Escuchó el insulto dirigido a Estel. Ni se molestó en traducirlo. No le prestó siquiera atención. No era importante. Lo siguiente que fue dicho, en cambio si. Bastaba su expresión para comprender que algo ocurría, que algo iba a ocurrir.
-Madre está aquí -susurró para todos, un susurro que la especial acústica del lugar volvió siniestro e inquietante.
الكلبة الصغيرة
"Pequeña perra"
انها هنا. الأم هي هنا ...
"Ella está aquí. La Madre está aquí.
Había algo, algo allí... allí cerca. Algo que estaba y no estaba, lo notasteis, pudisteis sentirlo. Cada uno de vosotros lo sintió.
Tú lo sentiste.
Una presencia, contigo, junto a tí... o en tu interior. Algo negro, oscuro, maligno. Algo poderoso y mágico, extraño...
A medida que se aceleraba tu pulso, la sensación parecía crecer. No. No lo parecía. Crecía, y con ella la presencia tomó forma. ¿Sentada, acuclillada? Agazapada. Una fiera agazapada. Una... ¿anciana...?
Una mujer mucho más vieja que cualquiera que hubieras visto nunca, decrépita, con la piel del rostro tan arrugada y apergaminada que parecía que algún macabro taxidermista la hubiera disecado para algún tipo de morboso deleite. Las manos reposaban en el regazo de negra tela, agarrotadas, crispadas en lo que los años habían vuelto garras.
Y viste fulgurar su mirada.
Porque, ¡sus ojos! Eran los ojos de la fiera, del depredador astuto y vivaz, atento, inteligente. Paciente, que rondaba a su presa sin prisas, cauteloso, la estudiaba y la reconocía. Las pupilas de un azul gris tan claro que parecían trasparentes brillaban entre las rendijas de sus párpados, y el temor que despertaban era atávico, sí, algo que tañía una nota en las profundidades del alma, una nota de sonido ancestral, más antiguo que la conciencia.
Si esperabas obtener confianza de una anciana, la suficiente para mirarla con cierta tranquilidad, no la obtuviste.
Lo que sientiste fue pavor, y premonición, destino e impotencia. Dolor y rabia. Mezcla de demasiadas sensaciones, incluso sentimientos, algunas y algunos opuestas y opuestos, una emoción complejamente facetada. Nueva, distinta. Y sin embargo, vieja, antigua, milenaria.
Supiste al momento que ella, esa anciana, era la respuesta, que ella tenía el poder en sus manos, el tiempo, la verdad, su verdad, y que sabía, que la atañía hasta la médula.
Esa mujer, esa fiera agazapada, era tu perdición, vuestra perdición, vuestra condena. No es que lo fuera a ser, es que ya lo era.
Y lo supisteis al instante, supisteis que se debía a vuestros padres y a sus amigos, que estabais allí condenados por lo que había sucedido tanto tiempo atrás, y que algo poderoso y oscuro había decidido que tú, que ellos, debían pagar por ello...
La evidencia no llegó a tus oídos. Sino a tu mente.
Y una avalancha de imágenes te asaltaron, incontinentes, desatadas. En ellas había una historia dibujada, una extraña.
Dioses Egipcios, sacerdotes de esos dioses, símbolos. El Udjat, el ankh, y rostros. Y alineaciones. De pronto visteis a vuestros padres, entre esos rostros, y otros, otros rostros que no conocíais pero que supísteis sin lugar a dudas a quiénes pertenecían. Incluso, en ese momento, supisteis sus nombres, y calaron en las almas y visteis sus facciones.
Dos, dos facciones enfrentadas, no bien y mal, era otra cosa, eran fuerzas, poderes, blanco y negro, sol y luna, pasado y futuro. Una guerra. A muerte, una batalla ciclópea, de dimensiones infinitas. Magia, y odio, y... muerte.
La viste, viste la muerte, la sentiste. La sentísteis. Visteis luchar a vuestros padres, visteis morir a hombres y mujeres, eran momentos distintos, pero una misma razón.
Lo comprendiste. No supiste cómo, pero comprendiste.
Ante tí la forma negra de la mujer se contrajo, se enroscó sobre sí misma, y casi sin darte tiempo a reaccionar te encontraste frente a una enorme cobra de Egipto.
La serpiente siseó, y viste... viste la trampa, viste a la terrible cobra anidar en el fondo del laberinto, y atraeros a todos hasta ella... hasta sus fauces de ponzoñosos colmillos, y allí, sin escapatoria, sin salida, pagar por aquello que decía que debía ser pagado.
Sentiste caer sobre ti el odio, un odio mucho más corrosivo que el que habías pensado nunca que podía llegar a sentirse. Te ahogaste en una marea de maldad y negrura.
Odio, y venganza. Vosotros seríais el Sacrificio que la cobra negra exigía...
Os quedáis noqueados.
Si posteáis, sólo al director, pensamientos, sentimientos y sensaciones, pero nada más.
Había algo, algo allí... allí cerca. Algo que estaba y no estaba, lo notaste, pudiste sentirlo. Cada uno de vosotros lo sintió.
Tú lo sentiste.
Una presencia, contigo, junto a tí... o en tu interior. Algo negro, oscuro, maligno. Algo poderoso y mágico, extraño...
A medida que se aceleraba tu pulso, la sensación parecía crecer. No. No lo parecía. Crecía, y con ella la presencia tomó forma. ¿Sentada, acuclillada? Agazapada. Una fiera agazapada. Una... ¿anciana...?
Una mujer mucho más vieja que cualquiera que hubieras visto nunca, decrépita, con la piel del rostro tan arrugada y apergaminada que parecía que algún macabro taxidermista la hubiera disecado para algún tipo de morboso deleite. Las manos reposaban en el regazo de negra tela, agarrotadas, crispadas en lo que los años habían vuelto garras.
Y viste fulgurar su mirada.
Porque, ¡sus ojos! Eran los ojos de la fiera, del depredador astuto y vivaz, atento, inteligente. Paciente, que rondaba a su presa sin prisas, cauteloso, la estudiaba y la reconocía. Las pupilas de un azul gris tan claro que parecían trasparentes brillaban entre las rendijas de sus párpados, y el temor que despertaban era atávico, sí, algo que tañía una nota en las profundidades del alma, una nota de sonido ancestral, más antiguo que la conciencia.
Si esperabas obtener confianza de una anciana, la suficiente para mirarla con cierta tranquilidad, no la obtuviste.
Lo que sentiste fue pavor, y premonición, destino e impotencia. Dolor y rabia. Mezcla de demasiadas sensaciones, incluso sentimientos, algunas y algunos opuestas y opuestos, una emoción complejamente facetada. Nueva, distinta. Y sin embargo, vieja, antigua, milenaria.
Supiste al momento que ella, esa anciana, era la respuesta, que ella tenía el poder en sus manos, el tiempo, la verdad, su verdad, y que sabía, que la atañía hasta la médula.
Esa mujer, esa fiera agazapada, era tu perdición, vuestra perdición, vuestra condena. No es que lo fuera a ser, es que ya lo era.
Y lo supiste al instante, supiste que se debía a Ben y a sus amigos, que estabais allí condenados por lo que había sucedido tanto tiempo atrás, y que algo poderoso y oscuro había decidido que también tú, junto con ellos, debías pagar por ello...
La evidencia no llegó a tus oídos. Sino a tu mente.
Y una avalancha de imágenes te asaltaron, incontinentes, desatadas. En ellas había una historia dibujada, una extraña.
Dioses Egipcios, sacerdotes de esos dioses, símbolos. El Udjat, el ankh, y rostros. Y alineaciones. De pronto viste a Ben, entre esos rostros, y otros, otros rostros que no conocías pero que supíste sin lugar a dudas a quiénes pertenecían. A los padres de todos los que acompañabas. Incluso, en ese momento, supiste sus nombres, y calaron en tu alma y viste sus facciones.
Dos, dos facciones enfrentadas, no bien y mal, era otra cosa, eran fuerzas, poderes, blanco y negro, sol y luna, pasado y futuro. Una guerra. A muerte, una batalla ciclópea, de dimensiones infinitas. Magia, y odio, y... muerte.
La viste, viste la muerte, la sentiste. Viste luchar a sus padres, visteis morir a hombres y mujeres, eran momentos distintos, pero una misma razón. Y tú, ahora, estabas entre ellos.
Lo comprendiste. No supiste cómo, pero comprendiste.
Ante tí la forma negra de la mujer se contrajo, se enroscó sobre sí misma, y casi sin darte tiempo a reaccionar te encontraste frente a una enorme cobra de Egipto.
La serpiente siseó, y viste... viste la trampa, viste a la terrible cobra anidar en el fondo del laberinto, y atraeros a todos hasta ella... hasta sus fauces de ponzoñosos colmillos, y allí, sin escapatoria, sin salida, pagar por aquello que decía que debía ser pagado.
Sentiste caer sobre ti el odio, un odio mucho más corrosivo que el que habías pensado nunca que podía llegar a sentirse. Te ahogaste en una marea de maldad y negrura.
Odio, y venganza. Vosotros seríais el Sacrificio que la cobra negra exigía...
Si posteas, sólo al director, pensamientos, sentimientos y sensaciones, pero nada más.
Te has quedado noqueada.
La advertencia de Omar llegó demasiado tarde, o la oscuridad fue más rápida que la palabra y el sonido.
Lo sintió venir, pero no sabía a qué, ni por donde. Se sentía vigilada, observada, olida, husmeada, rastreada… era como ser observada por un depredador en mitad de un páramo desierto sin lugar en el que esconderse, donde protegerse de alguna forma. Sabía que fuera lo que fuera, la tenía en el punto de mira, pero desconocía por dónde le vendría el golpe de gracia. Se sentía totalmente ciega. Era como si sus ojos no funcionaran y su percepción hubiera aumentado a un mil por ciento. Detrás, delante, a ambos lados…pero también en su interior. No era donde. Simplemente era. Estaba allí, llegando, sin más. Rodeándola a la vez por todos lados, partiendo de ella misma, de su propia oscuridad.
Y entonces, en un momento que no supo definir exactamente, la oscuridad se movió. Un movimiento lento, pastoso, pesado, pero que poco a poco fue tomando forma y que esta vez sí fue capaz de detectar. Ella ya sabía lo que iba a surgir de aquello, lo presentía, lo sentía en cada poro de su piel. Su corazón se lo decía a gritos, cada vez más fuerte, con más insistencia. Su mano se posó sobre él intentando apaciguarlo aún sabiendo que era imposible de contener. Y, de repente la oscuridad abrió los ojos y la miró.
Saltó hacia atrás, intentó poner la mayor parte de distancia posible entre ella y aquellos ojos. Y sobre todo de su dueña. Pero no podía, sus pies no se movían de donde estaban. Estaba paralizada por el miedo arroyador que le inflingía aquella mirada. Por su mente pasó una imagen que había visto miles de veces y que siempre la sorprendía. Como algunos insectos eran cazados por sus depredadores sin oponer el mínimo de resistencia, sin intentar escapar, sin intentar ponerse a cubierto. Ella estaba allí, delante de su verdugo. Y era incapaz de moverse. Era incapaz de gritar. Era incapaz de cualquier cosa menos de sentir un miedo que pensaba que era imposible de sentir.
Su parte objetiva le decía que ella ya sabía lo que iba a pasar, que no debía sorprenderse, que estaba preparada para el encuentro después de tantos años de convivir con la história de sus padres. Pero su yo animal, simplemente, quería gritar. Pero no tenía voz. Solamente podía encogerse sobre sí misma, cada vez más, más, más. Se hizo un ovillo sobre el suelo, se abrazó a su misma y hundió su cabeza entre las piernas, incapaz de soportar más miedo, pensando en que el siguiente segundo sería el segundo en el que su corazón no soportaría la presión de aquella mirada. Y sabía que ese segundo llegaría. Solo era cuestión de saber qué segundo elegiría ella para darle el golpe de gracia. Y la espera se hacía eterna… y el no saber cómo lo ejecutaría, más aún.
Y allí, en la oscuridad de su escaso espacio vital, la oscuridad dio paso a imágenes en su mente. Fueron pasando a cámara rápida, pero las pudo ver a la perfección. El miedo se apartó un poco ante el conocimiento, la sensación de que formaba parte de algo grande, inmenso. De que no eran los primeros de toda una saga, de un enfrentamiento que llevaba siglos, milenios, produciéndose. Pero quizás estaba escrito que serían los últimos.
-Mamá…. –la voz se escuchó rota, ronca, ansiosa. La voz de alguien que sabe que no hay probabilidad de volver a abrazarse a ese ser querido que, como un espejismo en mitad del desierto, apareció acompañada de otros rostros conocidos sobre una duna, la brisa meciendo sus ropas. Unos enfrentados a otros. La lucha. Su padre no estaba, pero era algo que ya sabía, aunque le dolió no verlo una última vez.
Y después, como un adelanto de lo que iba a pasar, se sucedieron las muertes. Una tras otra…. Hasta que no pudo soportarlo más.
-¡Basta! ¡Basta!-gritó sin poder soportar un segundo más aquellas imágenes, ¿o fue solo en su mente donde resonó el grito? Supo que estaba llorando como un bebé. Inconsolable y aterrada.
Y como si hubiera sido una orden, las muertes pararon y la oscuridad reapareció y mutó en algo que Charlotte conocía muy bien. La sensación fue que tenía a la serpiente en su regazo. Vio brillar el brillo de sus ojos entre su pecho y sus piernas encogidas, rodeadas por sus brazos. Pero sabía que si se movía, mordería. Sabía lo venenosa que era, y que no avisaba antes de morder. Sabía los efectos de ese veneno y solo pudo pensar en una cosa. No quería morir así. Dejó de respirar, pero los ojos pequeños y brillantes, negros como la muerte misma, no dejaban ir a los suyos. Y el veneno que guardaban aquellos puntiagudos y afilados colmillos comenzó a fluir entre ambas. Trepó por su cuerpo, lenta pero imparablemente y fue penetrando en cada uno de los poros de su piel. No hacía falta mordedura, tenía el veneno dentro desde mucho antes de nacer. Lo que estaba ocurriendo ahora no era precipitado, no era simplemente planeado. Había sido gestado mucho antes de tan siquiera ella fuera concebida, mucho antes de que incluso sus padres salieran de Egipto. Ella había nacido con un futuro predestinado, escrito por alguien que solo conocía una palabra. Palabra que era su mantra, su oración diaria, su talismán, su vida y su alma…. VENGANZA.
Y acababa de conseguirla. Los tenía a todos los que eran. Y, con ellos, tenía también a sus respectivos padres. La venganza era doble. Acababa con el linaje de Herederos, infligiendo un daño mortal a quienes la vencieron, dolor que acabaría con ellos igualmente al sentir la muerte de sus hijos. Había tardado treinta años en llevarlos allí, pero lo había tramado todo tan a la perfección que no había escapatoria. Antes de empezar, ya había ganado.
Sintió como la serpiente se movía lentamente, reptó por su cintura, rodeándola, y tuvo un fugaz recuerdo del odio que había sentido en la mirada de Fadil. Ahora le parecía una caricia de amante. Todo comenzaba a nublarse, su corazón comenzaba a latir cada vez más lento. Lottie seguía sin respirar, no quería moverse…. Tenía la cabeza de la serpiente junto a su cuello… Ya quedaba poco, solo quería que no doliese…
¡Sean! Lottie cogió aire de repente, cuando el miedo dejó un segundo para que el espasmo del recuerdo llegara hasta ella devolviéndole la imagen de su hermano, la última vez que lo había visto, asustado y pidiéndole con los ojos que no lo dejara solo. Y ella… y ella… ella lo había dejado solo. El también estaba allí, en algún lugar cerca de ella que era incapaz de ver ahora. Estaría asustado, más que ella… más que ella… ¡Sean! gritó en su mente mientras sentía a la serpiente enroscarse en su cuello.
Y se odió por ser incapaz de moverse, de reaccionar al miedo, al odio que la empapaba, a la sed de venganza. Por regalarle su vida sin luchar. El aire le faltaba, sentía sus brazos perder fuerza y todo parecía que giraba a su alrededor. Lo único firme y constante era el roce de la piel de la serpiente, tibia y amenazante en su cuello. Sintió que caía, que perdía el conocimiento, que todo había acabado. Solo le quedaba una cosa que hacer. Sabía que no surtiría efecto, que él estaba igual de condenado que ella. Pero su último aliento fue una petición.
Por favor, deja ir a Sean…. Tómame a mí. Un hijo por cada Heredero. Déjalo vivir… las últimas dos palabras fueron solamente un susurro casi no pronunciado.
La imagen idealizada de una diosa egipcia apareció ante ella, tal y como siempre la había imaginado, un instante solo, para romperse en mil pedazos, rota su inocencia y su cuento de hadas egipcio. Tantos años soñando con aquella historia, tanta ilusión por conocer aquella tierra y era incapaz tan siquiera de poner resistencia. Se sintió impotente y pequeña. Sin derecho a ser la hija de una Heredera.
Una diosa como tu debería haber sabido esto...lo que ella tramaba... ¿donde estas Isis? ¿Donde? No había odio en aquellas palabras, solo el desconcierto que provocaba saber que no todo era tan maravilloso como ella había hecho que fuera en su mente, en sus ilusiones, en su imaginación. Y solo entonces entendió verdaderamente el respeto y el temor con el que sus padres hablaban de todo aquello.
Sintió los colmillos de la serpiente acariciando la piel de su cuello. Cerró los ojos, sumiéndose en su propia oscuridad.
Nada.
La nada me envolvía. Me absorbía. Me mecía como una dulce melodía adormece a un niño. La nada como consecuencia, como respuesta a una ecuación de proporciones terribles y cósmicas. El balance. El equilibrio. Igual a cero. Matemáticas celestiales. La vida, la alegría, la luz... la danza, el amor, la pasión... en un lado. En el otro la muerte, la noche, el dolor, la despedida, el miedo. Balanceados.
La roca parecía por fin haberme aceptado. Mi cuerpo se pegaba con ansiedad a la fría y paradójicamente húmeda pared caliza hasta efectuar un efecto de simbiosis entre la carne y el inerte mineral.
Por muy fuerte que cerrase los ojos ellos me miraban. Sus ojos. Los de aquella anciana. Los de aquella joven. Los de aquella entidad atemporal que vertía sobre mí su veneno ponzoñoso. Como un escorpión que clava con violencia su aguijón al compás de una convulsión de su propio cuerpo haciendo que la infortunada víctima también sacudiese su anatomía al compás de su propio movimiento. Su postrer movimiento. Y después la nada.
La nada detenía el cauce del río que corría dentro de mí. Cuajando la sangre en las venas. Paralizando la cascada de emoción en mi pecho. Mi danza interna. Mi espiral vital. Mi corazón, mi pasión, mis pensamientos... mi vida. Matándome. Poco a poco. A cada paso de baile. A cada latido. Un poco menos de vida. Sentir cada vez menos la vida. Su ausencia. Sustituyendo esta dentro de mí por el líquido negro como la pez de la muerte. Como un aljibe... como un cántaro que ya no alberga agua. Que queda hendido en su base y que sabe de su inutilidad para volver a llevar a cabo la misión para la que fue creado; portar el agua de la vida.
La última sensación humana. La última sensación mundana fueron las palabras de Oliver, los ojos de Mike, la sonrisa de aceptación de Omar, la furia de Estel... mis propias lágrimas enfriándose sobre mis mejillas.
Ya nunca podría salir de allí.
Ya nunca más volvería a sentir como lo había hecho hasta aquel instante.
La vida estaba siento sustituida por algo impío que tampoco era muerte.
Por nada. La nada solo traía nada.
Nada.
Sam era tranquila, incluso de las que evitaba confrontaciones si le era posible, pero cuando observó el enigmático laberinto lo supo. No sabía cómo. Lógica tal vez, pero fue tan evidente, tan claro... Habían sido conducidos allí por otro motivo, y otra vez Ella. Su Mel estaba perdida, asustada y tan engañada como estaban siendo ellos. Lo que no esperaba es que su arrebato producido por el más puro de los sentimientos pudiera acabar en una auténtica pelea que al parecer exigía verdad y celeridad al mismo tiempo. Explicaciones y un encuentro.
Quiso llegar a Mike otra vez, pero ahora no para advertirle sino para evitar que fuera a más. Su actitud la hinchó de orgullo, pues como demostraba sus palabras él era conciliador, tanto como podía en esta extraña situación. Por otro lado, Fadil... Rabia volvió a ella no tanto por la palabras sino por el significado oculto tras ella, y no era el único que se empeñaba en mantener el velo ante sus ojos. Y sin embargo, por extraño que pareciera, notó la tristeza, o lástima. No estaba muy segura pero ahí estaba. Fadil había soltado sus entrañas y se había quedado vacío, impotente quizás.
Y entonces, como una respuesta a las preguntas que se amontonaban la comprensión llegó a ella. Tan cruda que la inmovilizó mirando hacia el laberinto. Absorta miraba más allá, y sin embargo allí mismo...
Lamenté profundamente no haber hecho caso a mi padre con aquella historia. Si tan solo le hubiera escuchado, al menos no me habría sentido tan perdido. Lo cierto es que no pensé en huir, y eso ya era todo un logro en mi persona, porque en realidad algo me decía que debía estar allí y continuar con aquellas personas. Ese algo daba un miedo de cojones, y tenía la forma etérea de una anciana con la cara apergaminada y unos penetrantes ojos, de esos que no puedes quitarte de encima ni aunque cierres tú los tuyos.
Pero vaya, no toda la culpa era mía, si mi padre se hubiera comportado de otra forma conmigo quizás hubiéramos tenido una buena relación y no pensaría de él que no es más que un mentiroso. Es más, ahora que sabía que la historia era cierta, resultaba que mi mejor trabajo, a lo que más tiempo y esfuerzo le he dedicado en mi maldita vida, no es más que una sucia cagada. Supongo que esto es el castigo por haberme mofado de algo muy serio.
"Joder... menuda mierda... ¿En serio merezco la muerte por eso?" - pensé contrariado, aún bajo la atenta mirada de la anciana.
Supuse que no quedaba más remedio que aceptar mi destino, pero al menos me hice una promesa, y es que si salía vivo de aquella situación escribiría una cuantas canciones al respecto. Quise verlo como una especie de redención, hacia la verdad de la historia, porque a mi padre no dejaría de odiarlo nunca.
No tuvo tiempo de comprender a qué se refería Omar con aquello de la madre cuando su ser huyó por unos segundos. Se congeló ante el mal que se avecinaba sobre ellos, o más bien brotó de repente en su interior amenazando con hacer añicos su alma. Cuando el temor cobró forma en cada arruga de aquel rostro que hablaba de odio y venganza supo que la anciana los había juzgado y condenado mucho antes de haber nacido. Una condena que se inyectaría en las venas de los presentes pues los hijos pagarían por el pecado de los padres. ¿Dónde encajaba Sam? Allí donde estuvieran los gemelos, no cabía duda.
La repuesta que estaba buscando, y que comenzó a tomar algo de sentido por la antinatural llegada de la anciana, la atropelló con una verdad inmemorial de dioses y monstruos vestidos de hombres. Dos bandos que no hablaban del Bien o del Mal, no al menos como entendía. Era un bando, o el otro; así de simple, y así de complejo.
Ni aunque literalmente pudiera apretar su corazón con la mano podría parar el flujo de pavor que corría en su interior ante la verdad: ellos tenían que morir, así lo quería la muerte escamosa que siseaba ante ella. Su odio y maldad era la bienvenida al aciago destino que les esperaba entre las paredes del laberinto, uno en el que sin saberlo ya habían entrado.
Quiso hablar, señalar al mal que los acechaba y... ¿Y qué? Sólo podía respirar, o intentarlo. Y aferrándose a cada bocanada de aire miró al Mal a través de aquellas rendijas milenarias. Quiso ser fuerte por una causa que no era la suya; por unos hermanos que eran los suyos; porque ella no quería morir, así de simple... Y cayó en la cuenta, tenía que hacerlo si quería permanecer cuerda: si ellos lo consiguieron, ¿por qué no ellos?
- Ellos pudieron... -susurró con la mano en el pecho sintiendo el presente en cada inhalación. En cada exhalación.
¿Cómo podía deshacerse del miedo que la atenazaba y conseguir la fuerza que necesitaba para evitar lo que el destino había sellado como inevitable? Qué fácil era decir que en los momentos más difíciles surgían los héroes, pero cuántos habían estado ante la negrura más absoluta que amenazaba con absorberlos para siempre. Y se acordó de Mel, y de Mike a su lado. Ellos estaban allí porque Ben pudo.
- Y nosotros también podremos -susurró, o fue su mente quien lo hizo. Lo único real era la necesidad de no apartar la mirada de la inmisericorde sentencia impuesta.
El miedo anidaba en su interior y le arañaba como si unas garras de hierro afiladas, candentes, estuvieran desgarrando sus entrañas.
Melyssa nunca había sido una persona cobarde. Desde pequeña había mirado al mundo con ojos desafiantes y había creído que estaba preparada para cualquier cosa. Pero aquello, aquello se sobrepasaba a todo lo imaginable. El miedo que sentía se volvía oleoso, corrosivo, y la paralizaba, volviéndola casi como una muñeca de trapo.
Miró a la anciana que había aparecido delante suya y por un momento estuvo tentada de pedirle ayuda. Pero su mirada caló en su interior y enseguida fue consciente que en ella anidaba el mal. Unas lágrimas que ni sentía empezaron a correr por sus mejillas. En su interior empezaba a mezclarse el miedo con la rabia y el dolor y empezaba a dejarse engullir por toda aquella vorágine de sentimientos.
Supo que estaban condenados y un grito empezó a trepar por su garganta. Quiso abrir los labios y dejarlo escapar, pero se atragantó en su recorrido y murió antes de hallar su destino. Melyssa había empezado a temblar y se encogió más contra la puerta cuando la forma de aquella mujer cambió y ante ella se materializó una enorme serpiente.
¡Noooooo!
Tenía que avisar a Mike, no podían bajar por aquel laberinto. Tenían que huir. Por fin pudo respirar y el grito reapareció en sus labios. Empezó a hiperventilar mientras se arrastraba a gatas, buscando algún lugar para esconderse. Aunque sabía que era imposible, que ella estaba atrapada... Tenía que avisar a Mike... Mike.... Tienes que irte....
Se detuvo, y con dedos temblorosos empezó a toquetear de nuevo el comunicador. Tenía que hacerle llegar a Mike su aviso, no podían ir hacia allí o estarían todos perdidos.
HUID
Fué inútil. Melyssa no consiguió lanzar su mensaje, ni siquiera acabar de teclearlo. Se fue quedando agarrotada, noqueada.
Hasta que, finalmente, no fue más que un ovillo inmóvil pero consciente en el suelo metálico.
Todo desapareció, sustituido por lo que no podría describir sino como una bruma intangible y ponzoñosa que cobraba forma, al tiempo que la malignidad de la misma se evidenciaba, bañando su ser, su alma, inundándolo de una sensación de indefensión absoluta ante la cual solo sentía deseos de dejarse caer al suelo y encogerse en una posición fetal que lo alejara de aquel lugar, de aquella presencia que se encarnaba en la figura de un manto de tela donde solo manos y rostro se hacían visibles y perceptibles.
Omar supo quién era, reconoció sin haberla visto antes a la mujer de la que sus padres le habían hablado en innumerables ocasiones, la inquietante anciana que pobló sus sueños infantiles de pesadillas tras escuchar lo que debiera haber estado velado a un niño. Y en aquel instante de consciencia, de reconocimiento quisó mirar a su alrededor, en torno a sí para descubrir al ancla de su vida, a Estel, o a Charlotte, fuente de amor inagotable. Pero todo su ser estaba paralizado. Deseaba gritar pero su boca no se abría. Quería mirar, pero solo veía a la anciana, sus ojos imposibles, aquel abismo de dolor y perdición bañado de gris y azul.
Miedo, temor, adrenalina, deseos de huir sacudieron a Omar en oleadas sucesivas y su alma, herida por los horrores de una guerra demasiado reciente, vio abrirse las viejas cicatrices y sangrar un icor tan negro como los ropajes de la anciana. Sintió que lágrimas de impotencia brotaban de sus ojos al tiempo que se hundía en la mirada de la mujer y revivía los pecados de sus padres, como si de un observador imparcial se tratara, y supo que pagarían por ellos.
Vio la lucha sin cuartel, dos bandos enfrentados por sendas causas que, sin embargo, parecían ser la misma. Muerte, muerte, muerte. Y vida. Todo era verdad y todo era mentira. Inocentes y culpables por igual. Dos caras de una misma moneda. El tao. El ying y el yang. El ojo derecho y el ojo izquierdo.
Y en un instante, apenas una micra de segundo si es que el tiempo existía en el imperio de aquella dama atemporal, todo cambió, se transformó, mutó. La cobra cobró forma y su reptiliano magnetismo lo atrajo implacable, irresistible. Supo que era el fin, que sería atraído a aquel pozo sin fondo, consumido por la ponzoña de su odio y deseo de venganza, abrazado por sus escamas, fruto alquímico del mal y la negrura de su alma.
Amor, generosidad, deseos de vivir, de luchar por uno mismo o por los demás, consciencia de que el destino no estaba labrado, padres son padres e hijos son hijos, pasado y presente están imbricados pero no determinan el futuro.
Tal y como la bruma negra se había instalado en su derredor asfixiándolo con su hedor a perdición, la mente de Omar se rebeló trayendo del último de sus rincones el más poderoso de sus amuletos, el que representaba su comienzo, su renacer, su despertar de la mano de Estel. Y con el recuerdo de aquella pared blanca y aquella primera fotografía, la brújula de su existencia le dio las fuerzas necesarias para oponerse, negarse, luchar. Moriría si hiciera falta pero no sin presentar batalla. Al miedo lo sustituyó el valor, a la negrura se opuso la pared blanca, a la mirada gris azulada la marrón de Estel. Frente a él, el áspid. Frente al áspid, él. Omar. Mente contra mente. Cuerpo contra cuerpo. Una lucha eterna en un laberinto de piedra y pasiones.
El sonido de una flauta en la oscuridad. La vista no es siempre el primer sentido que reacciona. Sean sintió vértigo, y se alejó de la oscuridad arqueando su espalda y su cuello hacia atrás, como tomando perspectiva. Estaba ante el abismo del laberinto, y a su lado el nubio sujetaba a Omar del cuello.
Un grito. El sonido de la flauta transformada en grito. Solo una nota. Amortiguada, como cuando tienes los oídos taponados. Y Sean reconocía la voz de Charlotte en esa nota. Se volvió hacia el origen del sonido. A cámara lenta, las mandíbulas de su hermana vocalizaban entre gestos de miedo. Sin saber cómo, le pareció entender que Lottie quería que Sean protegiese a Estel.
Una voz transformada en jazz. Los ojos de Estel se clavaban en él, felinos. La silueta de aquel amor platónico de juventud se contorneó al sonido de la música. Sensual. Suave. Bailando como una serpiente ante el saxofón de un faquir descontextualizado. Sean colocó su mano sobre aquellas hermosas clavículas, y descendió por el esternón de Estel hasta profanar su escote.
HA HA HA HA HA HA...
Jazz evolucionando a una risa. Una risa cruel y burlona. Sean apartó la mirada de Estel contra su propia voluntad. Omar y el nubio reían al unísono, incluso cuando el Hermano abrió su mano y Omar caía a carcajadas hacia el abismo.
Tacto. Los dedos de Sean se hundieron en el pecho de arena de Estel hasta alcanzar una textura de fluídos y viscosidad. Aquella hermosa Estel se desnudaba, mostrando pechos generosos, pezones con forma de Udjat y caprichosos lunares formando la constelación de... es igual, Sean no sabe de astronomía. Y esos pechos se empezaron a marchitar, secándose, arrugándose y volviéndose pellejo.
Ahora sí, Sean apartaba voluntariamente la mirada de aquella mustia imagen. Pero el rostro de Estel también envejecía. Hasta convertirse en abuela. Hasta convertirse en la Madre. Y Sean trataba de retirar su mano hundida de aquel torso envejecido, pero la Madre le besó.
Sabor a sequedad. Labios con aridez y lengua con... un exceso de babas que no se correspondía con esa sensación de sed. La imagen de aquel beso rotó hasta que Sean estuvo abajo y la Madre arriba. El torso desnudo de Sean se infló cuando la Madre le insufló aire.
Se levantó, tembloroso, volviendo de la muerte. Estaba en el desierto. Ante él, Oliver, dándole la espalda. Un chorro de arena tumbó a Sean de nuevo, en la mitad inferior de aquel reloj de arena que les encerraba, y que colgaba del cinto de un Nathan de proporciones colosales, que corría. Y corría. Por un desierto más grande. Hacia dos pirámides en cuyas cúspides hacían equilibrios las plantas de dos pies de un dios con cabeza de chacal.
Oliver miró a Sean por encima del hombro y sonrió. Sonrió justo antes de golpearse la cabeza contra el cristal, y que de su frente brotase la sangre. Y siguió golpeándose, tratando de escapar abriendo una brecha a cabezazos. Y mientras, Sean nadó en el chorro de arena, ascendiendo a la parte superior del reloj, y emergiendo, al menos de torso para arriba de aquella aridez extrema.
Y allí comprobó que el techo del reloj de arena era también de cristal. Y miró más arriba. Justo cuando Nathan pasaba entre las dos pirámides. Justo cuando ambos pasaban bajo las piernas abiertas de Anubis y su taparrabos sacerdotal.
Aggh... ¿qué? No. Uggggh...
Y pasaron de largo en aquella maratón, de modo que pudo ver que el dios egipcio sujetaba no un cetro, sino un bastón de caramelo. Y en su cúspide, pegado a su azúcar, Sam y Mike. Serenos. Sam leía un libro. Mike trataba de dialogar y poner calma, siempre conciliador, con un dios que abría sus fauces y acercaba el bastón de caramelo a su boca.
Y lo que ninguno de ellos sabía era dónde estaba Melyssa y qué papel jugaba Fadil en todo esto.
La anciana, o cobra, o maga, o Atlante, o lo que fuera... actuaba sobre él. Estaba claro como la MDMA. Lo flipaba, pero bien.
Si penetraba en su sangre, o en su mente, o donde fuera, ni idea. Pero penetraba. Penetraba.
Y por ello el viaje, astral y corporal, y los ojos azules de Sean se enturbiaron, y sus labios se entreabrieron, quizá para recibir los udjats de los pezones de Estel, quizá para saborear la baba de la Madre, que sabía a chicle de fresa. O para tocar la flauta.
La nota emitida por la flauta se volvió grito, y el grito se volvió Charlotte. Su hermanísima. No había miedo en su grito, ni tampoco en la risa de Omar, cayendo junto al Hermano. ¡Cuanto hermano!
HA HA HA HA HA HA...
Luego bailó al son de su visión, son y visión, sí. Y visón, ¿por qué no...? Confusión.
El tiempo, el espacio, el reloj de arena. Nathan, Oliver. Arena y cristal, la trampa de Umayma. Las alomonas lanzadas y absorbidas, los dioses gigantes. Colosos. Anubis y sus... eh... eso. Colosos.
El bastón de caramelo de Anubis. ¡Menudo bastón!
Mike y Sam, y el libro. Y el caramelo. Lo chupó, claro, no iba a ser de otro modo....
¿Melyssa y Fadil...? ¿¿Ahhhh...?? (Léase con cara de niño malo)
No he podido resistirme a responder. Conste que eres el único con la "distinción".
¡¡Me paaartooooo!!
Por mucho que se resistiera a negar la realidad, a intentar buscar lógica a lo que su padre les había contado y a los que estaba pasando, a lo que algunos de sus compañeros parecían creer como una realidad irrefutable, al final aquella sensación que se fue apoderando de él le hizo darse cuenta que pasaba algo, algo real y que estaba fuera de su comprensión.
Había algo, o mejor dicho alguien, estaba allí junto a ellos pero también en su interior, podía sentirlo en su pensamiento, algo maligno, desagradable, pero poderoso y mágico.
Mike notó como su pulso se aceleraba, era un chico deportista y hacía tiempo que no notaba su pulso con tanto ritmo y entonces en aquel estado la vio, era una anciana, alguien de aspecto tan viejo que no parecía posible que hubiera vivido tantos años, con los ojos fijos en él, peligrosos y amenazantes y con aquellas manos que eran más parecidas a unas garras de alguna fiera que a algo humano. Se sintió en peligro, como si fuera una presa que está a punto de ser devorada por un depredador salvaje e implacable. Quiso huir pero no podía moverse, sintió dolor y rabia a partes iguales, junto a la impotencia de no poder hacer nada.
Un aluvión de sensaciones recorrió su mente, cosas que desconocía por completo pero que ahora eran parte de él de alguna manera. Vio dioses egipcios, vio a su padre y a su madre, también a otros desconocidos a los que ahora conocía, todos parte de un conflicto entre dos bandos enfrentados durante tiempos inmemoriales. Su padre había sido parte de ello, había luchado y había vencido, pero ahora sus enemigos buscaban venganza, una venganza que se estaban cobrando con las vidas de los hijos. Mike no quería ser parte de aquello, pero lo era quisiera o no, no había otra opción, estaba a punto de ser castigado y no podía hacer nada para evitarlo. Se resigno a ello, era su destino, su extraño destino.
Pero no Mel, no Sam... ¡Ellas no!
Daba igual, estaban también condenadas, de alguna manera eran parte de lo mismo, junto a todos sus compañeros de viaje. No había escapatoria ni vuelta atrás, el dolor y la oscuridad se abalanzaron sobre él hasta que los sentimientos de odio, venganza y el dolor se hicieron tan insoportables que Mike cayó inconsciente al suelo.