que nos llevamos bastante bien.
Creo que ella se parece más a nuestra madre, concienzuda, trabajadora, constante... Yo sin embargo me parezco más a papá, acostumbrado a sacar las cosas adelante con el esfuerzo justo y a buscar primero la comodidad en los estudios o en el trabajo que a intentar esforzarme por conseguir algo mejor. Además se debe disfrutar un poco de la vida, del deporte y de los amigos, sobre todo en una ciudad como Miami con un clima tan estupendo y con grandes posibilidades de ocio en el exterior, no se puede estar todo el día pegado a los libros.
Siempre a la sombra de mi brillante hermana acabé el instituto con una buena media, lo que me permitió optar a un par de buenas universidades donde estudiar informática, algo que me apasiona, aunque no la parte teórica por la que pasé sin pena ni gloria haciendo lo justo para quitarme de encima las asignaturas más desagradables lo antes posible. Lo que realmente se me da bien y pongo empeño en ello es en la parte del hardware, ahí soy un verdadero manitas, aunque mis años de universidad me han dado unos valiosos conocimientos de programación que también utilizo de vez en cuando.
He trabajado en varias empresas como técnico de todo tipo, incluso por teléfono, buscando siempre más una flexibilidad de horario que me permitiera tener bastante tiempo libre, que una gran remuneración económica o posibilidades de ascenso. Soy cumplidor con mis trabajos, incluso no me importa estar más tiempo si estoy haciendo algo que me estimule, además odio dejar las cosas a medias, una vez que me pongo a hacer algo prefiero terminarlo.
En mi tiempo libre me gusta ir en bici, hacer todo tipo de deportes, sobre todo en la playa, aunque también salir con mis amigos a divertirme o quedarme en casa viendo una peli o frente al ordenador son planes aceptables.
Por supuesto mis míseros sueldos no me permiten emanciparme y vivo todavía con mis padres, en realidad no he sentido nunca la necesidad de instalarme por mi propia cuenta y alguien tiene que cuidar de los viejos cuando Melyssa no está en la ciudad. Nunca han sido unos padres muy estrictos y yo no les doy demasiados problemas así que la convivencia es aceptable. Además no se vive en ningún sitio mejor que en casa y con una pequeña ayuda a los gastos familiares puedo reservarme el resto del dinero para mis pequeños caprichos pues soy un loco de la tecnología y siempre intento estar a la última en ese campo.
En general soy bastante sociable, alejado de la imagen de informático encerrado en una habitación que se tenía antes, ahora no hace falta encerrarse para disfrutar de una buena conexión o de un buen terminal. Me confieso un apasionado de las redes sociales en las que soy un participante activo, es una buena forma de conocer gente nueva y mantenerse en contacto con aquellos que tienes lejos.
Soy un tipo más bien atlético, aunque no podría ser profesional en ninguna disciplina deportiva, siempre me ha gustado practicar varios deportes y no centrarme en uno en concreto, aunque a ser posible prefiero los que requieren de más gente que los que se practican en solitario.
En cuanto a mis relaciones, ninguna ha superado el año, todavía ando buscando la mujer ideal, si es que existe para mi alguna en algún lugar del planeta.
Y llegados a este punto sería injusto no mencionar a Samantha, nuestra mejor amiga y vecina desde que teníamos uso de razón. Probablemente la chica más lista que he conocido después de Melyssa y una de las pocas personas que nos conoce casi tan bien como nuestros padres (incluso seguramente sabe más de algunas cosas nuestras que ellos).
Recuerdo que cuando éramos pequeños fuimos las dos familias juntas a un centro comercial y nuestros padres nos compraron a Melyssa y a mi algo de ropa, todavía no habíamos crecido lo suficiente como para elegir personalmente lo que nos poníamos así que como era habitual acabamos con dos conjuntos prácticamente iguales, salvo que el mío cambiaba la falda por un pantalón corto. El caso es que esta vez Samantha también quiso comprarse el mismo conjunto y a todo el mundo le pareció una gran idea.
“Genial, ahora ya no iré vestido igual que una niña, iré vestido igual que dos”
Incluso alguien tuvo la genial idea de inmortalizar el momento con una foto, foto que posteriormente desapareció sin saber nadie como. Debo admitir que aún la tengo bien guardada y que con el paso de los años me hace cada vez más gracia.
Recuerdo que el día que nos mandaron al colegio a los tres vestidos igual nos ganamos el apodo de “Las tres mellizas”, por supuesto a mi no me hizo ninguna gracia, pero he tenido que vivir con ello.
Samantha siempre nos aportó equilibrio en nuestra relación pues era la que mediaba entre nosotros cuando nos enfadábamos y ciertamente resultaba siempre muy convincente, es difícil decir que no a una persona tan buen y amable.
He de confesar que al principio intenté que Melyssa y ella se convirtieran en hermanas y así quedarme yo solo y tranquilo, pero mis negociaciones con ambas familias siempre acabaron en un rotundo fracaso y más trajes iguales para los tres. Después me alegré que mi hermana y ella fueran amigas, así podían jugar juntas y yo podía jugar a cosas más de chicos... Bueno a quien voy a engañar, al final acababa aburriéndome y jugando junto a ellas, pero jugar a las muñecas o a las cocinitas no me hizo menos hombre, simplemente amplió mis horizontes como persona, por mucho que mis compañeros de colegio dijeran lo contrario.
Samantha también estudió informática, en la misma universidad que yo, aunque ella podría haber elegido otras mucho mejores pues su expediente académico era notable, pero me alegró tenerla conmigo en la primera etapa de mi vida en la que Melyssa no estaría conmigo todos los días, o al menos a todas las horas, siempre ha demostrado ser una buena amiga. Claro que Samantha si que aprovechó bien su paso por la universidad y se convirtió en una mujer importante en el mundo de la seguridad informática, asesorando a grandes empresas y diseñando software que las ayudara a protegerse de los ataques de hackers y espías, ahora mismo, la igual que mi hermana es una mujer de éxito y me alegro por ellas.
Como veréis, crecer junto a dos mujeres así ha puesto el listón muy alto al resto del personal femenino de mi vida, o al menos eso les digo siempre a las dos y las culpo de mis fracasos amorosos, aunque la realidad es que no me aguanto ni yo, como para que me aguante alguien más, al menos cuando hablamos de una relación sentimental que requiere compromiso. Pero si estás buscando un buen amigo, o alguien con el que pasar un buen rato o hacer algo de deporte yo soy tu hombre. Y siempre puedo repararte el ordenador gratis.
Buscame en cualquier red social por Mike Yaddow y mándame una invitación como amigo o para unirme a tus círculos, prometo aceptar todas las peticiones y le daré a “me gusta”, “+1”, o lo que corresponda a tus publicaciones más impresionantes.
Estel. Estel Highwater para uno de mis pueblos, Estel Highwater i Roget para el otro. Simplemente Estel para la mayor parte del mundo. Aunque es cierto que casi tengo un nombre diferente por cada uno de los que me conoce. Soy luciérnaga, mirada, estrella, soy espacio… Soy alma, abismo, observadora, peregrina, soy querida, soy maldita, soy silencio. Soy empatía, como dice Omar. Soy Highwater, soy Roget. Siempre dejo que me llamen como quieran, porque los nombres son sólo símbolos, son cristales de los vínculos… Y aunque nombrar sea apropiarse, aunque signifique posesión como entendían los egipcios, la libertad está en la aceptación. Y yo lo acepto, por supuesto.
¿Cómo no lo haría…? Al fin de cuentas, soy de cada uno de ellos. Y soy esto. Soy Estel.
Irracional
¿Mi dije…? Oh, este, claro. El ankh enlazado en la estrella pitagórica. Es un regalo de mis padres, lo tengo desde que tengo memoria... Es una pequeña representación de ambos, de su historia, que imagino que les encantó pergeñar en algún momento. Mi padre es arqueólogo, mi madre es astrónoma. Se conocieron en Barcelona, hace casi treinta años, pero fue Egipto el que enredó sus caminos a punto tal que hasta hoy día no han podido desenredarse. No, Egipto, en realidad, no, sino lo que vivieron allí. Esa experiencia marcó sus vidas. De aquello, lo sé, porque siempre lo vi en sus ojos… no hubo vuelta atrás.
Quizás por eso, después de lo que pasó, dejaron sus vidas suspendidas por un tiempo. Mi padre quería irse de Egipto, y mi madre no podía volver a Barcelona. Pasaron casi un año viajando por la ribera del Mediterráneo, asentados en pequeños pueblos costeros, recorriendo, descansando, quizás digiriendo. Luego decidieron volver, sí, pero no del modo en el cual seguramente estás pensando. Cada uno se fue por su lado. Sí, seguían juntos, pero no vivieron siempre en la misma ciudad, ni tampoco vivieron todo el tiempo juntos. Sus trabajos, sus pasiones, sus caracteres los llevaron a eso. ¿Te parece irracional? Sí, ¡claro que lo entiendo! ¿Cómo no lo haría? Pero, si los conocieras, sé que no te extrañaría lo más mínimo.
Aunque quizás te extrañaría que tardasen tanto en decidir tener un hijo, como tardaron en tenerme. Si conocieras a mi padre, verías que es EL padre, y seguramente no podrías pensar en él de otra forma, como si hubiese nacido para ello y formara gran parte del código de su espíritu. Y mi madre… Mi madre es mi madre. Lo suyo no es instinto maternal, es otra cosa, una que no sabría definir. Si alguien pudiera ponerle palabras a lo que es mi madre, eso sería un triunfo de la ciencia y de la historia.
Pero, ya ves, aquí están los dos, en este dije que regalaron a su única hija, este pequeño símbolo. Los misterios del cielo y la antigüedad, la vida eterna y la eternidad de la vida, enlazados y fundidos en uno solo. Fundidos en un mismo cuerpo, hecho con parte de ambos. Oh, sí, mis padres tienen un sentido del humor encantador, casi místico, ¿verdad? Sin duda. Quizás por eso, a fin de cuentas, fue que me llamaron Estel.
Natural
¿De dónde soy para tener este acento…? Un poco, en fin, de todas partes… Una ciudadana del mundo, dirían algunos, una definición que realmente me gusta. No creo en las fronteras, símbolos tan artificiales como arbitrarios, que no reflejan a los pueblos sino a los poderes. Nací en Catalunya, la tierra de mi madre, y viví mis primeros años en la orilla del Mediterráneo. Pero no tardé en conocer Inglaterra, la tierra de mi padre, donde también viví de a temporadas durante mi infancia. Barcelona y Londres fueron, son y serán, mis dos hogares.
Sí, siempre viví a caballo entre los dos países, desde que tengo memoria… Y también, entre muchos otros. Mi padre siempre viajó mucho, por su trabajo, y mi madre nunca quiso que me perdiera tanto tiempo de su compañía. Al punto, incluso, de dejar que viajáramos solos cuando ella no podía hacerlo.
Quizás por eso, para mí es natural viajar, moverme, como también permanecer. Del mismo modo que me es natural mantener relaciones muy estrechas a través de la distancia y el tiempo. No mucha gente entiende cómo puedo mantener amigos a los que adoro a miles de kilómetros de distancia, cómo puedo conformarme con ver cara a cara a gente que quiero tanto una vez cada año, o una vez cada dos, o tres.
¿Qué puedo decir, la verdad? Es irracional, sí, y es algo que no me preocupa en absoluto. El desasosiego que siento por no poder tenerlos conmigo en la vida cotidiana es fuerte, también, pero es sólo signo del lazo igual de fuerte que me une con ellos. Y jamás, aunque algunas veces me parta la melancolía, preferiría una vida que no los trajera consigo.
Así mantuve contacto con quienes se quedaron en cada una de mis ciudades mientras yo viajaba, o pasaba temporadas en otros sitios. Toda mi infancia, todo el inicio de mi adolescencia… toda mi vida. Lo sigo haciendo, y seguiré, porque a estas alturas dudo que suceda algo que cambie las cosas. Cada encuentro es un festejo, y cada una de sus tierras es sagrada, es parte de mí por ser parte de ellos. Así que, cuando mañana o pasado vuelva a irme, porque voy a dejar Londres en breve por un tiempo, me llevaré todo esto conmigo a otra parte del mundo.
Complejo
¿Esta foto en mi cartera, el tío tan guapo…? Omar. Ah, le encantaría escucharte preguntar eso, ¿sabes? No, no es mi pareja, no podría. Aunque sí es mi compañero… mi compañero de vida, de toda la vida, si quieres ponerle una etiqueta. Lo es desde que somos niños. Su madre es la mejor amiga de mi padre, y su padre… diría que es el mejor amigo de la mía, pero esa relación es incalificable. Quizás amigos sería algo que se quedaría corto, como se quedaría también en nuestro caso. Omar tendría algunas cosas que decir al respecto, y yo tendría unas cuantas más. Lástima que no esté aquí ahora para que le conozcas.
No sé cuándo empezó, si me lo preguntas, pero siempre fue así. Alguien podría intentar explicarlo diciendo que nuestros padres compartían vacaciones, compartían viajes, vida y afecto, y que era imposible que sus hijos únicos no compartieran algún lazo fuerte. Suena sensato, ¿verdad? Pero es mucho más complejo que eso. No es sólo que hayamos vivido casi juntos en muchas temporadas cuando era niña, cuando vivía en Londres con mis padres, o que hayamos vivido juntos muchos años mientras nos hacíamos adultos. No es que hayamos compartido, en vacaciones, en escapadas, en eventos, la mayor parte de las anécdotas que hacen a nuestro carácter y pueblan nuestra memoria. Va mucho más allá. ¿Hacia dónde, hasta dónde…? No lo sé, aunque, yo más bien me preguntaría: ¿Qué importa? Sólo podría decirte que, con él, mis límites tienden a infinito.
Cuando hace algunos años llamó para decirme que se había ido de su casa, cerré Barcelona y me fui a Londres. Creo que él nunca supo del todo cómo fue que me aparecí allí, ni que dejé el semestre de la universidad a medias para radicarme allí donde él estaba. Fue una temporada densa, oscura, un abismo que marcó el pase de una a otra era cuando al fin se tendió el puente entre ambas orillas. Si en algo no habíamos crecido antes, lo crecimos en aquel tiempo. Si en algo nos convertimos, es consecuencia del paso de aquella temporada blanco y negro a esta, al mundo nuevamente a color.
No quiero decir con esto que no hubieran más temporadas. No suyas, es cierto, pero sí hubo mías. ¿Por qué voy a negarlo, si son parte de mí? Aunque, oh, no, de verdad, no tienen importancia. Sólo fue un momento donde los pilares de mi vida, todos los símbolos que me sostenían, se vinieron uno a uno abajo. El amor es un escudo, es un puente, es un pilar… Y también es lo que en un segundo puede quitar la esperanza, la fuerza, el alma. Alma, como él me llamaba. No, no Omar, oh, Omar me llama de formas que ni se te cruzarían por la cabeza, aunque también soy culpable de hacer lo mismo. Me refiero al hombre del que me enamoré hace años. A él, Omar también le llamó de formas que ni se me hubieran ocurrido a mí.
Ah, ¿quieres reírte? Fíjate. Le divertía verme encender el fuego para los cigarrillos. Bromeaba diciendo que yo era el aliento que encendía su fuego. Supongo que es por eso que, cuando se fue, me quedé con su mechero.
Imaginario
¿La cámara…? Una Lumix, sí, exacto, de las que ya se ven habitualmente. Siempre me ha gustado más el acabado digital de principios de siglo que el de ahora, aunque creo que ninguno puede superar a la fotografía analógica. Mira la diferencia de esa imagen con esta otra foto… La sacó hace tiempo otro fotógrafo, el padre de la pelirroja que aparece a mi lado, Charlotte, quien es como una hermana para mí. Él alentó a que me regalasen mi primera cámara, cuando yo era muy niña, supongo que para que dejara de intentar toquetear la suya. Ahora, a la distancia, pienso que si se la hubiese roto… me hubiese muerto. Sin escalas. Cielos.
Sí, adivinaste. Soy fotógrafa. Desde hace mucho tiempo, como pasión, y desde hace bastante menos como forma de ganarme la vida. No, claro, no es lo que estudié en la universidad… aquello es mi otra pasión, y la media aritmética entre mis padres. ¡Me tomarías por loca si supieras qué es…! Pero me dedico a la fotografía… a intentar capturar en un cuadro las emociones humanas, inmortalizar los acontecimientos, capturar la imagen del mundo. Porque lo que vemos es sólo una ilusión óptica de lo real, o del sueño, es sólo el fenotipo del universo. Detrás, como un manifestado misterio, yace el verdadero código genético del mundo. Imagen, códigos, símbolos.
Siempre fui una descabezada capta-todo, lo admito. Charlotte, de hecho, fue una de las primeras personas que compartió mi pasión. Ella es una amante de la naturaleza, de los animales, y aquello es una de las fuentes más grandes de imágenes que puede pedirse. Ella observaba, yo fotografiaba. Y a día de hoy seguimos haciéndolo, de hecho. No sé cuántas veces he ido a una de sus misiones en defensa de los animales, a fotografiarlos en su hábitat natural... Sí sé cuántas veces he terminado cayendo de un árbol por no saber cómo bajar una vez subida. ¿Qué voy a hacerle? El impulso es más fuerte que la razón… Y yo me dejo tentar por él con todo gusto. En esto, y en tantas otras cosas.
Si no hubiese sido así, jamás hubiera vivido tan intensamente esos años irrepetibles en compañía de Omar, allí, en un tiempo que a algunos se les podría antojar de imaginario. Cada experiencia de esas fue un ladrillo más de aquella pared de vida que construimos, y que se cristalizó en nuestro piso en las decenas, innumerables fotos que plagaron la pintura blanca a través de los años. Era aquel espejo en el cual él se miraba, en el cual nos mirábamos, para abrazar no la utopía, no el deseo, sino el recuerdo, el punto arquimédico que pisábamos… el suelo que nos sostenía, la vida que habíamos construido.
Porque las fotografías, a fin de cuentas, no son más que la memoria hecha cuadro.
Real
Siempre quise captar para después compartir. Hacer gritar lo que yace en silencio. Por eso hace tiempo que trabajo lado a lado con Omar, que es periodista… ahora, corresponsal de guerra. Sí, exactamente. Si hay horrores, si hay silencios, si hay sombras en este mundo, la mayor parte de ellas están encerradas en la sangre en la tierra, en los ojos de la gente que lucha y padece la guerra. Las palabras calan hondo en la mente, sedimentan en el inconsciente como las ideas, y aferran el corazón como una asfixia. Pero las imágenes… dicen todo aquello que las palabras no alcanzan a describir.
No, no me arrepiento de nada… Aunque añoro tantas cosas, y creo que podría haber hecho muchas otras de diferente manera. Quisiera que otras tantas fuesen de otro modo, y la frustración por no haber podido alcanzar algunas de ellas jamás se irá de mis venas. Pero, como a veces dice mi madre, que decía hace tiempo un cantautor de su tierra… Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio. Y eso no es una oda a la desesperanza. Es un elogio hacia la vida, y hacia el continuar adelante.
Ahora, adelante tengo un viaje inminente y un destino incierto. Vamos hacia el corazón del horror humano, a mirar a la muerte a los ojos y tratar de resistir la locura. ¿Estamos locos? ¿Eso crees? Sí, quizás lo estamos. Mi padre quizás también lo estuvo cuando se metió solo y sin equipo a aquella Mastaba que acababan de abrir luego de milenios. Mi madre quizás también lo estuvo cuando decidió quedarse en Egipto con él y entregarse a lo que acabó viviendo. Pero eso es lo que nos ha traído hasta aquí… Lo que me ha traído hasta aquí. Esto tampoco tiene remedio.
Pero no te preocupes por mí, por favor, anda... No, no creo que estés haciendo un número, pero no pongas esa cara, por favor, ¡no pasara nada! Y nos veremos a la vuelta. No sé cuándo, pero lo haremos.
Porque, nunca lo olvides: soy una fotógrafa, no una terrorista.
Paseaba de un lado a otro, nerviosa, mordiendo sus uñas y mirando por la ventana cada dos minutos. Su cuarto era un desastre. Libros y folios cubrían la cama, el suelo y su escritorio. La tablet, que su hermano le había regalado hace poco, no paraba de trasferir archivos y al final un pequeño sonido-maullido la hizo quedarse inmóvil por un momento. El azul de sus ojos menguó, invadido por las pupilas que se dilataron motivadas por el extremo interés. Acababa de recibir la copia de un examen que, por primera vez no había estudiado... El miedo la invadía y el ruido lejano que hacía una alarma de coche, la trajo de vuelta a la realidad. Se despertó sudando y jadeando con aquel horroroso recuerdo en su mente.
- Hey, Samantha... Ya sé que es tarde pero... Sí, ya sabes, os echo mucho de menos... ¿A Mike?... se lo diré mañana... lo llamaré mañana... ¿Recuerdas lo que pasó la última vez que le llamé a estas horas de la madrugada? empezó a reírse con ganas, sí... me confundió con una de sus ex y no paraba de decirme que deberíamos ser amigos por mucho que lo echaba de menos...
¿Quién es la que tuvo el sueño y quiénes son Samantha y Mike? Mejor empezar por el principio...
Había una vez un joven y un día conoció a una bella mujer que llegó a ser su esposa... Bufff, demasiado bla bla bla, vamos a adelantar un poco...
El día que Melyssa y Mike nacieron, fue el día más feliz... para sus padres, pero ella y su hermano no estaban seguros de por qué eso significaba felicidad. Lo averiguaron más adelante, pero ya llegaremos a esa parte. ¿Cómo podía ser bueno tener a alguien con quien pelearte la mayoría del tiempo? Con su hermano las peleas estaban aseguradas. Le tiraba del pelo y en cuanto ella se iba a por él, para vengarse, corría en los brazos de papá para conseguir protección, el cobarde... Si ella quería un juguete él iba a por el mismo aunque hasta ese momento estuviera jugando con otra cosa y si no lo conseguía le prometía el postre a cambio, pero a la hora de la verdad empezaba a llorar y decir que su hermana le había robado el preciado manjar. Que decir de cuando "secuestraron" al perro de los vecinos, con la excusa de que necesitaba un caballo para el juego de princesas, así el príncipe azul tenía más glamour al lado del gigantesco gran danés negro, su purasangre. Lo malo llegó cuando subió a la princesa encima y el bicho empezó a correr detrás de un gato. Aún tiene la marca debajo de la ceja derecha por la caída que sufrió.
El tiempo pasó y con el, la infancia, acompañada de riñas, peleas y bromas típicas entre hermanos, también de algo menos común, una amiga, como si fuera de la familia, que siempre conseguía traer paz al grupito. Eso la llevó a ser una empollona, pasando horas estudiando, además de ser una víctima constante de sus bromas. Llegó a conseguir todo lo que se propuso, pero se perdió toda la diversión de la que su hermano disfrutó plenamente, constantemente, sin tener otra preocupación en la vida. Y este era otro gran problema: que su hermano era un vago que desaprovechó su vida y sus capacidades.
Puede que incluso el actual trabajo se lo debiera a esos momentos de la infancia. Como su hermano hacía lo posible para librarse, ella juntaba pruebas para demostrar su culpabilidad. Cuando le regalaron a su madre, las flores que recortaron de las cortinas nuevas, demostró con la eficiencia típica de una niña de cinco años, que su fuerza no era suficiente para hacer el trabajo, mientras que su hermano no tenía problema. Además, ella no hubiera puesto nunca la flor pequeña en el medio, quedaba feo... La bromita acabó como todas, con su padre llevándolos a tomar un helado.
Entre risas y bromas, llegaron a ser adultos, por lo menos ella y Samantha, quienes eran plenamente independientes. Mike seguía viviendo con sus padres y no había sacado ni el carné de conducir, tenía otras prioridades. El propósito de Melyssa, era demostrar que era la mejor y con ese concepto llegó a ser la jefa de un laboratorio de criminalistica. La manía que tenía con los detalles, la obsesión de aprovechar cada momento, cada oportunidad, todas las cosas que en su vida privada la hacían una difícil persona, una rara, en el trabajo le abrió muchas puertas, ahí era la mejor.
Ya hace dos años que vive y trabaja en Las Vegas, la vida privada no cambió mucho, siguió siendo una solitaria perfeccionista, pasando más de 12 horas en el trabajo, ignorando la vida fiestera que tenía lugar a su alrededor, pero sorprendentemente, siempre admirada e invitada a eventos y reuniones. Puede ser por sus conocimientos, por su aspecto o por estar rodeada de gente influyente, pero, a pesar de sus rarezas, seguía siendo una persona muy popular, siempre lo ha sido. Aunque eso no bastaba, ella solo veía sus defectos y si no tenía, se los inventaba. Seguramente podría mejorar en algo cada día.
En su vida sentimental, hubo algunos novios formales, otros amigos especiales, pera nadie definitivo. También tenía la duda, de si el beso entre ella y Samantha, era solo uno que tuvieron para celebrar su primer trabajo. ¿Pasó por la alegría desbordante, el abrazo efusivo? Nunca hablaron de ello, tampoco le dieron importancia, pero estaba ahí, lejano, con su mezclado sabor a coco y fresa, suave y delicado. En las relaciones de pareja, no ponía tanto interés para ser feliz, como ponía para aparentar serlo. Igual que su vida, exagerada apariencia que hacía que la verdadera felicidad se le escapara entre los dedos...
Ahora estaba de vacaciones, como de costumbre las pasaba en casa, con su familia, acompañada alguna vez de alguno de sus pocos novios, pero aprovechando al máximo el tiempo, para repasar los momentos felices de su infancia. Ahora entendía a sus padres y lo que era la felicidad, ahora llegó a echar de menos a su hermano, a la cafetería cutre donde solían tomar el desayuno, antes de salir a hacer algo de deporte. Echaba de menos las tonterías que hacían, las bromas que le gastaba Mike, las broncas y las palabras conciliadoras de Sam. Pero estas vacaciones tenían algo más, algo que todavía no había confesado a nadie... Le habían ofrecido un puesto en el laboratorio de criminalistica aquí, en Miami, solo quedaba pasar la prueba con el psicólogo, prueba que la aterrorizaba, y la entrevista con el que iba a ser su único jefe.
Hace tiempo estalló un conflicto entre Siria e Irak, que calificar de bélico sería muy generoso. La escalada de violencia y horrores inauditos lo convirtió en el sitio perfecto para que, un año atrás, un importante grupo de comunicación enviara como corresponsales de guerra a Omar y a Estel. Estuvieron medio año en el conflicto, rotando de ubicación pero sin salir de la zona. Hasta que llegó el día en que el destino los encontró al lado de una explosión, y los fragmentos del fuego alcanzaron a Estel en el hombro hiriéndola de gravedad. Estel fue apartada de Omar, sacada del campo de guerra y trasladada a un hospital en país neutral, con el brazo derecho casi inútil. A aquel episodio le siguió una larga convalecencia, primero, y una dura rehabilitación después de meses.
Desde aquel día en la guerra, al momento del inicio de la partida habrán pasado unos seis u ocho meses. Charlotte y Sean saben todo esto desde más o menos que sucediera, por supuesto, y habrían estado en contacto permanente con ellos, ya sea vía Skype futurista o en persona.
Apunte vital de Estel y Omar que por ahora sólo conocen los Dunne.
Logró llegar a la habitación del hotel con su dignidad intacta, y ya desde el ascensor anduvo descalza con sus peep-toes favoritos en cada mano, y el tacón roto en el bolso. No sabía por qué pero estaba calmada, como si no acabara de conocer a su futuro jefe en una circunstancia un tanto bochornosa. Y no un jefe cualquiera, no. Era uno de los grandes.
<<Samantha, soy tu madre. Llámame>>, leyó el mensaje de texto al entrar en la habitación.
Era la única notificación desde que había puesto su móvil en silencio para la entrevista, y lo hubiera pasado por alto si no fuera porque su madre apenas contactaba con ella. Ahora mismo lo único que quería era tomarse un baño espumoso mientras disfrutaba de una copa de vino, y si estuviera en casa prepararía alguno de los platos franceses de las clases a las que acudía. De todas formas la copa de vino y el baño iba a resultar de lo más relajante, aunque como siempre ocurría, cuando se sumía en la calma, su mente comenzaba a analizar los acontecimientos recientes con una exactitud asombrosa...
- Su expediente académico es impresionante, y curioso... Comenzó en la Facultad de Miami y logró matricularse Cumlaude por partida doble en el MIT -dijo sin apartar la vista del CV- El Dr. Harrison la cataloga como "una mente brillante repleta de innovación", y eso es precisamente lo que buscamos. Debo añadir, que al igual que usted, participé junto al Dr. Harrison en un proyecto y sé que no es dado a cumplidos.
El entrevistador, uno de cuatro, la miró de reojo evaluándola, tal vez, por el aspecto que tenía. Samantha no encajaba en el perfil visual de informático desaliñado, era más como una bibliotecaria o profesora con aquellas lentes retro y melena rubia recogida en una cola de caballo. Su estilo, una mezcla entre Vintage y Señorita Rottenmeier (como a veces se burlaba Mike), era su seña de identidad. Hoy en día no muchas mujeres tenían la soltura para lucir aquellas faldas coquetas, y en su caso los pantalones eran ocasionales.
- Su trayectoria profesional es bastante destacada, y ojalá pudiera hablarnos de algunos de esos proyectos pero ya me han informado que firmó contratos de confidencialidad. Dígame, ¿por qué no sigue en alguna de estas compañías tan importantes? -Señaló para sí la lista de compañías escritas en el papel.
- Los proyectos a los que fui asignada concluyeron y no me atraía quedarme quieta a la espera de uno nuevo. En mi opinión, una compañía que depende del mercado para innovar comete un grave error. Es al contrario, por eso estoy aquí -Ésto sí que lo recordaba con exactitud pues lo había ensayado hasta que resultó natural-. Stevenson Eterprises innova, y eso es lo que busco.
Luego de unas preguntas bastante sencillas sobre conocimientos y capacidad de trabajo en equipo llegó la más extraña pero, hoy en día, indispensable pregunta: "hablemos de usted. ¿Cuáles son sus intereses en la vida?", había dicho como si nada. En menos de dos minutos (que lo había cronometrado), y entre quinientas y seiscientas palabras, debía ser convincente. Sabía que era la persona indicada para el puesto, incluso había modificado los pocos perfiles en la red que tenía por si eran revisados. Francamente, cuando lo hizo se decepcionó un poco... ¿Dónde estaban las fotos alocadas? ¿Dónde aquellas visiblemente bebida? ¿Dónde en las que estaba sujeta a un "caballero andante" o una "princesa en peligro"?
En aquella retahíla de palabras que intentaban plasmar su personalidad, intereses y pasiones apenas mencionó lo importante. Comentó que era una trabajadora consumada y apasionada, pero no que había descubierto lo apasionante de su trabajo cuando tuvo a Mike y a Melyssa, sus más queridos amigos, lejos. Había hablado con seguridad pero sin soberbia, pese a que cada peldaño en su trayectoria profesional fue logrado con esfuerzo y gran mérito. Plasmó su interés por el desarrollo y dejó bien claro que adoraba ser un "ratoncito de laboratorio", pero no con esas palabras. Sin duda alguna era una mujer entusiasta, y racional. Pero Samantha, Sam para los amigos, era mucho más...
En quinientas palabras no podía expresar lo reconfortante que era leer un libro romántico en la terraza de su apartamento en Miami, frente al mar. Ni comentar que debía mantenerlos desapercibidos en las estanterías porque seguro que Mike se burlaría, mientras que Mel preguntaría cuán detalladas eran las escenas de sexo. Tampoco tenía tiempo para hablar de sus pequeñas pasiones: amante del vino y la buena comida, últimamente francesa. Por no mencionar, y por su puesto que no podía, las innumerables incursiones a "ciertas compañías". ¿Hacker? Más bien curiosa y pasional a la hora de destapar verdaderas ilegalidades. Pero ella no era una heroína, simplemente suponía un reto atravesar los sistemas de seguridad que, curiosamente, era su especialidad diseñar.
...
Cuando salió de la bañera era una perfecta pasa, por lo que casi se toma un litro de agua para recuperar los líquidos perdidos. Menos mal que sólo había llevado una copa de vino o tendría un dolor de cabeza impresionante. Sin quitarse el moño que se hizo para tomar el baño se puso el albornoz y se sentó en la cama, haciendo a un lado los papeles desperdigados sobre ella. Cogió su móvil...
- Hola, mamá. ¿Qué ocurre? -Fue directa al grano. Ninguno de sus padres era propenso a realizar llamadas por el simple hecho de saber cómo estaba su hija, así que algo estaba ocurriendo.
- Samantha, ¿por qué los Yaddow saben que estás en New York y yo, que soy tu madre, no? -dijo con aquel tono sabelotodo que nada bueno presagiaba-. Y encima no respondes al móvil.
De nada serviría una explicación, y si Ben y Anne sabían dónde estaban es que los gemelos se lo habían dicho; pues no había dudado en comentarles que iba a realizar la entrevista.
- Mamá, salí a las carreras y fue a Mike y a Melyssa a quienes avisé. Ya sabes que ellos son muy cercanos a sus padres -Toma indirecta-. Pero dime, ¿ocurre algo? -Cruzó los dedos poniendo toda su fe para que su madre no diera vueltas y vueltas como un buitre sobre el animal herido porque ella se sentía "dolida".
- Shanon tiene un... problema -Ahí estaba, la Barbie de su hermana pequeña había sacudido sus pestañas para que todos bailaran al ritmo que ella marcaba-. Obviamente no puedo decírtelo por teléfono, así que cuando regreses pasa primero por casa.
- ¿Problemas como: "te juro que alguien me puso algo en mi refresco porque yo no conduzco bebida"? -El silencio al otro lado era tan esclarecedor como una afirmación, pero ya estaba harta de pretender ser la hija perfecta de padres intransigentes e insatisfechos. Había corrido mucho riesgo haciendo que destruyeran las pruebas de alcoholemia cuando, aprovechando que su empresa se estaba encargando de actualizar el nuevo software en el Departamento de Policía, se había colado en el sistema para borrar la deshonrosa mancha-. Mamá, Shanon es mayorcita y yo no voy a hacer nada que ponga en riesgo mi trabajo. ¡Ah!, ¿te he contado que conseguí el trabajo? Gracias por preguntar, es bueno saber que también te preocupas por tu otra hija -Pero su madre tenía la última palabra en todo, o más bien fue la más rápida en colgar.
- ¡Joder, cuánto drama! -Casi chilló entre aquellas paredes.
Dejó el móvil a un lado y se frotó las sienes sabiendo que tendría que echar mano a una aspirina. Por casualidad, y con una pícara sonrisa alzó los datos, hackeados, que habían sido enviados con una pésima protección a la sub-contrata que recopilaba a posibles candidatos de todo el país.
- Intereses personales alrededor de 500 palabras -leyó un extracto de la hoja-. ¿En serio? ¿Quinientas palabras? ¿Es eso posible? Cada vez son más entrometidos en las entrevistas, pero no me extraña que estén buscando un experto en seguridad informática porque la suya deja mucho que desear -Volvió a sonreír-. Chica mala. Eres una chica mala - ¿Debería compartir aquella travesura con los gemelos?
Sam se moría de ganas por quedar con ellos. Reír. Hacer payasadas. Hablar de su vida íntima, aunque escasa. Simplemente estar juntos y comprobar si aún existía esa chispa entre ellos, esa que ninguno se atrevía a mencionar tal vez por miedo. Pero ella era una mujer que no estaba estancada en lo tradicional. Simplemente amaba a las personas por ser interesantes, divertidas, apasionadas... Tal vez no podía estar con sus amigos ahora, pero la tecnología era maravillosa. Apoyando la tablet en su regazo se dispuso a chismorrear un poco.
<<Mel, tengo el trabajo>>, escribió. <<Mi madre es idiota. La Barbie se ha metido en problemas y la ratoncita de su hermana nació por el simple hecho de sacarla de apuros>>.
Mañana haría algo de turismo y comería en algún buen restaurante. Ya tendría tiempo de evaluar su vida.
<<Casi derramo un café encima de mi nuevo jefe. Está para chuparse los dedos, hablo de mi jefe. Fue amable teniendo en cuenta que me abalancé sobre él cuando se me rompió el tacón de mis preciosos peep-toes azul petróleo. Sí, mis preciosos zapatos... Will, porque me dijo que le llamara así (que rico), es muy amable e informal, y está para mojar pan y chuparse los dedos. Pero tranquila, tú y Mike sois mis dos grandes amores. Aunque tengo un gran corazón, y si Will se dejara... En fin, de sueños se vive. Llámame cuando tengas tiempo. Te echo de menos>>.
Dejó la tablet sobre la mesilla y descansaría un poco antes de acudir al bar del hotel, del que sabía tenía una buena reputación. Estaba ansiosa por ponerse aquella ganga de 40$ que había encontrado en un rastrillo Vintage, perfectamente combinable con sus Prada negros de tacón alto.
- Esto es entre vosotras y yo: -dijo a sus zapatos cuando se levantó a por ellos- sois los mejores 530$ que he invertido en toda mi vida -Y sonrió como una tonta ante las posibilidades, pues si Doroty tenía sus zapatos rojos de lentejuelas ella tenía sus sexys negros de Prada-. Ya, ya... Tonterías, pero soñar es gratificante.
Se colocó los zapatos y a punto estuvo de quitarse el albornoz y quedar desnuda ante el espejo, pero había algo entre sexy e informal reflejado ante ella. Lástima que el pronóstico para esa noche, como otras veces, fue una boca incapaz de cerrarse a tiempo para evitar poner en evidencia a más de uno con sus conocimientos. Las cosas claras: Sam no era una rubia tonta, pero a veces lo deseaba.
- Espejito, espejito... ¿Quién es la más sexy de ésta habitación? Y cuidado, que cojo la silla y te hago añicos -Una risa falsamente malvada se transformó en una llena de alegría al tiempo que ponía una canción de James Blunt: You're beautiful.
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La silueta de un hombre se desdibujaba en el horizonte, desapareciendo progresivamente, a medida que la pequeña Nefissa corría, intentando alcanzarla. Sus pequeñas manitas se alzaban, desesperadas, y las lágrimas corrían por sus mejillas.
Gritaba sin voz, y el hombre no escuchaba. El hombre solitario, que continuaba su camino perdiéndose en la nada, haciendo caso omiso al reclamo infantil que le llamaba desde la lejanía. El hombre perdido. Su padre.
Le perdía de vista, y caía al suelo, raspándose las manos, sollozando. Y la mujer que era ahora Nefissa también lloraba, despertándose al escuchar sus propios sollozos.
Otra vez. El mismo sueño que cada cierto tiempo se le repetía desde el día en el que su padre, Zahí, decidiese que lo mejor era dejar a su hija al cargo de otras personas. Con los años, aparecía en intervalos más largos de tiempo, pero a pesar de eso, el efecto en ella seguía siendo igual de intenso. La dejaba temblorosa y con las mejillas húmedas, la hacía sentirse horriblemente sola.
Se levantó de la cama, y encendió la luz de la mesita de noche. Se enfundó en el batín de seda rosa que descansaba sobre la silla, frente al tocador de su habitación, y se miró al espejo, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
Suspiró hondamente, y tomó entre sus manos el portarretratos que descansaba junto al espejo. La imagen que había en él, hizo que a pesar del mal sueño, sonriese. Ella y Fadil, poco después de que llegase al hotel de sus padres para quedarse definitivamente allí, bajo el amparo de sus tios.
Recordaba cómo había sido todo al principio. Recordaba el miedo y la soledad, y cómo aquel niño que era Fadil entonces siempre intentaba hacerla reir, o rabiar lo suficiente como para que olvidase cualquier otra cosa.
Nefissa aprendió a quererle en muy poco tiempo. A querer protegerle y cuidarle como si fuera su hermano. Y desde entonces ambos se habían mantenido muy unidos, a pesar de que los años les hubieran hecho tomar caminos diferentes, convirtiéndole a él en un hombre de negocios, y a ella en una mujer políglota, medianamente versada en relaciones internacionales.
Pero el cambio entre ellos no se resumía sólo en haber tomado distintas decisiones con respecto a sus futuros. No. Todo había comenzado a cambiar desde que la niñez fue evaporándose para dar paso a un abrupto viaje hacia la adultez, en el que sus cuerpos cambiaron irremediablemente, diferenciándose de manera más acentuada. Durante aquel viaje, los sentimientos de Nefissa también evolucionaron.
Fadil se había convertido en un hombre carismático y atractivo, además de en un buen partido para cualquier mujer. Aquello, y el hecho de que ella le conocía de una forma mucho más cercana, y sabía que tenía un buen corazón se había convertido en la combinación necesaria para hacer que Nefissa le mirase con otros ojos. No con los de la hermana que había sido siempre, sino con los de una mujer anhelante, que aún no se había atrevido a confesar sus verdaderos sentimientos por miedo a un nuevo abandono que sabía, no sería capaz de soportar.
Fadil no era Zahí, eso era cierto. Y en el fondo, sabía que Zahí nunca deseó que ella fuese una mujer desdichada. Deseaba su bien, como hija suya que era. Pero a efectos prácticos la había abandonado, por unas razones que nunca había llegado a comprender del todo.
No sabía qué podía haberle ocurrido a su padre exactamente. Qué clase de eventos podían ser capaces de hacer que un padre decidiese alejarse de una hija que a todas luces le necesitaba, y si bien los primeros años que se vio apartada de su lado no dejaba de preguntarse una vez tras otra los motivos y e incluso llegaba a culparse por su abandono, con el paso de los años había ido enterrando su angustia, sepultándola en algún lugar de su mente que se despertaba en ocasiones, cuando el resto de su cuerpo dormía.
Zahí se había convertido en un extraño al que visitar cada cierto tiempo. Un extraño por el que sentía cariño, pero al que no sabía si considerar su padre, después de todo.
Aún así, conservaba y atesoraba todos los recuerdos que le quedaban de aquellos años en los que todo “estaba bien”, y casi sin darse cuenta, había erigido en ella misma una personalidad que era consecuencia directa de su tradicionalismo y sus enseñanzas.
Aunque las fotos viejas que guardaba parecían sacadas de un tiempo remoto e inexistente, se resistía a desprenderse de ellas, y las guardaba como pequeños fragmentos de la vida que creyó tener una vez.
Nefissa volvió a mirarse al espejo. ¿Se consideraba aún capaz de encontrar, en su propio rostro, el rostro de su padre? Sin duda había rasgos en ella que eran iguales a los de su progenitor, pero era algo más lo que buscaba. Algo que cada día se difuminaba más.
Y en el fondo, no lo lamentaba. Nunca había despreciado a Zahí abiertamente, y nunca se atrevería a hacerlo, pero, por Alá, debía admitir que jamás podría perdonarlo por haberla dejado sola. Por haberla hecho sentir huérfana cuando realmente no lo era. Por no haber estado ahí en tantos momentos importantes de su vida, por no haber sostenido su mano para levantarla tras caer, por no haber ido a consolarla cuando las pesadillas la asaltaban por las noches.
Un relámpago llenó de luz blanquecina la habitación, indicando que se avecinaba una tormenta. Nefissa se acercó presurosa a la puerta de cristal de la pequeña terraza de su habitación, y la cerró, antes de que el viento o la lluvia comenzasen.
¿Se encontraría bien Fadil? Cuando ambos eran pequeños, en noches como aquella, él siempre acudía a su habitación, y se metía en su cama, asustado, buscando su consuelo. Las tormentas le aterraban. Y seguramente aún le causaban cierto nerviosismo, pero que acudiera ahora a su habitación, no iba a tener el mismo significado que antaño. En el fondo, deseaba que lo hiciera. Pero temía lo que eso pudiera acarrear.
Suspiró, y volvió a meterse en la cama, para intentar volver a dormir, llevando el portarretratos de su tocador consigo, colocándolo sobre la mesita de noche. El sueño se mostró esquivo durante un rato, mientras de nuevo la habitación se iluminaba, y los truenos se oían a lo lejos. Sin embargo, la visión de la foto en la mesita, la fue tranquilizando, y poco a poco consiguió quedarse dormida, con una sonrisa, esperando que, esta vez, no la sobresaltase la figura huidiza de su padre.
¿Lo primero que recuerdo?
Esa pregunta no la esperaba. ¿Seguro que no te interesa más una foto sin camisa?
¿Alguien se acuerda de lo primero que recuerda? Es decir, ¿cómo sabes cuál de tus recuerdos es el primero? Si me concentro en ello, me puedo ver corriendo en calzoncillos por el desierto, un hombre caminando detrás de mí, supongo que papá, pero no soy capaz de visualizar su rostro. Me puedo ver en la escuela, llorando a moco tendido al mismo tiempo que me mojo los pantalones, frente al resto de niños; aunque no tengo la menor idea de cuál es la razón de todo aquello. Recuerdo más momentos, instantáneas prácticamente, carentes de principio o final. Pero no voy a aburrirte con ellos.
¿Cómo sabes siquiera cuál de esos recuerdos es real? La verdad, es posible que los haya fabricado mi mente, tejiendo retazos de otros momentos, e interpretando algo más o menos coherente de ellos; o entrelazándolos con ficción; o inventándolos. Ha pasado tanto tiempo que la diferencia entre lo que es real y lo que no lo es se ha difuminado.
Así que saltaré todos esos años. Dicen que son fundamentales para la formación de la personalidad, pero quién puede fiarse de “ellos”. Yo, desde luego, no.
¿He contestado a tu pregunta? ¿No?
Era de noche, hacía frío fuera, y en nuestras habitaciones del último piso, mamá, papá y yo estábamos los tres juntos, en el sofá. Allí no hacía ningún frío, al contrario, estábamos sudando. Papá me pidió que apagara el climatizador. A pesar del calor, estaba tan a gusto que no quería levantarme, así que giré la cabeza para pedirle a mamá que lo apagara en mi lugar. Ella sonrió, miró a papá y le dijo, “cariño, apaga el climatizador”.
¿Te vale como primer recuerdo? No, no me preguntes quién lo apagó finalmente. No me acuerdo de más.
Respondida tu pregunta, me toca a mí. ¿Te viene mejor que te lleve a cenar el viernes o el sábado?
Es cierto, me has sorprendido. Pero no porque volvieras a escribirme, sino porque tardaras tanto en hacerlo.
Así que quieres continuar el juego. No, no me gusta hablar de mí, ya lo sabes, así que supongo que es una forma de conocerme poco a poco. Aunque conocerme de una vez, de otra forma, es mucho más gratificante, como espero haberte demostrado.
¿Eres una de esas personas que saben lo que querían ser desde que eran unas niñas adorables? Yo no, y no porque no fuera una niñita adorable, sino porque cambiaba de opinión más que de ropa interior. Y me la cambiaba a diario, porque me obligaba mi madre. Semejante desperdicio de agua para limpiar cada día unos slips que se podían llevar perfectamente durante una semana. Más aún si se les daba la vuelta.
Un día quería vivir la romántica vida del transportista por carretera de largas distancias; solos yo, la carretera y mi camión contra el mundo. Otro día quería ser científico, a veces uno específico, como físico teórico, y otras algo general; solos yo y el laboratorio contra el mundo. Otro más, quería ser periodista de sucesos; solos yo, mi grabadora y mi cuaderno de notas contra el mundo. Creo que no hace falta seguir para que te hagas una idea, ¿verdad?
Un día incluso quería ser terrorista. A papá casi se le cae la mandíbula al suelo. No deberían dejar a que los niños vieran a un tipo de aspecto intimidatorio dando un discurso capaz de acojonar a los poderosos del mundo.
Es mi turno de preguntar. El viernes, ¿cenamos antes para guardar las apariencias, o nos olvidamos de ellas y vamos directamente a la habitación?
¿Echa de menos el aire un hombre atrapado en el lecho marino?
Mi primer amor. ¿Y si no he tenido primer amor? ¿Y si fueras tú? ¿Te darías por satisfecha con esa respuesta?
Tenía catorce años, y me había embarcado en la aventura de descubrir mi propia sexualidad. Como es habitual en los adolescentes, y siento ser tan crudo, suponía pasarse mucho tiempo con el miembro en la mano.
Una mujer de largo cabello moreno, exuberante hasta detenerse al borde del abismo del exceso. Todavía recuerdo su nombre, Olga Lublin. La ducha de su habitación se había estropeado, y el hotel estaba completo. Aunque había unas duchas públicas en el gimnasio, mi tío le permitió usar la nuestra, mucho más cómoda.
Yo no sabía nada. Volvía a las habitaciones después de jugar, entré al baño como una tromba, y me di de bruces con aquel despliegue de voluptuosidad en todo su mojado esplendor.
También tuve un primer amor de carácter más romántico. ¿Era eso a lo que te referías? Por una vez voy a ser generoso, y te voy a dar dos respuestas.
Fue después, mucho después. Ya no era un adolescente. Lo que hubo entre el episodio de Olga y este enamoramiento fue solo sexo y amistad, pero esta vez me quedé prendado. Yo tenía veinte años, y ella un par más.
Cantaba y tocaba el piano en un bar al que solía ir con algunos de mis amigos, los viernes por la tarde. No era hermosa, no me llamó la atención hasta semanas después de conocerla por primera vez. Pero era intensa y apasionada, todo lo contrario a mí, que había abandonado todos esos sueños infantiles para elegir el camino que me había dejado pavimentado la familia.
Y fue un amor no correspondido; a su manera, tanto como el de la húngara. Esa pasión suya que me había hechizado, la dirigía hacia otro hombre.
Espero no haber descabezado el mito. Tu encantador y apuesto Fadil Jannan no es el as de corazones que aparenta.
Mi pregunta esta vez, ¿en tu habitación o en la mía?
Esa pregunta es difícil de responder. Pero es mi juego, y mi culpa por mostrarte mi pequeño mundo, así que debo responder, aunque seré parco en palabras.
Murieron, ambos, en un accidente de tráfico. No es necesario que pidas disculpas, no podías saberlo. Además, ha pasado mucho tiempo de aquello; media vida.
Tardé años en superarlo. Puede que todavía no lo haya hecho del todo.
Papá era un gran hombre. Médico, profesor en la universidad, muy respetado por mucha gente, no solo en la comunidad médica y académica. Pero yo lo recuerdo como el hombre que se sentaba con mamá y conmigo en el sofá en invierno, tapados con una manta que no necesitábamos, y nos pasábamos horas hablando.
Mamá era una gran mujer. Diferente, sin embargo. Era muy joven cuando se enamoró de mi padre, y aunque terminó los estudios, no llegó a ejercer. Se pasaba las horas pintando, con acuarelas, óleos, carboncillo… siempre técnicas manuales, nada digital. Era muy tradicional, ambos lo eran. Aunque sí exponía sus trabajos en internet; tenía varios miles de seguidores en Facebook. Todavía tiene muchos, aunque hace años que dejé de actualizar su página.
Y por eso viste esas fotos, y esa vieja butaca, y vivo en el hotel.
Una de las ventajas de vivir en un hotel es el servicio de habitaciones, ¿prefieres que esté todo preparado cuando llegues o que pidamos durante la noche?
No esperaba volver a saber de ti, después de tu boda. Sí, me enteré, como tú; me lo dijo nuestro amigo común. ¡Enhorabuena!
No has podido resistirte, ¿verdad?
¿Es el mejor hotel de Egipto? A ti no te puedo hablar como un comercial. No lo sé, pero es magnífico; me gusta llamarlo “mi pequeño paraíso”. Cuando estuve allí por primera vez, siendo guiado por laberínticos pasillos excavados en la misma roca del desierto, sentí como si fuera transportado a una época pretérita, más pura. Ese lugar estaba impregnado de magia, ejercía sobre quienes se adentraban en él un poder de seducción telúrico.
Cuando presenté el proyecto a los accionistas, lo hice con el temor de que el lujo y la tecnología le arrebataran esa fuerza primigenia. Un temor infundado, como ha quedado demostrado.
No creo que llegue a cansarme de ese lugar nunca.
Esta vez, por consideración, mi pregunta será distinta: ¿quieres conocer mi pequeño paraíso?
Éramos conocidos como la British Royal Navy. De aquellos tiempos hacen ya diez años...
Katty Simons. La única de los tres que verdaderamente era británica. Se mudó a París cuando su padre fue nombrado director de la División Francesa de la empresa Land Rover. Su pelo era tan rubio que reflejaba la luz del sol. Ella decía que si brillaba debía de ser cosa de su "champoo", así, con un acento inglés que llamaba la atención. En su currículo: la chica de clase que mejores notas sacaba; la chica de clase que primero empezó a usar sujetador; la chica de clase que me dió el primer beso; y, aunque a esa edad es difícil identificar los sentimientos, la chica de clase que hizo que me enamorase por primera vez.
"Johnson" o "Johnson el Negro". En realidad tenía un nombre y un apellido medio zulús que solo Katty Simons lograba recordar y pronunciar correctamente. Para mí siempre fue "Johnson". Su padre era un reputado abogado en Ciudad del Cabo, que se trajo la familia a París cuando firmó por un bufete legal de aquí. Tenía bastantes problemas con el francés, así que la mayoría del tiempo que pasaba en la escuela estaba pegado a Katty hablando en un inglés fluído que yo no lograba entender. Sus notas eran bajas en humanidades, donde las preguntas requerían comprensión lectora. En matemáticas rivalizaba con las notas de la mismísima Katty Simons. En educación física era el número uno, muy por delante de mí.
Y yo. Sean Todofuego Dunne. Aunque por aquel entonces era Sean Minitroll Dunne, el hazmerreír de la clase, con mi excéntrico pelo anaranjado y mi, por aquel entonces, baja estatura. En una ocasión, al llegar a clase, encontré este llavero en mi pupitre:
Nunca supe quién fue el graciosillo, pero el mote me quedó hasta que llegué a la universidad. Siendo francés de nacimiento, el único motivo por el que acabé enrolado en la British Royal Navy fue porque el resto de chicos de clase se metían conmigo, así que los otros dos marginados me aceptaron. Supongo que debería estar agradecido al idiota del llavero minitroll, Katty y "Johnson" eran unos amigos geniales. Ahora que lo pienso, quizás aquello no fue una broma... Puede que alguna chica enamorada de mí en secreto me lo dejara como regalo con toda la ilusión del mundo. De niño no imaginaba el tirón que tenían los pelirrojos.
Todo cambió a raíz del caso Brigodeau. René Brigodeau era el chico popular de la clase. El segundo en gimnasia tras "Johnson" y el segundo en notas tras Katty Simons. He de reconocer que el chico era un crac. Carismático, gracioso, encantador con sus compañeros. Toda mi vida me he esforzado por ser como él. Salvo en lo de las notas... siempre hay que saber mantener parte de tu personalidad en algo. Además, la de las buenas notas en mi familia siempre fue cosa de Lottie.
El caso es que René, en un acto intrépido para mostrar su osadía ante toda la clase (o llevado por las hormonas, o porque ella le gustaba de verdad), le tocó una teta a Katty Simons. Eso fue como declararle la guerra a la Armada Británica. Comprendedlo: "Johnson" y yo nos vimos en la obligación de defender el honor de la Reina de Inglaterra.
Por aquel entonces no estaba de moda pegarse a guantazo limpio. En los Juegos Olímpicos de París 2024, uno de los deportes de demostración fue el parkour. Luego, en las olimpiadas de 2028, no tuvo continuación, pero en Francia el furor que causó fue extraordinario. Creo que todos los niños de mi generación lo fliparon en colores pegados a la televisión. Y después de los Juegos, hubo un montón de películas francesas de acción con persecuciones de parkour, y eso también reforzó la imagen de este deporte en las grandes urbes francesas.
Así que la cosa fue así... Por haberle tocado una teta a una amiga nuestra, retamos a un duelo de parkour a René Brigodeau. Visto en perspectiva, debimos darle unos sopapos y ya está, ¿pero cómo íbamos nosotros a saber que aquella historia tendría semejante desenlace? Fue un duelo por equipos, dos contra dos, ya que "Johnson" habría ganado en un uno contra uno, y como participase yo en su lugar, habríamos perdido de calle. Así que un dos contra dos. René escogió como pareja a un chaval que ni siquiera recuerdo como se llama. Recuerdo la cara, eso sí, y que tenía origen magrebí, pero el nombre lo he olvidado. Vamos a llamarle "Zidane", porque era bastante bueno en fútbol.
Allí estábamos: "Zidane", René, "Johnson" y yo, más media docena de compañeros curiosos que incluían a Katty Simons. Tras mucho negociar, acordamos que la salida sería frente al café Gouttier, a dos calles del colegio. La meta estaría situada en el parque Saint Phillione. Katty y otras dos niñas más, salieron hacia Saint Phillione mientras René y "Johnson" planificaban durante media hora más cuál sería la ruta que uniría esos dos puntos. "Johnson" lo hizo bien, sabía que con mis corta piernas no podía saltar mucho. Al final, René aceptó no pasar por obstáculos muy altos a cambio de alargar el trayecto zigzagueando por un par de callejuelas más, lo que perjudicaba mi zancada, pero también la resistencia física de "Zidane".
Primera ronda. Orden de salida: "Johnson", "Zidane", René, Sean. Es decir, "Johnson" y René eran las liebres y "Zidane" y yo los perseguidores. No era mal emparejamiento, y lo más seguro era que nadie pillara en la primera ronda, con lo cual todo se decidía presumiblemente en la segunda ronda. Un compañero cronometró las salidas, y cada treinta segundos salió uno de nosotros. Cuando tocó mi turno, con el aroma a churros del café Gouttier en el aire, salí con todas mis fuerzas. Por Katty y su sacrosanta teta. Aún así, ya había perdido a René de vista.
No importaba. Seguí corriendo, saltando y dando volteretas con todo mi ímpetu. No sé que ocurrió, quizás la historia de la liebre y la tortuga, o quizás René se paró para ayudar a una ancianita a cruzar la calle. El caso es que al girar la esquina en el callejón Roulette, vi la espalda de René. Torció por las escaleras que daban al parque através de un túnel con pintadas y olor a pis, con una barandilla en medio para que la gente mayor pueda subir sin caerse.
Verle de nuevo me insufló más energía. Casi me como la barandilla en lo alto de las escaleras. Me apoyo para saltar con todo mi cuerpo hasta la otra mitad del túnel, y mis pies pisan la pared, cogen impulso y aterrizan cuatro escalones más abajo. Y después... quizás para ponerle nervioso y que supiese que estaba allí, con mi aliento en su nuca, grito su nombre.
Auffff...
René salía en esos momentos del túnel. Solo tenía que cruzar el empedregado y pisar la acera del parque Saint Phillione y se habría salvado. Estaba muy reñido. Y al escucharme tan cerca, mira atrás con cara de sorprendido. Después se cruzó la moto, llevándose a René por delante. Mi mente no puede creerlo. Mis pies bajan el último escalón. No miré a mí derecha, al cuerpo de René. Solo podía mirar al frente, a las caras de horror de un grupo de niños y niñas de tan solo once años. Me quedé parado un buen rato, a los pies del túnel. Es lo que los médicos conocen como estado de shock.
Recuerdo retazos de lo que pasó después. Las luces azules del coche de atestados... La camilla subiendo con René a la ambulancia... El olor a canela de la ATS que me pasó la manta por encima de los hombros, hablándome para que volviera en mí...
Pero lo que me hizo volver, fue un comisario con cara de ogro, gritándome a mí en la gendarmería por practicar parkour y cruzar las calles sin mirar. Me meé en los pantalones. Y no fue lo peor. Cuando mis padres vinieron a buscarme... Recuerdo a mi madre llorar del disgusto, y a mi padre serio y sin dirigirme ni una sola vez la palabra. Charlotte, como buena mezcla genética, lloraba como mi madre, sin lograr articular palabra como mi padre.
Nada en comparación con lo de René, claro. Era un empedregado, zona semipeatonal, y la moto no iba muy rápido. Gracias a eso, los médicos consiguieron mantenerle con vida diez días más. Quise visitar a René al hospital, pero mi padre, con buen criterio, me dijo que allí estaría la familia Brigodeau, y que lo que menos necesitaban era verme.
Aquel fue el fin de René Brigodeau. También el fin de la British Royal Navy. El bufete del padre de "Johnson" quería establecer unas oficinas en Estados Unidos. Creo que su padre se ofreció al puesto para llevarse a "Johnson" de todo aquello. El director de Land Rover Francia mandó a Katty Simons a un internado inglés. La despedida fue muy emotiva, y obtuve mi primer beso, pero esa es otra historia y sería obsceno contarlo en esta especie de panegírico a René. Mis padres solo me cambiaron de colegio. Estoy orgulloso de cómo me ayudaron a sobreponerme de la culpa.
Hubo meses más tarde una denuncia contra el motorista, lo que me obligó a subirme a un estrado como testigo, y narrar cómo el cuerpo de René se dobló con el impacto, como si no tuviese huesos, y era arrastrado por la fuerza de la inercia a rebufo de la moto. Los peritos demostraron que la velocidad del motorista era la adecuada para la vía, que aquel pobre hombre no tenía visibilidad para ver a alguien que saliese del túnel corriendo, que aún así frenó la moto poco antes de arroyarlo. La acusación fue desestimada, y el odio de los Brigodeau se volvió de nuevo hacia mí, el chico del que su hijo huía en un estúpido juego mortal.
Relato de Estel Highwater y Omar Echenique.
GUERRA
Omar corrió entre los restos de vehículos carbonizados y escombros, su cámara siempre encendida, su piloto rojo titilando para registrar cualquier elemento que despertara el sentido común de un mundo que había dado la espalda a aquel conflicto irracional y absurdo. Tras él, la sombra furtiva de Estel le seguía. Las respiraciones de ambos, jadeantes, se simultaneaban, en un batir armónico capaz de haber movido galeras romanas llenas de esclavos. Omar se detuvo, sentándose, la espalda contra lo poco que quedaba del muro de una casa que algún día contuvo risas y alegría y que ahora solo era un cascarón vacío, con cenizas, ladrillos desparramados y lo que parecía ser un brazo de muñeca semifundido. Se retiró de la boca la tela del palestino con el que se cubría y pese a todo, sonrió a Estel, aunque su mirada, encerraba un duelo que era idéntico al de su compañera.
-Esta noche whiskey. He conseguido una botella de Rémi, el francés de Le Figaro. Y algo de hachís. De Abdul.
Agachada a su lado, y apoyada en la pared, Estel se quitó de la cara un palestino gemelo, que no sólo la protegía del polvo y cenizas si no también de las miradas. Jadeó buscando vida, se obligó a toser contra el brazo para no tragar más destrucción, y respondió con una sonrisa que tampoco compartían sus ojos. Hacía meses que no lo hacían, salvo a destellos como estrellas fugaces. Aquel era un luto constante que no cesaba, que no cedía, que se alimentaba a sí mismo a cada instante y cada vez escupía más terror y desgracia.
Miró hacia atrás, al camino que habían abierto sus huellas, que parecía la misma alfombra roja del infierno.
- Vamos a necesitar un poco más que una botella, bastante más que algo de hachís. Y yo diría que también necesitaremos a Rémi y a Abdul, para completar - respondió, una sonrisa cómplice de reojo mientras levantaba la cámara - Porque este frío que siento, no sé a ti, pero a mí no me lo va a quitar ni un whiskey ni un cigarrillo.
- Lo sé – fue la escueta respuesta de él a la necesidad de algo de calor humano. La mutua compañía era una tabla de salvación que a lo largo de meses había sido duramente puesta a prueba. Solo su amistad de milenios, su mutuo conocimiento, la sabiduría de cuándo hablar y de cuándo callar, de cuándo dejar solo y de cuándo abrazar, habían conseguido que aquel infierno fuera sobrellevable. Pero había algo más. Un frío que se había ido instalando, subrepticio y silencioso, en sus vísceras, en su alma, en unas entrañas cada vez más encogidas. Así se habían entregado con una pasión no desenfrenada a una comunión sexual con otros compañeros en idéntica situación. Un club de almas rotas que hallaban bajo las sábanas un instante de paz, de normalidad, de goce en medio del lejano retumbar de explosiones, fuegos y lamentos. Y en una atmósfera cargada con el olor del tabaco, del hachís, del licor y del sexo reciente podían aspirar a vivir un momento casi irreal de cotidianeidad que las primeras luces del alba se encargaban de romper. Luces que concluían con un rápido beso, un abrazo silencioso o una puerta que se cerraba, gestos marcados por la esperanza de un reencuentro que quizá no se produjera. No había promesas, no había juramentos, quizás incluso ni esperanza real. Solo un no formulado deseo de que horas después pudieran volverse a ver en el salón del Sheraton de turno, con luces alimentadas por un tembloroso generador, alguna botella extraída por no se sabía qué conductos y la entrecomillada certeza de haber sobrevivido, si es que a aquel lento y progresivo erosionar se le podía llamar supervivencia.
Estel dio un paso hacia adelante, a un sitio medianamente descubierto. Click. El pequeño brazo de muñeca, semihundido entre las cenizas de madera, piedra y tela. Nadando en lo que parecía... Click. Una gota de sangre y fuego reflejándose en la superficie rugosa del juguete para una niña que ya no volvería a serlo nunca. Click. La sombra de Omar, su perfil en la oscuridad, parapetado como si esperase una respuesta de dioses que jamás llegarían.
Omar la vio asomarse, como tantas otras veces, disparando su cámara para embotellar sensaciones, impresiones, instantes. Solo ella era capaz de hacer tal cosa de aquel modo. Nadie lo conseguía de igual modo. Cada noche, en un ritual íntimo, ambos supervisaban las imágenes de uno y otro. Las de él, lineales, vivas por efecto del movimiento de la cámara y por la voz que añadiría después. Las de ella, impactantes, trascendentes, tanto fuera un simple muro derruido, el cuerpo ahorcado de un adolescente acusado de traición en base al cartón garabateado que colgaba en su pecho o la mujer de rostro agostado y sin lágrimas que sujetaba el cuerpo sin vida de un hijo que nació sin futuro.
-¿Oyes eso? - preguntó Estel repentinamente, bajando la cámara.
Ante su voz, los sentidos de Omar se alertaron. La intuición de Estel era la de un depredador. Oía, veía y sentía más allá del umbral propio de un ser humano, llevada por algún extraño don que él no poseía.
- ¿Qué? – dijo él, en un susurro. Sí, oía, escuchaba. El sonido del viento. Ecos de un edificio que crujía. La grava desprendida. El dilatarse del metal de un vehículo calcinado cuyas llamas se habían apagado. Pero, ¿qué es lo que ella había percibido?
Estel fue a responder inmediatamente, pero sus labios se quedaron quietos, como si la pregunta de Omar la hubiese hecho dudar. Era fácil confundir los ruidos, en aquel caos… y a veces era tan fácil no saber qué era real o qué era un sueño, porque todo lo que veían se antojaba tan inverosímil, tan surrealista, tan inconcebible que la sensación de irrealidad era perpetua. A veces el tiempo parecía quedarse suspendido y ausente, como si no hubieran pasado días sino meros parpadeos, hasta que estallaba en el medio de la cara con fuerza. Quizás se había equivocado, quizás sólo era que en la pesadilla de la vigilia confundía recuerdos con hechos. Quizás.
- Un llanto – respondió, casi sin ella misma escucharse –. Cerca. Un niño… O… o puede ser un gato. O quizás es el viento – agregó, buscando con los ojos algo que no veía, y que esperaba con toda el alma no ver –. Joder, espero que sea el viento.
Aquella esperanza se hundía en la miseria, mientras su mirada reflejaba el polvo. Apoyó la cámara en el borde de la rodilla y tosió por lo bajo, sintiendo el corazón en un puño, sus palpitaciones como un reloj macabro.
- No lo sé… No alcanzo a darme cuenta desde aquí, collons.
Su mirada se esparcía por los alrededores, pero volvió pronto a Omar, y permaneció unos segundos en sus pupilas, esperando que él separase la realidad de la ficción. Había una leyenda en su rostro, que podía leer con claridad. Quería ir a buscar.
El murmullo de una respuesta teñida de una falsa esperanza confiada en el eco de un viento engañoso, chocó con el exabrupto y con la expresión del rostro de Estel. Su propia respuesta fue un extraño sonido, mezcla de carcajada ahogada en desesperación y gemido de tos fruto del polvo en suspensión. Y como siempre en aquellas circunstancias, se tomó su tiempo, un tiempo que robaba para ella, para que reflexionara un mínimo, para que no se lanzara a la boca del lobo, para que no fuera ciega a las puertas del infierno, dispuesta a saludar al mismísimo Satanás con un corte de mangas.
Omar dejó la cámara a sus pies y rebuscó en los bolsillos de su chaleco. Sacó un arrugado paquete de chicles mentolados y ofreció uno a Estel, al tiempo que se metía él otro en la boca. Guardó aquel preciado tesoro para a continuación sacar otro. Un par de cigarrillos liados y preparados para la ocasión. Un respiro, un instante de paz.
- Entremos ahí – señaló susurrante, mientras se deslizaba encogido entre cascotes y metal retorcido.
En la miserable protección de aquellas paredes destrozadas, sentado y cubierto de polvo y mugre, sudando bajo el infernal calor de la frontera, encendió su cigarrillo a la lumbre de un zippo con demasiados recuerdos. El acre olor de la gasolina en combustión cubrió otros hedores momentáneamente. Acarició el mechero, la mirada perdida en algún punto, antes de regresar a la realidad y sonreír a Estel a quien ofreció fuego tras entregarle el magro botín de nicotina.
- Hasta que regresemos no podremos fumar más. Son mis dos últimos – una bocanada que expandió sus pulmones, abriendo el camino al cáncer, acabó en una nube que disipó rápidamente abanicando con la mano.
No sería la primera vez que algo tan vacuo como una voluta servía de guía a un francotirador. Un guiño y un gesto de concentración. Escuchaba. Por encima del resto de sonidos, buscando aquello que Estel había creído oír. Tal vez sí. Tal vez un llanto. Un niño. Un perro herido. Un gato en celo que solo entendía del olor de una gata ciego al caos destructivo. La vida buscando su lugar entre la muerte.
- ¿Qué quieres hacer? – la pregunta de Omar aceptaba la posibilidad ofrecida por ella - Sabes que no podremos ayudar por más que queramos. Estamos en tierra de nadie. Nos hemos alejado más allá de lo prudente.
Era cierto. Inflamados por su necesidad de transmitir, de ir más allá, de dibujar el cuadro real, sus viajes en pos de la verdad de aquella mentira que era la guerra, los había conducido a aventurarse cada vez más allá de lo razonablemente lógico. De la prudencia. Sus primeras incursiones habían sido cautas. Tras siete meses, la cautela parecía un lujo cuando lo que se buscaba era abrir unos ojos que se obstinaban en permanecer cerrados.
El fuego de la llama chasqueó en la oscuridad, oculto por su mano, invisible en el aire para todo el universo. Omar fue el único que lo vio, en aquel infierno olvidado en la memoria del mundo, por cómo ascendió su reflejo en los ojos oscurecidos de Estel.
- Lo sé… – dijo ella tras un silencio, sentándose por fin, con la espalda apoyada en la pared – Lo sé. Y… no sé qué hacer – exhaló las palabras lentamente, como al humo – Realmente, no lo sé.
Era ese momento, aquel filo en el cual vagaban de puntillas desde hacía ya un tiempo, cuando fueron de verdad conscientes de que era imposible retratar la oscuridad sin acercarse al precipicio y mirar al abismo a los ojos. Su mano disipó también el humo y así toda señal de su presencia, pero no disipó ni un poco de lo que había en su alma. La impotencia, el horror, la desesperación, la muerte. El sudor bajaba por su sien hasta su cuello, y se colaba en algún sitio desconocido entre sus pechos, pero no podían quitarse la ropa. Era su única forma de fundirse en las sombras.
- Por lo pronto, te agradezco como siempre que me ayudes a matarme – Estel giró para mirar a Omar, y dibujó algo como una sonrisa, con una pizca de descaro –. Al menos esto da placer, y no desgracia. Aunque eres un tacaño, Omar. ¿Qué te costaba regalar un poco más de alegría? – soltó, tan bajo que parecía enojada, pero sus labios reían.
No sus ojos. Su mirada burlona puesta en Omar amaba, elevaba su figura sucia, andrajosa y firme, su compañía que como siempre retrasaba el impulso, decía lo que había que decir a tiempo, pensaba lo que había que pensar de inmediato. Pero en sus pupilas subyacía esa pulsión, esa disonancia, que también estaba en las suyas y que se reflejaban y se refractaban, ampliándose, fundiéndose, uno, dos e infinito.
La mano de Estel rozó su pecho, bajo el cual Omar sabía que estaba el dije que llevaba al cuello desde niña. Y no pensaba, sólo se dejaba llevar por el instinto, por lo que le decían sus venas, aún cuando su mente eran números, lógica y símbolos. Un momento más de silencio, la cámara apoyada en su regazo. Y lo miró otra vez.
- Llegamos demasiado lejos. Estamos demasiado adentro. ¿Retrocedemos hacia donde quedaron todos? ¿Vamos hacia donde no va nadie? – su voz era suave, y extendió la mano hacia él – Vamos. Vamos del mismo modo en el que hemos venido hasta aquí. Pero si vamos juntos. Y si estás de acuerdo.
Retroceder a la frágil seguridad de la huída o avanzar hacia lo desconocido, adentrándose en algo que ya conocían demasiado bien. Una calada de humo salió de entre los entreabiertos labios de Omar de forma pausada. Conocía la respuesta al dilema planteado por Estel, antes siquiera de ser planteado. Él simplemente era el freno que pausaba pero que no detenía. Sacó de la mochila, con la colilla colgada de su boca, un arrugado y sucio mapa de la ciudad, vestigio de una época donde las calles eran calles y no ríos de escombros, chatarra y sangre.
- Estamos más o menos aquí, en este barrio. Sí. Ahí se ven los restos de la mezquita, esta –dijo apuntando con un dedo un punto del mapa. La uña renegrida hizo un círculo en las proximidades - Hace un par de días hubo un ataque de las fuerzas rebeldes – Estel pudo ver las notas en rojo hechas en el propio mapa y que indicaban combates llevados a cabo en diferentes momentos y que Omar recogía con una asepsia que estaba muy lejos de sentir en su interior - Los barrieron con fuego de artillería y químicos.
Omar se recostó en la pared, suspirando, los ojos cerrados. Una última bocanada y apagó el cigarrillo contra el suelo.
- Maldito calor – un hilo de sudor descendió por la frente de Omar, encontrando un hueco para seguir descendiendo hasta perderse en la barba. Abrió los ojos y sonrió sin alegría - A falta de nada mejor – dio un tiento a la cantimplora que extendió a Estel - Tendremos que ponernos estas mierdas. Por si acaso – dijo señalando las máscaras antigás que colgaban de sus respectivas mochilas. Si su amiga esperaba una respuesta, acababa de recibirla - Y te juro que odio ponérmelas. No se ve lo guapo que soy – el superficial comentario era casi su única forma de humor en medio del desastre.
- Pero, Omar, ¿aún no te has dado cuenta? – respondió Estel, con una sonrisa vaga, limpiándole con una yema el camino de la gota traicionera – Con esa barba trasgresora y ese enorme maquillaje de cenizas, querido, ni siquiera ahora se te ve la cara.
Había un destello en sus ojos que recogía la respuesta de Omar, decisión y tristeza, como había recogido lo anterior. Había adherido a su memoria aquel vestigio gráfico, tatuado en rojo, de lo que era una guerra de guerrillas química que continuaba su avance caótico, desalineado, sucio y trapero. Aún se sorprendía de la sangre fría y distante que él tenía para llevar una hoja de ruta de aquellos golpes, de continuar teniéndola ella misma para reducir la destrucción a un mero cuadro.
- Y si tienes demasiado calor, anda. En pelotas. Ya estás tardando – agregó, con una risa baja.
Agitó por un instante la cantimplora en su mano, graduando la ausencia de líquido. Poca, como siempre. Sintió romperse a otra parte de sus labios secos al dar una calada al agua, tan corta se sintió compelida a dar una larga a su cigarrillo. Era mejor extinguir el tabaco que lo demás, apagar el vicio y no la vida. Se la devolvió a Omar mientras se incorporaba un poco, y volvía a echar una mirada al mapa que continuaba extendido.
- Diría que mejor vayamos hacia el sur del barrio, ¿verdad? Según lo que has marcado, mira, parece que han concentrado los ataques aquí – señaló con la mano y una uña irregular –. Si ha quedado alguien, habrá ido en la dirección contraria. Sur. Aunque, sí… ese es el lugar más propenso a ser atacado ahora.
Pero las armas químicas todavía necesitaban disiparse un poco, y nadie allí tenía máscaras como para volver a las otras zonas. No encontrarían nada en ellas… Salvo rastros de la historia. Un arqueólogo del futuro podría reconstruir, con esos pedazos, la miseria. Como su padre. Su… Estel giró para coger su máscara y mató su cigarrillo contra el suelo, asegurándose de que quedara totalmente apagado. Sólo faltaba un incendio más para coronar la tragedia.
- Bien... Mejor seguimos antes de que nos enfriemos, Sr. Frodo – dijo, guiñándole un ojo. Un recuerdo de la infancia – Esto ya será Mordor… pero aún nos queda camino.
Se incorporó cansadamente, sobre sus pies, y le extendió la mano. Le saltaba la sangre.
- Más quisieras, guarrilla - fue la respuesta de Omar ante la propuesta nudista de Estel, cogiendo la mano tendida y poniéndose en pie.
Alto y delgado, como un junco oriental mecido por el fuego de la guerra, Omar pareció estirarse en toda su altura para mirar en derredor, por encima del nivel del muro abierto más próximo. No vio nada lo cual no quería decir nada en sí mismo. La muerte vivía agazapada en aquellas ruinas, presta a extender su guadaña en cualquier momento, ante cualquier descuido. La segadora se estaba dando un buen festín en aquellas tierras cuna de civilizaciones y ahora tumba de los hombres.
- Deja que te ayude.
Omar tomó la máscara antigás, comprobando que los filtros estuvieran bien colocados. Conocía demasiado bien a Estel y si por ella fuera, un simple pañuelo debería haber bastado para protegerla de cualquier amenaza mientras se lanzaba de cabeza a por un fotograma, a por una historia, a por una persona que requiriera de su ayuda. Aquel era su trabajo, como ella tendría otros para con él y que callaba silenciosa y que demostraba por gestos.
-Tus labios… Abdul se merece algo mejor – en su mano libre apareció un pequeño bote de vaselina, lujos inusitados a los que Omar accedía como ningún otro. El índice de la mano de la que colgaba la máscara, se bañó en el bote y acarició los labios resecos de una Estel que no protestaba ante los cuidados maternales de su amigo, aunque en sus ojos bailara aquella siempre sorprendente danza de alegre cinismo y austera seriedad.
Cuando acabó, repasó con el sobrante sus propios labios. Un guiño, un beso fugaz en los labios, quizás el último, y pasó la máscara por la cabeza de Estel. Luego hizo lo propio con la suya.
- Hormiga uno a hormiga dos. ¿Me recibes? –una carcajada hueca y baja resonó entre ellos dos-. Bien, al sur, pero demos un rodeo –se acuclilló sobre el mapa-. Vayamos por aquí. Puede que sea más largo, pero será más seguro. O eso espero y accederemos a la zona elegida.
Plegó el mapa, guardándolo celosamente en la mochila y se volvió a erguir. Las rodillas crujieron como ramas secas. Cámara en mano, grabó unas imágenes de Estel y de él mismo, de la habitación en la que habían estado y de parte del exterior.
Agazapándose junto a la entrada, controlando los parapetos ofrecidos por la devastación, Omar comenzó a moverse. Aquel era un baile largamente ensayado. Se detuvo a escasos cincuenta metros, casi arrodillado junto las tripas de un viejo camión volcado. Hizo un gesto a Estel para que esta se acercara.
Sin embargo, ella tardó un par de segundos en darse cuenta para seguirlo. La máscara de gas, que había atrapado aquella carcajada refleja a la de Omar, ahora a la distancia parecía encerrar sólo seriedad y silencio. Un velo plástico cascado que ocultaba su expresión ante la muerte, pero no lograba el lenguaje de su cuerpo. Todo su perfil era tensión, rechazo, observación y cansancio mientras se agachaba entre las ruinas que los habían abrazado hasta aquel momento. Sus dedos escribían una sinfonía en Morse sobre la cámara mientras disparaban, permanecían, y volvían a disparar.
Estel giró, por fin, y retrató a Omar en aquel desvencijado parapeto de la locura. Le devolvió un gesto, en el cual él adivinó una sonrisa triste y culpable de labios brillantes, antes de comenzar a moverse. Cada una de sus pisadas estaba dada en el marco de las huellas de Omar, lenta y ágil, con un atletismo que era producto de la necesidad y no del talento. Cuando llegó a donde estaba él, le acarició la espalda por un instante antes de acuchillarse y fotografiar. Aquella mera caricia era una señal compartida de aquellos meses de campo. Aquí estoy. Seguimos cuando quieras. Estoy detrás de ti.
- Hormiga dos se reporta – se le escuchó decir, en voz distorsionada –. Y quiere decirle a hormiga uno que está que quita el aliento.
Omar sentía perfectamente lo que Estel quería decir. En la densidad del aire, ya se podía sentir el influjo de los químicos con el que habían quitado el aliento a tantos. Ni los ojos de ambos, ni las cámaras, pudieron encontrar rastros humanos. La muerte parecía manifestarse a gritos por la terrible, insoportable ausencia que les rodeaba. Aquel llanto parecía haber desaparecido para el mundo, como lo hacía el sufrimiento de aquella tierra quebrada y marchita… pero no para sus oídos. Para ninguno de ambos.
- Por aquí – susurró Estel, u Omar imaginó que lo hacía.
Agachada, asomó por el filo del camión volcado, y tras unos segundos, se desplazó como una exhalación hacia lo que más allá parecía una pila de escombros. Era el camino marcado por Omar, por supuesto, no había hecho falta de que se pronunciara por ello. Tomó un instante para estar segura, y hizo un gesto para avisarle que estaba despejado. Entonces algo llamó su atención en el suelo, y cuando Omar llegó hacia ella, Estel ya estaba fotografiando. Era un libro. Un libro, como un ladrillo entre los escombros, del cual sobresalía lo que parecía haber sido, una vida atrás, una flor hecha en papel.
Omar miró a Estel, congelando una pequeña y desconocida historia hecha flor en un fotograma, convirtiéndose una vez más en una prolongación de su cámara. Oyó los clicks sucesivos, la vio moverse suavemente buscando perspectivas y finalmente suspirar. Un suspiro que era finalización y que era pena. Pena por quien o quienes se hallaban detrás de aquel pequeño objeto. Omar se inclinó y recogió el libro y la flor. Le hizo a Estel una señal para que se girara y lo metió todo en su mochila, no sin antes haber leído su título. Las mil y una noches. Aún no lo sabía pero aquel sería también, en un futuro, el título por el que su obra sería conocida, la obra de ellos dos acerca de aquel período de guerra. De aquel infierno interminable.
Una nueva señal y siguieron avanzando entre ruinas y escombros, entre muerte y ausencia, en un silencio solo roto por sus pasos y el viento que levantaba el polvo para, caprichosamente, depositarlo nuevamente sobre todo como un sudario. Omar se detuvo repentinamente y con un dedo indicó una dirección. A lo lejos, a apenas un centenar de metros se veían las telas de un hospital de campaña. El terreno, llano y correspondiente a una de las antiguas avenidas de la ciudad, estaba casi despejado y la visión era perfecta.
- La luna roja – susurró Omar a través de su máscara y revelando lo que Estel ya debía de ver sin problemas. Alrededor del par de tiendas un pequeño grupo de gentes, de rostros de hombres sin afeitar y de mujeres sin maquillar, con ojos ojerosos pero miradas decididas, se afanaban en atender a algunos heridos - ¿Quieres acercarte y hablar con ellos o seguimos? – musitó.
Estel bajó la cámara y se quedó un largo instante en silencio. Su acto reflejo fue sacudirse el polvo que inundaba sus pies y pantorrillas, pero sabía que aquel era un instinto vano, de tiempos de normalidad y paz. La respuesta a aquella pregunta ya la sabía desde el principio, se había formado en sus labios quizás antes que Omar la preguntase, aunque no tomó forma de inmediato. Permaneció suspendida con el misterio de un velo árabe, mientras observaba en silencio aquel símbolo enclavado en el medio del desastre. El símbolo de que los dioses habían decidido abandonar al mundo, a carcajadas, dejando detrás una estela de mortales para hacer su trabajo.
- Acerquémonos – susurró Estel.
Su voz era contenida, hubiera sido igual que siempre para cualquiera, pero Omar sabía. Sabía, por conocerla, y por lo que sentía en sus propias venas al mirar.
- Preguntemos cómo están la zona, y cómo están ellos – agregó ella, con la misma suavidad, y miró a Omar a los ojos – Y quizás les seamos útiles en algo.
Fijó la cámara a su cuerpo, para moverse con libertad, y lo esperó para echar a andar con cautela en esa dirección. Dos cuerpos nadando entre las sombras proyectadas por un sol implacable. Al dar los primeros pasos, Estel comenzó a arremangarse, dejando ver incluso desde la distancia sus antebrazos desnudos, limpios, desprovistos de todo. Era una señal de paz, una bandera blanca. Un símbolo impoluto en medio de la traición constante a la vida que era la guerra.
- Déjales ver tus sensualísimas muñecas – escuchó Omar de repente, tan bajo que era ilusorio – Anda, querido. Haz a la humanidad un favor.
- Querida, la humanidad lleva viendo mis muñecas todo el día – dijo él sin volverse y haciendo bastante más de lo que su amiga pedía. Se quitó la mochila en un gesto fluido, se sacó el chaleco y se quitó la camiseta blanca que llevaba puesta, tras haber retirado la máscara antigás - Quítatela tú también. No es cosa de enseñar las muñecas y no dejarles ver tu preciosa cara.
Los músculos de su torso, brazos y abdomen se flexionaron y volvieron a su ser en una hermosa danza. El vello de sus axilas, húmedo por el sudor, se mostró en pequeños caracoles cuando alzó los brazos. Algo en Omar hacía que todo él sugiriera pasión, calor y peligro. Se volvió a poner el chaleco y cogió los pequeños prismáticos para observar mejor su destino. Una sonrisa cruzó su rostro y un nombre brotó de sus labios como el agua de un manantial.
- Karim. Vamos, no hay peligro.
Se puso en pie, mostrándose al completo, la camiseta blanca en alto y avanzó confiado.
- Karim, soy yo. Omar –dijo sin gritar, conforme avanzaba agitando la camiseta. Conocía a aquel médico turco de imposibles ojos verdes. Lo conocía muy bien.
- Soy yo, Omar – se escuchó una réplica, sí, pero a sus espaldas – El que encuentra cualquier excusa para mostrar cuerpo y lo bueno que está. Ah, sí… Todo sea por la paz.
La burla, y la risa subsiguiente, se escuchaban mejor ahora que Estel se había quitado la máscara. Sin embargo, ella no se quitó ni el palestino ni la frágil túnica que la cubría, y bajo la cual su camiseta se adhería como pintada sobre su piel empapada. A ambos, los meses allí les habían enseñado algunas cosas, los meses y algunas experiencias. Lo haría solo cuando ya estuvieran allí, bajo aquel techo improvisado y sostenido con sudor y lágrimas.
- Me agradecerás esta parada, veo – susurró Estel, ahora avanzando a su lado, y sonrió, descarada – Aunque quizás sea demasiado breve… – Levantó en exhibición las manos desnudas, su bandera blanca, los ojos fijos en el frente –. Parece hace una vida que vimos a Karim por primera vez, ¿verdad?
Y sólo habían sido un par de meses atrás. Es guapo, ¿eh?, había dicho Omar aquella noche, en aquella reunión de campamento. Demasiado guapo para mi gusto, había contestado Estel, sonriendo, apoyada en su hombro. Parece una pintura. Y Omar se había reído al escucharla. Pues, bueno, había contestado. En ese caso, querida, que vaya sacando la brocha.
- Te ha visto – dijo Estel, de repente.
No, los habían visto. El médico había girado, buscando el llamado, pero otros habían girado buscando el origen de una posible amenaza. Casi podían olerse la adrenalina y el chasquido de algún metal oculto. Pero ni Estel ni Omar se detuvieron, ninguno de ellos dudó ni un instante en seguir adelante, como si estuvieran coordinados por palabras jamás dichas. Y los segundos de tensión repentina estallaron en pedazos cuando Karim, y sus manos de sangre, se dirigieron a Omar.
- ¡Omar!
A él le dio igual el sonido de los seguros saltando, los rostros preocupados y expectantes, algunos amenazadores, los más agotados. Sus ojos estaban clavados en aquel joven médico y todo su cuerpo, mientras andaba, emitía un vibrante mensaje que Estel captaría sin duda, incluso con un Omar inconsciente del mismo.
Pero todo ello no fue óbice para que en su avance escupiera un sonoro “bitch” dirigido a su alma gemela. Se detuvo a medio metro de Karim y tendió ambas manos para estrechar las que se le tendían, sonriente, antes de abrazar con fuerza al médico segundos después y por un instante. Un abrazo de alivio por saberle vivo, por saberle allí, cerca. Aquellos eran los breves e inesperados regalos que la guerra ofrecía.
- Me alegra verte, Karim – se medio volvió e hizo un gesto a Estel para que se acercara - Puedo decir que ambos nos alegramos – no hubo mayores muestras de afecto. No en un contexto donde no se entendería, donde el respeto labrado por aquel médico a base de salvar vidas quedaría hipotecado por la incomprensión ante dos hombres demostrando sus sentimientos.
Estel se dio la vuelta al percibir el gesto. Se había mantenido en un segundo plano discreto, como mera observadora de aquel reencuentro, y estaba saludando a los otros médicos que le sonreían vagamente. Sonrisas de reconocimiento y, aún así, distantes, pues entre el cansancio y el horror, aquellos hombres y mujeres no podían darse el lujo de dejarse llevar por la empatía. Estel, sí. Y, cuando se acercó a ellos, periodista y médico percibieron la dilatación en sus pupilas y el cansancio y dolor en el fondo de ellas.
- Por supuesto que nos alegramos, hombre – dijo, extendiendo una profunda sonrisa hacia Karim.
Lo abrazó con fuerza, del mismo modo que lo había hecho Omar, y lo besó. En los labios. Aprovechando que de una loca y libertina mujer extranjera podían esperar eso y más.
- De su parte, por supuesto – susurró, afectuosamente, al oído del médico – Y festejando que estamos vivos.
Volvió sobre sus pies y le sonrió, con calidez. Abrió la boca para decir algo, pero la sonrisa se le congeló en los labios. Sus cejas se fruncieron, la sorpresa se gatilló en su rostro y buscó con la mirada algo, algo que parecía ser un asunto de vida o muerte. Y, tal como había llegado, su rostro se relajó.
- El llanto... - dijo, mirando a Omar. Y sonrió, con un alivio resignado, dolido. El menos malo de dos males - Está aquí dentro.
Omar conocía aquella expresión en su cara. No era la primera vez que la veía y, probablemente no sería la última. Había en ella vestigios de dolor, pena, ira, frustración y rabia, aderezados con impotencia y lágrimas no vertidas. Como un rayo de sol en un cielo tormentoso, apareció y desapareció. Y cuando dio forma a su lenguaje corporal con palabras vertidas con su boca, Omar suspiró.
Se volvió hacia Karim, explicando que sus pasos dentro de aquel cuadro de destrucción y desolación habían venido dado por el eco de aquel llanto que tanto podía ser humano como felino. Que su presencia obedecía a aquel canto de sirena ahora hallado y localizado. El médico simplemente asintió. No dijo nada acerca de su locura, de su imprudencia. De algún modo, unos y otros, cada uno desde su profesión, trataba con un mismo objetivo. Diagnosticar los males de la humanidad.
Y Karim tomó del brazo a Estel y la llevó a la tienda hospital, con Omar siguiéndolos, para mostrarles aquello que los había reclamado con fuerza. Mientras Estel los abandonaba para acercarse al muchacho, Karim, en la fugaz intimidad de aquel refugio de tela, estrechó la mano de Omar. Un instante apenas, unos segundos sin palabras, donde ambos dijeron cuanto tenían que decir. Y Estel, que inmóvil y desde la distancia cruzaba su mirada con el niño solitario de la camilla, rompió con la inmovilidad de su propia impotencia, levantó la cámara como si de un arma se tratase, y gatilló directo en la sien de aquel tormento interminable.
Y tras ello, la realidad se impuso.
Karim les habló de los ataques habidos en la víspera. Sucias armas químicas de procedencia rusa, según las leyendas leídas en las carcasas de las bombas por algunos de los que por allí habían pasado, habían llovido sembrando de gases nerviosos una de las pocas zonas semihabitadas de la ciudad, refugio inevitable de la resistencia local, a un escaso kilómetro de allí. Demasiadas muertes en una contabilidad de números rojos, muchos afectados por el gas, algunos de los cuales no habían podido ser aún evacuados y que habían sido precariamente reunidos allí. Mucha voluntad y escasos medios hasta que llegaran las ambulancias y los suministros. Quizá algún helicóptero.
Tras disiparse los gases, habían limpiado la zona, pero se sabía que aún había cadáveres. Y víctimas que no se atrevían a salir de sus madrigueras, escondidos como asustados conejos temiendo que del cielo cayera una nueva lluvia de muerte, bajo la forma de una bala o de ponzoña, o que del suelo brotara una flor de metralla de la mano de las antipersona. Aquel era el cuadro que se pintaba fuera. Aquella era la realidad.
Al relato le siguió un silencio denso. Aunque era imposible entre los gritos de dolor y de rabia, pareció que en aquel cubículo de tela de pronto se había apagado todo el sonido, la vida, el movimiento. Incluso el niño, que ahora reposaba entre los brazos de una Estel sentada en la camilla, había suspendido el llanto y miraba a los dos hombres como si supiera exactamente qué decían. Una mirada de anciano en el pequeño rostro de un niño. La mirada de Omar, quieta, asimilando. La de Estel, quieta, absorbiendo.
- Fills de puta – dijo, en catalán, aunque sonó insuficiente y vacío. Ya no les quedaban insultos para describir bien la barbarie.
La cámara había quedado a un lado. Ahora, sus dos manos acariciaban al niño que se adormilaba en sus brazos, sobre su pecho demasiado húmedo para ser cómodo. Estel miró a Omar, de quien recibió una mirada semejante, sin palabras. Sólo las dijo, dado que había un tercero allí presente.
- Tendríamos que ir allí a documentar eso. Hay que retratar lo que han hecho allí, antes de que se pierda, lo destruyan o lo limpien como si allí no hubiera pasado nada raro.
La mirada castaña de Omar, sombreada de ojeras, dolor y una creciente oscuridad se detuvo una eternidad en los ojos de Estel, para luego deslizarse a los de aquel niño que sujetaba en su pecho. Volvió a alzar la mirada hacia su amiga, sin mediar palabra en ningún momento, haciendo gala del extraño poder que los unía, donde la ausencia de palabras clamaba a gritos discursos imposibles de reproducir. Y un gesto acompañó a todo ello. Un asentimiento de cabeza. Dio unos pasos al frente y tomó la cámara de Estel. Un solo click y ella, por primera vez en mucho tiempo, fue la retratada. Una madonna del siglo XXI sujetando entre sus brazos el cuerpo de un niño al que habían arrebatado la infancia, la inocencia y, quizás, el alma. Una pietà en tiempos de guerra.
Devolvió la cámara a su dueña, con una fugaz y triste sonrisa.
- Si así ha de ser, que así sea - su mirada voló alrededor. Heridos, algunos graves otros leves. Algún cadáver cubierto por una sábana. El personal sanitario haciendo cuanto podía con cuanto disponía.
Omar suspiró. Tenía hambre. Hambre de Karim. Esa hambre salvaje que se despierta ante la desesperación, ante la muerte, ante la inexistencia ya no del mañana sino de cualquier tipo de futuro, donde solo la inmediatez seda el dolor, la angustia, la miseria sin hacerlos desaparecer más allá de unos minutos, aquellos en los que se siente uno con vida.
- Debo pedirte un favor, Karim. No, dos de hecho. Dos cigarrillos - su comisura izquierda se alzó en una mueca sincronizada con el enarcamiento de ceja, y el bonvivant surgió de entre las cenizas- Y el segundo... Hotel Palmira. Mañana. A las diez. Haz lo imposible.
Estel, que había alzado la vista ante la promesa de tabaco, volvió a bajarla para dar espacio a la cita y a las miradas que la siguieron. Aquella pequeña intimidad robada a la barbarie y la locura merecía tiempo, espacio, silencio, contacto. Ella lo entendía, también lo sentía en la piel y más adentro, en los huesos, aquella pulsión de muerte y vida árida y constante que no se agotaba nunca.
Besó la cabeza el niño sobre la sangre seca, mientras por el rabillo del ojo veía el asentimiento y la promesa muda. Deslizó las manos por debajo de los jirones de ropa para posar las manos allí, sobre la piel viva, allí donde latía, porque lo necesitaba. Lo necesitaban. Miró a Karim que se alejaba, mientras Omar lo miraba marcharse, y ella pensó en Abdul, y luego pensó en él. El suave peso del mechero en uno de sus bolsillos delanteros le resultó una caricia extraña, de nostalgia y miseria.
- Luego me dices la habitación, querido – dijo Estel, rompiendo la burbuja, y le ofreció una media sonrisa – Así no acabo en la adyacente, como siempre.
Un crujido avisó de la vuelta de Karim. Los cigarrillos prometidos estaban exhibidos en su mano.
- Oh, Karim, alabado seas – le sonrió Estel, con afecto, fingiendo una reverencia – Así dan ganas de quedarse contigo, cielos. Deberemos irnos antes de que la tentación sea más grande.
Hablaba por ambos, por supuesto. Si no dejaba al niño, ahora que se había dormido, no lo dejaría más. Comenzó a separarse de él, con tanta suavidad que recordaba a su padre tocando, reverenciando, la pieza arqueológica más importante de toda la historia.
- ¿Podemos serles útiles en algo? Lo que sea… - preguntó, mientras buscaba con los ojos un sitio para dejarlo durmiendo.
Pero Karim declinó la oferta de ayuda de Estel. Y ambos lo entendieron. Sus propósitos podían ser más un obstáculo que una verdadera ayuda y su verdadera vocación, su auténtica razón de estar allí, en medio del caos y del infierno humano, era otro. Recogieron sus cosas y dejando atrás las tiendas de aquel hospital móvil, se adentraron en la dirección que les habían marcado como centro de los ataques. El silencio volvió a acogerlos, más sonoro que nunca, casi cacofónico, solo roto por el crujido de los cristales bajo las suelas de goma de su calzado, el roce contra algún objeto sólido y los ocasionales jadeos en sus constantes y breves carreras de parapeto en parapeto.
La suave y ardiente brisa que secaba el sudor de la camiseta de Omar, levantaba el polvo de los escombros que brillaba dorado a la luz del sol, creando una cortina de luz blanquecina que enturbiaba su visión. No sabía cuánto habían recorrido pero una mirada atrás bastó para ver que ya nada quedaba del oasis en el que se habían detenido hacía apenas unos minutos. Un viejo camión, sin neumáticos y abrasado por el fuego, mostraba impúdico su interior. Omar se detuvo junto a él y se sentó en el suelo, aguardando a que Estel llegara. Sacó la cantimplora, la ofreció y esperó a que le fuera devuelta para dar un largo trago que arrastrara por su garganta polvo, amargura y desesperación.
- ¿Un descanso? ¿Un último cigarrillo antes de adentrarnos en la zona cero? – Omar guiñó un ojo, y las pequeñas arrugas de la comisura del mismo se mostraron casi negras por la suciedad.
Estel dejó caer con suavidad la mochila sobre el suelo, al lado de Omar, pero no se dejó caer con ella. Limpió sus manos cubiertas de polvo con el reverso de la palestina, mientras miraba sin expresión hacia el seno del camión calcinado, y apartó la última gota de agua de la comisura de sus labios resecos. Aún había en ellos parte del bálsamo, salvo en aquel sitio hundido y acostumbrado que esperaba un cigarrillo más.
- Un cigarrillo me parece bien. Aunque preferiría largamente un morreo – respondió Estel, guiñándole un ojo travieso a su vez – Ya me reúno contigo, inspiración. Eres un cuadro perfecto.
Dio un paso hacia atrás, dos, tres. La túnica que cubría su cuerpo, y lo confundía entre mujer y hombre, ondeó salvaje junto con la brisa. La cámara se encargó de adueñarse de las cenizas, el horror y las ausencias, con la vida representada en un Omar que exhalaba el humo de un cigarrillo ya encendido. Sin embargo, Estel se quedó allí agachada, agazapada, solitaria en una contemplación lánguida que iba más allá del presente.
- Hay momentos donde casi no consigo creerlo, ¿sabes? – le dijo, una vez que estuvo sentada a su lado, y le cogió el tabaco de la boca – Parece tan irreal, tan... – un suspiro, y lo dejó allí. No había palabras, y sí nicotina que absorber – Y aún así, aún con todo, no me arrepiento – levantó la mano contraria, abandonando la cámara – Sólo deseo que podamos trasmitir todo lo que hemos visto y sentido estando aquí. En la forma que sea.
Limpió con cariño el borde de los ojos de Omar, y se rió por lo bajo.
-El eyeliner naturista te queda fatal, joder.
Hubo de Omar un encogimiento de hombros, leve, fugaz, que reflejó a un tiempo el metafísico encogimiento de hombros de un alma cansada.
-Es irreal, Estel. E increíble. Pero lo vemos, lo palpamos, lo saboreamos todos los días. Es la hiel, es la mierda, es el oxido atrapado en el fondo de la garganta, imposible de quitar. No hay whiskey ni hierba capaz de eliminarlos. No hay abrazos ni besos que los disimulen. Solo amortiguan, solo adormecen los sentidos. Es el horror, es la puta humanidad en estado puro. Un cáncer, un chancro, una pústula –dijo, su mirada más negra que nunca clavada en la de Estel mientras esta limpiaba la comisura de sus ojos-. Y como tú, no quisiera estar en otro lado. No realmente. Aquí, en esta fosa común, en esta cloaca, sé que puedo hacer algo. Y hacerlo bien. No lo dudes. Lo conseguiremos. No hemos estado en peores lugares ni hemos hecho guardia en peores garitas. Dudo que jamás pueda llegar a vivir algo similar con igual intensidad. Ni lo deseo, todo sea dicho de paso. Ni quiero que otros padezcan lo que aquí se ha sufrido. Me resisto a creer que esto sea el hombre. Solo esto. Veo a Karim y a otros como él luchando por la vida y sé que somos capaces de cosas buenas. De lo mejor. Pero también veo aquello de lo que somos capaces cuando nos obcecamos en la destrucción en aras de una idea proclamada a gritos por un oscuro rostro escudado en miles de vidas que le sirven de protección.
Una larga bocanada de humo salió de entre sus labios.
- Amiga, hermana, tenemos una misión. Abrir los ojos de este puto mundo ciego y sordo a todo aquello que le molesta. Y lo haremos. Aunque tenga que chuparle la polla como si fuera el tubo de escape de un Cadillac –dijo con una sonrisa cargada de sorna, al tiempo que su lengua golpeaba contra la mejilla en un gesto más que obsceno.
Estel, que se había mantenido en silencio mirándolo mientras duraban todas sus palabras, sonrió repentinamente con igual sorna.
- Es increíble que hayas recorrido medio mundo sólo por una excusa para seguir chupando pollas. A tu altruismo, hermano, hay que construirle un panteón.
Pero sus ojos muy claros estaban poblados de aquella negrura que reflejaban los ojos de Omar, y la intensidad de una procesión interior que sus labios no decían, pero de la que él sabía. Apoyó la cabeza contra un resto de algo del camión, mientras le pedía de nuevo el tabaco con un gesto mudo. No, el único que podía encontrar aquellas palabras era Omar. Palabras como si las hubiese extraído de su propia alma, palabras que suscribía desde la primera hasta la última. Estel hablaba de otra forma, y aquello aún no podía compartirlo.
- Aunque, bueno. Si eso es lo que hace falta, se la chuparemos juntos – agregó, tras una larga pausa y un humo largo y sostenido – A la vez, con la mano, e incluso con los dientes. Para que no pueda cerrar ni un momento los ojos, y no se olvide de la experiencia nunca más.
Le entregó lo último que quedaba del cigarrillo.
- Y que grite hasta romperse la garganta, en silencio y sin auxilio, como grita todo esto. Como gritan todos ellos – miró la cámara en su regazo, y cogió una de las correas de su mochila – Es la puta humanidad en estado puro, como dices, capaz de la mayor mierda y de la mayor gloria. Pero esto, todo esto, es más producto del silencio que de toda la mierda. De la ignorancia y del olvido. Del adorno. Del ojos que no ven, corazones que no sienten. Esa letanía religiosa, esa puta elección de vida – los labios de Estel se fruncieron en una mueca, sarcástica, agria y lejana – Pero tu voz quebrará el vacío, Omar. Vaya que lo hará.
Giró hacia él y le ofreció una sonrisa, cansada, llena de determinación.
- Sobre todo, si te citas con lo de aquí, palabra por palabra – la sorna había vuelto a sus labios, traviesa – A menos que no quieras mencionar al Cadillac, lo cual sería una pena. Pero vamos a escandalizar al mundo, con ello o sin ello.
Se levantó, y le ofreció la mano para que hiciera lo propio.
-Vamos, Omar. Antes que baje el sol.
La sonrisa de Omar se fue difuminando como un atardecer. Tomó la mano que Estel le tendía, un gesto incomprendido por aquella tierra en guerra y reiniciaron su atenta y alocada carrera en pos de una verdad que hacer pública en un mundo que no deseaba ni ver, ni oír y sí callar.
El calor alcanzó su punto álgido, en esa fase previa a que el sol se oculte, cuando todo alrededor parece dispuesto a ceder el calor acumulado. Con generosidad. El sudor hizo que el corto cabello de Omar se transformara en mechones húmedos que destilaban un agua salobre que corría por sus sienes, mandíbula y corrían cuello abajo hasta ser absorbidos por la camiseta convertida en un paño gris.
Súbitamente, Omar se detuvo en su avance, permaneciendo en pie, un riesgo absurdo en aquel campo de batalla, la mirada fija en algún punto por delante de él. Una reacción inconsciente de su cerebro de depredador matizado por milenios de civilización y que paralizó sus músculos. Y de igual modo, dio unos pasos y clavó una rodilla en el suelo, parapetándose tras un derruido muro del cual solo permanecían en pie unos pocos adobes. Un gesto rápido, nervioso, dirigido a Estel la conminó a acercarse con urgencia.
-Allí, junto a lo que debió ser una farmacia. Me ha parecido ver algo. Un niño – dijo con un tono de ansiedad - No sería la primera vez que alguien así es usado como reclamo por francotiradores. Voy a intentar algo.
Omar tomó la cámara y la alzó por encima del murete. Imagen tras imagen, la realidad fue congelada en la memoria digital durante unos segundos. La mano volvió a su posición y Omar revisó la grabación. Frunció el ceño, manipuló la máquina y ante lo que vio, pestañeó un par de veces.
- Mira.
Ante sus ojos, una instantánea congelada. Un muchacho. Cinco o seis años. Arrodillado en el suelo, su tronco tendido sobre el cuerpo muerto de una mujer, en un abrazo desolador.
- Fills de puta – susurró Estel, con la desolación hecha imagen reflejada en las pupilas – Fills-de-puta. Y sólo es uno de todos los que nadie ha visto.
Permaneció inmóvil, en una pausa hecha a su espíritu y ganada, arrancada, a su mente. Una gota cayó sobre su mejilla abriéndose camino entre la suciedad y la tela, una gota que era sudor o lágrima, y se fundió con su piel como si no hubiera existido. Como todos aquellos niños, personas, vidas, se fundían con el suelo y el polvo con toda impunidad, como si jamás hubieran existido. Y aquella pausa, que parecía haber durado un siglo, terminó casi sin haber empezado.
- Voy a por él – dijo ella, su voz un llanto y un rugido.
Dejó la mochila sobre el suelo y se ajustó la cámara al cuerpo. Levantó los ojos hacia Omar, que se había movido.
- Y no lo digas, Omar. Sé que no somos héroes, que no vinimos aquí para esto, y que es sólo uno de miles – Estel se acomodó la palestina, dejando ver todo su rostro – Pero esto también es humano, y no puedo evitarlo. No quiero hacerlo – su mirada se volvió dulce, y su voz bajó una octava – Y sé que tú tampoco quieres.
Se inclinó para besar a Omar en el río de sudor que era su rostro y, hombro a hombro, señaló las imágenes que él había captado.
- La imagen se ve limpia. E hiciste suficiente reflejo con el lente como para atraer a un francotirador, y todavía no llovieron balas de punta – Estel rebuscó en su mochila – Veamos… Recemos. ¿No te sientes repentinamente religioso, Omar?
Su tono era cálido y sarcástico, pero abierto en su miedo, impotencia y decisión. Extrajo algo que hacía las veces una manta, la hizo un bollo voluminoso, y se la encajó a él en la mano.
- Cuando salga, la arrojas al lado contrario al mío. Si nos hemos equivocado, servirá para distraer a quien esté observando y que puedas moverte. ¿De acuerdo?
Lo miró a los ojos y, tras unos segundos, sonrió, porque no podía hacer otra cosa.
- Vamos, Omar. Muéstrame la fuerza de esos brazos sudorosos de macho de los que tanto presumes. Uno, dos… Tres.
Se escabulló antes que hubiese tiempo a cogerla y Omar la vio partir libre y salvaje, ardiente y sensual, árida y dura como el viento del desierto. Era hija de las arenas aunque hubiera nacido entre bosques y lluvia. No se lo pensó dos veces. Su brazo se sacudió en un latigazo que arrojó el bulto regalado en dirección contraria, triste señuelo que ambos sabían nunca distraería a un asesino apostado con su mira telescópica. Contó los segundos. Uno, dos, tres. Nada ocurrió. No hubo disparo ni ecos de un grito ahogado. Solo los pasos rápidos de Estel sobre cascotes y cristal roto. Miró.
Estel se había arrodillado junto al niño, expuesta, indiferente a todo salvo a aquel cuadro que ni siquiera osó fotografiar. Había en su alma la necesidad y la urgencia de hacer, no de limitarse a captar. Extendió la mano suavemente hasta apoyarla en la espalda del muchacho que la miró sin verla. Permaneció allí, quieta, respirando tensión y polvo, sus sentidos en punta y murmurando palabras que nadie más alcanzaría a oír ni a imaginar, solo destinadas a aquel huérfano. Omar nunca supo cómo había podido conseguirlo, pero sí por qué aquello nunca llegaría a serle contado, y Estel sabía que él comprendería y compartiría sus motivos. Y no habiendo sido jamás revelado, fue de ambos a lo largo de su vida.
El niño se giró y abandonó el cuerpo de su madre muerta para abrazarse al cuerpo cálido y cercano que latía, agitado y lleno de adrenalina. Estel acarició sus cabellos sintiendo que tenía el corazón en la boca, enterró su propio rostro en aquel matojo de polvo y suciedad, besó su rostro y acabó tomando sus manos, sin dejar de hablarle. Miró de reojo a la distancia, a un Omar parapetado que era testigo mudo de aquella escena, distante y sin subtítulos.
Él mismo se levantó, desnudo para cualquier bala. Serio, oscuro, azotado por el viento que hacia ondear su camiseta como un mensaje de paz. Su cámara activa, grababa aquel instante. Estel lo señaló, con un inicio de sonrisa, y el niño lo miró. Omar nunca podría olvidar aquella mirada que se grabaría a fuego en su carne y en su alma, una mirada también inmortalizada por la tecnología y que recorrería el mundo sacudiéndolo de su sopor. Vio a Estel enderezarse y con el niño de su mano comenzar a andar tratando de que no le temblasen las rodillas. Andar hacia él. Hacia Omar. Hacia la seguridad.
Estel susurró algo inclinándose hacia el pequeño. Un guiño, un gesto hacia él, y el huérfano, aún dubitativo, asintió, asomando en sus labios la sonrisa que solo los niños son capaces de esbozar incluso en medio del infierno.
Un paso, dos. Una carrera hacia un Omar que tendió una mano en la distancia como un muelle en el que poder atracar seguro. Estel, detrás, como una madre amante que apretaba el paso cámara en mano para no perderlo.
Clic.
Los tres lo supieron. En el mismo instante, en aquel infinitesimal momento que precedió a la explosión. El cerebro de Omar ralentizó el tiempo y fotograma a fotograma, captó un escenario de muerte y horror como jamás había vivido ni experimentado. Un surtidor de pólvora, fuego y polvo brotó como un géiser de una tierra preñada de dolor y angustia, arrastrando consigo carne, sangre y huesos, metal, piedra y cristal.
Aquello fue una pausa, desconcierto, frente a lo que no era ni una bala, ni un crujido, ni un paso. Y Estel, que había cogido la cámara para retratar aquel pequeño camino hacia el paraíso, sintió a su corazón paralizarse y perder un latido. Su mano libre se extendió antes que pudiera pensarlo, dio el paso adelante antes que el pánico pudiera frenarla, y sus labios dijeron algo que el destino se tragó para siempre.
Un telón pareció cubrirlo todo. Polvo. Solo polvo. Suspendido, congelado. El sonido llegó entonces a Omar. El de la explosión de la mina antipersona. El de los gritos. El del dolor sin fin que excede al cuerpo. Estel. Y el del crujido final de un obturador ya preparado, que disparó una ráfaga de fotos más rápida que la metralla y captó lo vedado antes de romperse. El estallido, el grito mudo, la desintegración. El vuelo, la caída, el infierno. Y la mano extendida de un brazo deshecho, los dedos extendidos como una súplica, a centímetros de la mano pequeña cuyo cuerpo ya no estaba allí.
El viento ejerció su imperio y el telón fue corrido. Las piernas de Omar volaron. No supo cómo. No sabía nada. Entre sus brazos, Estel. Sangre. Por todas partes sangre. Y sus ojos intensamente azules en un mar de piel cada vez más pálido, extinguiéndose como una estrella en el amanecer.
Los labios de ella balbuceaban algo, palabras entrecortadas e ininteligibles a diferencia de las que gritó la mano que aún le respondía, al apoyarse en el pecho de Omar y buscar con terror algo que no encontró. El sudor y las lágrimas eran un solo río en el rostro pálido de Estel que intentó mirar hacia el costado, hacia donde ya no había nada, pero Omar se lo impidió. Temblaba, como una hoja a la que se le iban cayendo los brazos, los labios, los párpados, con el terror enlazado al sufrimiento en las pupilas. Y algo más, que se superpuso a todo.
-Omar… No pasa nada, Omar – balbuceó, con una torpeza que era amor infinito – No pasa… nada. Joder… Shhh. No siento nada, tranquilo. Shhh, Omar.
Las palabras menguaron a diferencia del río de sangre que brotaba de aquel hombro lacerado y la luz de los ojos de Estel se extinguió cuando sus párpados cedieron a la inconsciencia. Sentía deseos de gritar, de aullar al viento, al polvo, al anónimo asesino que le arrebataba aquello que más quería en su vida. Pero mordió aquel grito entre sus dientes que rechinaron ante la presa de unas mandíbulas que trataban de sujetar la vida que escapaba de Estel. Más allá, un amasijo de carne destrozada, quien segundos antes fuera un niño, era el tributo al sinsentido, a la barbarie, a la crueldad inútil y sin nombre.
Omar se arrancó el palestino y elaboró un torpe vendaje sobre el hombro de Estel. Después, todos sus músculos se tensaron y alzó a su media alma en medio de aquel paraje maldito por el hombre y los dioses. La cabeza reposaba sobre su cuello y la débil respiración de un pecho que apenas se movía cosquilleaba sobre su piel haciéndole saber que aún había vida, que aún debía conservar la esperanza.
Y como un judío maldecido a vagar por el desierto durante cuarenta años, Omar deshizo el camino mientras lágrimas silenciosas trazaban níveas sendas en su rostro polvoriento, buscando la tierra prometida, buscando a Karim y su hospital. Nunca recordó el trayecto, nunca supo si era cierto lo que le describieron después. Su llegada, trastabillando, con Estel entre sus brazos, sus gritos de auxilio, su negativa a cederles el cuerpo de su amiga cuando cayó de rodillas, exhausto, emocionalmente agotado y en estado de shock. Que solo Karim logró lo que parecía imposible. Arrebatársela.
Pero sí se recordaba de pie, junto a la camilla en la que Estel fue tendida, sujetando su mano, sujetándola a la vida, aferrándola a él mientras los demás hacían aquello para lo que habían nacido. Salvar, sanar, curar. Como un estilita elevado sobre su columna, miraba sin ver sus rostros graves, oía sin escuchar sus palabras cargadas de duda, observaba sin comprender sus maniobras cargadas de impotencia. Solo los ojos verdes de Karim, su voz cargada de amor, su tacto suave y firme lo arrastraron de vuelta a la realidad.
-Hemos solicitado un helicóptero médico. Llegará en unos minutos. Es su única posibilidad. Yo la acompañaré. Tú… Lo siento, no hay espacio para ti.
Omar asintió y nuevas lágrimas rubricaron su comprensión de la realidad. Aguardó hasta que el sonido de los rotores lo llenó todo. Las telas de las tiendas se agitaron salvajes y el polvo se alzó en un violento tornado que no declinó en ningún momento. Gritos de urgencia, paramédicos, Karim. Todo se movilizó para sacar de allí a Estel, para alejarla de él en busca de una oportunidad. Su mano se desgajó de la de ella, mientras los veía llevársela.
Inmóvil, los brazos colgando a ambos lados de su cuerpo, la mirada vacía, los ojos secos. Algo despertó. Y corrió. Hacia ella, hasta ella, justo en el último instante. Nadie se interpuso. Nadie se atrevió a hacerlo. Acarició su rostro, quizás por última vez y depositó un delicado y tierno beso en sus labios, antes de murmurar salvaje a su oído.
-Ni se te ocurra dejarme solo o me arrastraré por los infiernos hasta encontrarte y traerte de vuelta. Lo juro.
Unos pasos atrás. El rotor principal aumentó su potencia y el tornado se volvió huracán y como una estatua de sal, Omar vio partir el helicóptero. Sus piernas cedieron y cayó de rodillas, azotado por el polvo y la arena mientras Estel era llevada a los cielos. Sus hombros caídos, las manos sobre el suelo, la cabeza gacha. Y entonces gritó. Gritó. Gritó.