Primavera del 2799 de la Tercera Edad
Bree era un antiguo pueblo localizado en pleno centro de Eriador, en el cruce del Camino del Este y el Camino Verde. Era la mayor población de las tierras que llevan su nombre, una pequeña región civilizada que comprende otras tres aldeas: Entibo, Archet y Combe. Desde la segunda mitad de la Tercera Edad, en la villa y la región coexisten pacificamente los hombres de Bree con un grupo numeroso de extrañas gente que se hacen llamar a si mismo hobbits. Aunque los hombres los llaman medianos, por que miden la mitad que un hombre común.
Bree se eleva en la vertiente oeste de la Colina de Bree, cerca del Bosque de Chet. Al pie del monte se encuentra un centenar de casas de hombres, construidas con ladrillo, madera y piedra. Más arriba en la loma se encuentran los agujeros Hobbit. El pueblo está rodeado por una empalizada semicircular de madera. Dos puertas guardadas se abren del lado oeste y sur respectivamente. Al ser un cruce de caminos importante, Bree canaliza buena parte del comercio de Eriador, y es una parada obligatoria de todo viajero. Por ello hay varias posadas en el pueblo. Una de ellas, la de La Media Pinta.
Aquella posada no era de las mejores de Bree, se encontraba algo alejada del centro de la ciudad, y el dueño era un hombre rudo de aspecto desagradable y mal caracter. Bledwyn trabajaba allí haciendo un poco de todo hasta que el posadero descubrió su talento para tocar música y lo pusó sobre una improvisada tarima hecha a base de mesas para hobbits y algo de paja. Todas las noches había gente que se acercaba a La Media Pinta solo para escuchar a aquel joven tocar. Incluso el posadero había colocado carteles por Bree anunciando su actuación.
Aquella tarde parecía de lo más normal hasta que ocurrió algo que cambio radicalmente el día. Tres extranjeros llegaron a Bree. Una mujer y dos hombres. Uno de los hombres estaba muy malherido y entre el posadero y el otro hombre lo subieron rapidamente a una de las habitaciones de arriba. Bledwyn contemplaba la escena desde su rincón.
Los extranjeros eran hombres sureños, más altos que un hombre de Bree, y de cabellos rubios, muy rubios. Vestían cotas de malla manchadas de sangre y capas hechas jirones. Estaban mugrientos, con las caras negras y llenas de pequeñas salpicaduras de sangre reseca.
A pesar de todo aquella mujer rubia era muy hermosa, tenía una cara delgada, unos ojos azules como el cielo. El pelo mugriento le caía suelto por la cara, sus labios eran carnosos y su rostro suave y delicado. Pese a su inmensa belleza su mirada era triste, Bledwyn lo pudo adivinar nada más verla. Era una tristeza intensa y muy profunda. Aunque no había lágrimas en sus ojos y que su gesto era serio e incluso amenazante. Su tristeza se ocultaba detrás de su apariencia y Bledwyn podía verla.
Mientras la joven subía las ecaleras, hubo un último segundo, antes de que desapareciera de su vista, en el que sus miradas se cruzaron y sus tristes ojos azules se clavaron en los del muchacho como adivinando lo que el pensaba. Apenas fue un segundo. Antes de que apartara la vista y desapareciera escaleras arriba.
Aparte de aquello, en la posada se congregaban los mismos parroquianos de siempre, y algún que otro viajero extranjero que paraba allí a descansar y pasar la noche.
Al muchacho le costaba sacarse aquella imagen de la cabeza. No eran muchas las mujeres que pasaban por aquella posada, y menos aún las que portaran semejante belleza. El lugar había sido siempre un antro medio olvidado, y sus clientes solían compartir la naturaleza hosca y taciturna del local. En los últimos tiempos, desde que Bledwyn descubriera su talento natural para la música, la posada había adquirido un talante más abierto y cordial, aunque sin llegar nunca a ser del todo acogedora. La clientela habitual seguía merodeando de tanto en tanto, pero se habían sumado otros, de aspecto algo más refinado, atraídos por la particular oferta artística. En cualquier caso, las mujeres bellas continuaban escaseando, no solo en la posada, sino en toda la aldea de Bree.
Bledwyn atendió con aire distraído a los pocos que aún quedaban en el salón, cargando las últimas jarras y repasando un trapo sobre la barra con gesto ausente.
No era la primera vez que llegaban extraños en tan penosas condiciones. De hecho, eran cosa bastante habitual por allí, al menos mucho más de lo deseable. El propietario del local era un sujeto de pocas palabras y de oscuros intereses. Bledwyn nunca sabía muy bien en que andaba su patrón, y se enteraba de algunas cosas solo de oídas. Siempre que había buscado indagar sobre aquello asuntos se había topado con problemas.
A la gente le gustaban sus secretos. Desgraciadamente, a Bledwyn también…
Quisiera saber si pude escuchar algunas palabras entre los extraños, o reconocer acentos o procedencias.
Bledwyn no pudo adivinar nada sobre los extranjeros a primera vista, ni escuchar la conversación que matuvieron con el posadero.
Cuándo este bajó las escaleras su cara era todo un poema, por algún motivo no le hacía ninguna gracia que aquella gente hubiese llegado a su taberna y Beldwyn casí podía escuchar el rechinar de sus dientes llenos de furia.
Se dirigió a él nada más bajar las escaleras, le cogió del brazo y lo apartó a un lado y le habló en voz baja.
¿Sabes qué son esas gentes? Bledwyn no tuvo ni que responder ya que el posadero continuó hablando. Son rohirrim, señores de los Caballos, hombres de La Marca... Dijo en tono jocoso. No me fio de ellos. Son malas gentes. Vigilalos de cerca.
Después de hablar con el muchacho, el posadero se dirigió a la barra y se sirvió un trago de whiskey que finiquitó de un solo trago. Se quedó sentado en un taburete con cara de malas pulgas.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal del joven, y su semblante se oscureció. Había oído cosas terribles de aquel pueblo de cabellos rubios. “Cabezas de Paja” los llamaban en su tierra adoptiva, y muchos otros nombres que no podían decirse abiertamente. Los hoscos dunlendinos odiaban a los rohirrim con amargura y dolor, y los acusaban de invasores y asesinos. Pocas veces había oído sobre ellos en su infancia, pues su padre adoptivo se había mantenido alejado de las guerras, pero siempre aparecían como portadores de muerte y destrucción.
Desde su llegada a Bree, tan solo había visto algún que otro cabeza de paja pasarse por la posada, pero casi nunca había hablado con ellos. Su fama parecía bien ganada, pues eran fuertes de brazo y todos llevaban espadas anchas y cotas de malla. Bebían y reían abiertamente, con orgullo y pasión, y eran también rápidos para la cólera. Al menos los que Bledwyn había conocido.
Nunca lo habían dejado atender sus caballos, que eran enormes, pues los cuidaban con celo, casi como un pariente o un amigo. No pocas veces había imaginado el muchacho a alguno de sus conocidos enfrentarse a los cascos de aquellas bestias, y la imagen era aterradora.
Sin embargo, aquellos ojos azules, de mirada fiera y triste aún ardían en su mente, y Bledwyn no podía apartarlos de sus pensamientos. La duda lo fustigó por un largo rato, y renegó de las órdenes de su patrón. Finalmente, cuando ya poco le quedaba por hacer en el salón principal, se hizo de toda la bravura de que disponía y se encaminó con paso aprehensivo hacia las escaleras.
Luego de golpear levemente la puerta cerrada, hablo utilizando un vacilante remedo del propio idioma de los rohirrim.
- Señores… - dijo tratando de recordar las palabras apropiadas. – Necesitar… ¿cosas?
Bledwyn pudo ver que en la habitación solo se encontraban los dos hombres, la mujer no estaba allí con ellos. El herido estaba tumbado en la cama, parecía dormido o quizá incosciente. El otro estaba de pie a su vera.
Era aproximadamente del mismo tamaño que él y aparte de su pelo rubio también tenía una barba rubia que le cubría la cara. Sus ojos eran verdes y vestía con los ropajes tipicos de un hombre de Rohan, aunque estaban mugrientos y llenos de sangre por la más que clara escaramuza de la que había sobrevivido. Entre las roturas de los ropajes y a través de las mangas Bledwyn pudo adivinar una cota de malla.
Al escuchar las palabras del muchacho, el sureño mostró una sonrisa de añoranza en su curtido rostrode guerrero. Niño, ¿donde aprendiste la lengua de mi pueblo?. Dijo en el idioma común al ver que al joven le costaba desenvovlerse bien en el rohirrico.
El muchacho quedó algo descolocado ante la sonrisa del extranjero. En verdad, se había acercado con cierto temor, y esperaba una respuesta más acorde con la agresividad de aquella gente. Un grito, un reproche, o quizás un puntapié. Tal vez la debilidad del momento había ablandado un poco el corazón del duro guerrero. Bledwyn procuraría aprovechar esa ventaja.
- Muchas gentes pasan por aquí. Y hablan lenguas extrañas. Yo solo escucho, y a veces aprendo algo. – comentó Bledwyn con cierta reticencia. No podrían acusarlo de estar mintiendo, por supuesto, pues solo decía la más pura verdad… aunque ciertamente no toda.
- Parece que está mejor. - dijo cambiando de tema, mientras con un gesto señalaba al rohirrim que yacía tendido en la cama. - Debe haber sido una herida fea. Si necesitan algo, solo diganlo y procuraré conseguirlo.
-Solo un poco de agua... Dijo el hombre rubio.
De pronto una voz sonó a espaldas de Bledwyn, que había descuidado la retaguardia confiado mientras se apoyaba en el quicio de la puerta para hablar con los pelo paja.
-Disculpa joven, ¿podrías decirle a los recien llegados que hay una persona que quiere hablar con ellos?.
Se volvió y pudo ver a un hombre muy alto, de aproximadamente un metro ochenta y cinco, ataviado con una larga capa con capucha color verde pardoso, unos pantalones marrón oscuro y una raída camisa de manga larga. Era uno de esos montaraces que vagaban por el norte. Bledwyn le reconoció de días anteriores, había entrado las dos ultimas noches a la posada y siempre le saludaba con cortesia cuando entraba y Bledwyn estaba tocando algo.
El joven se sobresaltó al oír aquella voz, pues el trato con el rohirrim lo había puesto tenso y expectante. Se giró para encararse con el recién llegado, pero no abandonó el vano de la puerta, y siguió obstaculizando con su cuerpo el pequeño espacio que comunicaba con el interior de la habitación.
- Por supuesto, señor. Lo haré de inmediato. ¿Acaso desea que comunique también un nombre, junto con tal petición?
Bledwyn no desconfiaba de aquellos Montaraces, al menos no como la mayoría. Rondaban los bosques inmersos en sus propios asuntos, y se acercaban poco al poblado. Por lo general se mantenían apartados y no molestaban a las gentes. Antes, cuando Bledwyn aún vivía en la granja de su familia adoptiva, solía internarse en soledad por los prados y bosques circundantes, y en varias ocasiones se había cruzado con aquel pueblo silencioso. Algunos podían hablar con los pájaros, o así parecía, y todos lo habían tratado siempre con cordialidad y respeto.
Bledwyn incluso sospechaba que su tutor y amigo, aquel que había descubierto las propiedades de su flauta y de quien no sabía ni el nombre, pertenecía a esa casta solitaria de Montaraces, aunque nunca lo había podido confirmar. Por supuesto, jamás se había atrevido a preguntarlo.
No es necesario, pues tampoco reconocerían mi nombre aunque se lo mentara. Sólo diles que un montaraz de las montañas quiere hablar con ellos. Dijo el montaraz mientras encaminaba sus pasos hacía el joven músico.
Al escuchar la conversación de Bledwyn con el montaraz, el rohirrim abrió la puerta de par en par y se asomó al pasillo espada en mano para ver quien era el que hablaba con el muchacho.
Su postura no era amenazante, pero si precavida a la espera quizá de un enemigo al otro lado de la puerta.
El montaraz hizo un gesto reverencial al ver al guerrero, trató de ser los más cortés posible pese a las carencias que hacían de los montaraces hombres de campo y no de palacios, por lo que decidió empezar con el tradicional saludo de buenaventura que usaban en aquellas tierras.
Saludos Jinete, que los pájaros vuelen sobre tu cabeza.
Mi nombre es Nerám, habitante de las colinas que rodean esta aldea, me gustaría tener una conversación con usted...
En ese momento el joven miró al músico y añadió... ...en privado.
La repentina aparición del rohirrim lo había tomado por sorpresa, y el muchacho no atinó a reaccionar ante tantas sensaciones encontradas. Simplemente se quedó allí parado, en silencio, sin saber muy bien que hacer.
No conocía a ninguno de los dos hombres, y nada sabía de sus intenciones. Bien podía tratarse de enemigos acérrimos, que buscaran iniciar una pelea a muerte. En ese caso, Bledwyn se encontraría justo en medio de los golpes, y seguramente saldría lastimado. Todo esto pensaba el muchacho mientras los segundos pasaban en silencio.
La cordialidad del Montaraz devolvió algo de tranquilidad al joven, que de a poco comenzó a recuperar su soltura. Tras evaluar la situación unos momentos, hizo una leve reverencia a ambos y se retiró.
- Seguro. Estaré abajo, si necesitáis algo no dudéis en llamar.
Cuándo Bledwyn regresó abajo tras su encuentro con los extranjeros, el posadero parecía más malhumorado que de constumbre, que ya era decir... Pasó por el lado de Bledwyn y sus hombros se chocaron, miró con centellas en los ojos al muchacho y se alejó jurando por lo bajo.
¡Limpia esa maldita mesa! Le gritó mientras se alejaba, pero ni tan siquiera se giró a mirarle.
Unos instantes después, la mujer del pelo rubio que había llegado con el hombre malherido, y que no se encontraba en la habitación cuando el muchacho se asomó, bajó las escaleras acompañada por otro hombre, uno diferente a ellos.
Era un hombre del sur también, pero no eran del mismo pueblo, pues sus rasgos eran completamente distintos. Era moreno, alto y robusto, su corta barba también era morena y estía cara ropa de abrigo negra con ribetes y adornos blancos. Podría decirse que en cierto modo se asemejaba al montaraz en su aspecto, salvo por que las ropas de este hombre eran mucho más ostentosas y suntuosas que las del montaraz.
Al muchacho le costó horrores apartar su mirada de la hermosa mujer, y tubo que apelar a toda su fuerza de voluntad para no incurrir en una descortesía. Su belleza hubiera sido irresistible para cualquiera, pero mucho más para alguien como Bledwyn, que apenas si salía del rudo establecimiento. A pesar de los cambios en los últimos tiempos, nunca había habido demasiadas mujeres que frecuentaran la taberna, y aquellas que pasaban de tanto en tanto compartían los rasgos duros y hoscos de la clientela habitual. Una cabellera como esa sería el tema de conversación de todo el poblado.
Inmerso en aquellos pensamientos, Bledwyn apenas si notó al hombre que la acompañaba y solo le dedicó una mirada superficial. Cuando ya había sobrepasado su posición, una alarma sonó en su mente distraída. No estaba con la muchacha cuando esta llegó a la posada, y tampoco lo había visto en la habitación, junto al rohirrim herido.
Mientras limpiaba una de las mesas con un trapo húmedo y algo pegajoso por la mugre, dedicó furtivos vistazos al extraño sujeto. No reconocía a los de su tipo, pero por su atuendo y prestancia, ciertamente tenía los aires de un Señor. Y aquello era aún más infrecuente que la presencia de los Cabeza de Paja.
Guerreros heridos, mujeres hermosas, rohirrim, señores del Sur y hasta un misterioso montaraz del bosque. Algo estaba a punto de ocurrir, o tal vez ya hubiera pasado, y Bledwyn tenía la certeza de que se hablaría de ello por mucho tiempo.
Luego de repasar una segunda mesa con el inmundo trapo, se dirigió a la cocina y tomó una jarra de agua bastante grande y tres vasos de madera. Colocó todo sobre una bandeja ancha y se encaminó nuevamente hacia las escaleras. Al pasar junto a la pareja, se detuvo solo unos instantes frente a ellos para hacerles un comentario a la pasada.
- En seguida serán atendidos, tan solo debo llevar esto a vuestros compañeros. Disculpad las demoras.
El hombre del sur de aspecto señorial apenas se percató del ofrecimiento del muchacho. En cambio, la joven le miró y sonrió de manera agradable. Era una sonrisa extraña en ella, cuyos ojos seguían mostrando una tristeza tan profunda.
Levantó una de sus manos y la posó sobre el hombro del joven con sutileza en el movimiento pero con firmeza y determinación. Sus intensos ojos azules inundaron los de Bledwyn, profundizando en ellos durante apenas un segundo. Un segundo en el cual a Bledwyn creyó que se le paraba el corazón y hasta juraría haber dejado de respirar. Sus labios carnosos comenzaron a moverse calmadamente y su voz sonó tan dulce como todo era en ella.
-Gracias, pero no hace falta. Ya nos vamos.
Después la magia se rompió de súbito, cuando la rohirrim apartó sus ojos, sus labios dejaron de moverse y sonreir y su apariencia volvió a ser triste. Se despidió del hombre, que tras hablar unas últimas palabras con ella dió media vuelta y volvió a subir las escaleras. La joven abandonó la posada saliendo por la puerta con graciles movimientos y contoneos de cadera. Bledwyn se percató de que llevaba una papel doblado en la mano, que antes de salir ocultó en la manga.
El joven músico también pudo escuchar las últimas palabras de la conversación entre el sureño y la rohirrim de dorados cabellos.
-Tenga cuidado con el mensajero al que elije, y aún no se lo he dicho pero tampoco me fio del posadero, si les persiguen deberiamos partir cuanto antes. Dijo el hombre del sur.
-No te preocupes por mi. Se cuidarme sola y tengo buen ojo para la gente. Afirmó con seguridad la joven. Acto seguido cada uno siguió su camino.
El muchacho quedó hipnotizado por unos momentos, observando el andar de la hermosa mujer. Cuando al fin volvió en si, se percató del peso que tenía en sus manos y recordó la jarra con agua.
Subió las escaleras con precaución, muy conciente de lo que ocurriría si dejaba caer algo de la bandeja. Semanas enteras de arduo trabajo se habían desperdiciado en un solo accidente, y en ese aspecto, su patrón había sido siempre implacable. Agradeció haber tenido la lucidez de elegir vasos de madera.
Cuando llegó ante la habitación de los rohirrim, golpeó un par de veces con la punta de su pie y esperó la respuesta. Aún seguía enfrascado en las cuestiones cotidianas, recordando aquel triste episodio de la jarra de cristal. Había tardado meses en pagar por aquella cosa, y hasta el día de hoy seguía sin estar seguro de su procedencia. Por supuesto, jamás había visto otra jarra “de cristal de Gondor”, y no tenía forma de comprobar las palabras de su patrón…
Inmerso en aquellos pensamientos, una súbita idea asaltó su mente. El sujeto herido aún no estaba recuperado del todo, y aunque Bledwyn no era un experto, sabía bien que no era aconsejable moverlo. Si a pesar de todo estaban a punto de partir, eso solo podía significar dos cosas. O dejarían al rohirrim atrás, o realmente estaban en apuros.
Bledwyn recordó las palabras del extraño hombre que parecía un señor.
La vieja madera de la puerta crujió con la patada que el muchacho le dió para llamar, y la cubertería que sujetaba en sus manos sobre la bandeja de madera se tambaleó y tintineó intranquila en aquel momento. Afortunadamente la experiencia de Bledwyn a esas alturas ya era suficiente como para controlar aquellos movimientos y evitar que otra jarra se estrellara contra el suelo.
Del interior de la habitación la voz de un hombre sonó con fuerza:
-¿Quién es?.- El muchacho reconoció en el timbre la voz del rohirrim con el que había estado hablando antes.
- El servicio. – respondió el muchacho, alzando un poco la voz. – Traje algo para refrescaros, tal como lo pediste.
Tras sus palabras, retrocedió unos pasos para evitar cualquier imprevisto. De paso, aprovechó para tener un panorama más amplio de la escalera y el resto de la posada. Seguía sin haber demasiados clientes, y la mayoría de los presentes estaba relacionada de una u otra manera con aquella mujer.
Sin embargo, parecían haber llegado todos por caminos separados, y algunos de ellos ni se conocían. De esto Bledwyn estaba seguro, al menos en cuanto a ese tal Nerám, que se habia presentado justo frente a él. Demasiadas coincidencias para una sola noche ...
Entra muchacho... Dijo la voz del rohirrim a la par que abría la puerta de la habitación.
Dentro de ella pudo encontrar a varios hombres más, el Montaraz y el sureño del sur que apenas unos momentos antes había estado con la bella dama rubia.
Cambio de escena: El asesinato.
Postea allí la entrada a la habitación.